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Se concluye que durante el segundo año de vida se estabiliza el apego, siendo el apego seguro el más característico en poblaciones normales.

Para algunos, el apego es considerado un sistema flexible y adaptativo, capaz de amoldarse a diferentes situaciones.

Para otros, el apego suscita un modelo interno que condiciona a las restantes situaciones.

Ambas posturas las encontramos en los datos. Un 72% de los adultos mantiene el estilo de apego de la infancia, mientras que el 28% restante lo modifica en función de los cambio significativos en sus vidas.

Soufre ha sido uno de los defensores del modelo de continuidad. Según él, los niños con apego inseguro tienden a generar hostilidad en los demás, mientras que los niños con apego seguro suelen escoger como compañeros a quienes confirman sus expectativas de apoyo mutuo.

El macroestudio longitudinal de Mineapolis (Soufre y Egeland, 1979) reportó datos que respaldaban este modelo. Según este estudio, los bebés con apego seguro mostraban en la infancia más empatía y más competencia social que los bebés con apego inseguro.

Los niños con apego evitador serán en el futuro adultos de contacto “frío”, mientras que los niños ambivalentes serán adultos emocionalmente inestables.

Lamb (1987) apoya la idea de que cualquier cambio que afecte de forma severa y constante a las formas de relación podría ocasionar cambios en el apego de los hijos. Thompsom (1988) confirmó que en las clases sociales más bajas el apego seguro puede mudar hacia formas inseguras debido a los riesgos sociales de esta población.

Ante esto hechos debemos mantener cierto eclecticismo que permita decantarse por un modelo u otro en función de las variables que determinan la formación del vinculo afectivo.

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