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Además de la pertenencia impuesta a determinados grupos o categorías sociales desde el nacimiento (familia, grupo étnico…), los individuos buscamos voluntariamente formar parte de grupos concretos. Parece existir una motivación en el ser humano a formar vínculos con otros congéneres. La hipótesis de la "necesidad de pertenencia" propuesta por Baumesteir y Leary sostiene que todas las personas necesitan formar parte de grupos sociales. El apego es un mecanismo innato formado durante nuestra historia evolutiva como especie por las ventajas que confería la vida en grupo para la supervivencia y la reproducción. Según estos autores, la pertenencia tiene fuertes efectos emocionales y cognitivos, y su falta acarrea trastornos en la salud, el bienestar y el funcionamiento de las personas.

Uno de estos efectos tiene que ver con la autoestima. Cuando existe algún indicio de rechazo o exclusión por parte del grupo, nuestra autoestima baja y buscamos la cuál ha sido el problema para corregirlo. Un nivel alto o bajo de autoestima depende de que consigamos mantener la pertenencia a grupos sociales.


Cuadro 1. Cuando el grupo ignora al individuo

Una interesante línea de trabajo se ocupa del ostracismo, entendido como el acto de excluir, ignorar o rechazar a un miembro del grupo, o a otra persona en una relación interpersonal (Williams, 2001).

Como muestran Williams y Zadro (2001), el ser objeto de ostracismo, aunque sea por tiempo breve, tiene efectos negativos en las necesidades básicas de pertenencia, control, autoestima y sentido de la existencia de la persona que lo sufre, que satisface menos esas necesidades. Esta línea de investigación se ha centrado de forma preferente en los efectos en la persona cuando es objeto de ostracismo, pero también más recientemente se han visto sus efectos en las personas que lo ejercen, quienes experimentan una mayor satisfacción de esas necesidades (ver Zadro, Williams y Richardson, 2005).

Entre las diversas formas de estudiar el ostracismo empleadas por Williams y colbs (Williams, Shore y Grahe, 1998) cabe citar un estudio en el que un participante, a la espera de iniciar un experimento, se dedicaba a jugar a la pelota con otros dos supuestos participantes (en realidad, cómplices del experimentador) quienes, al poco tiempo, dejaban de pasarle la pelota al participante genuino. Éste pronto empezaba a mostrar signos de incomodidad ante el hecho de verse excluido del juego. Tal como se observó también, se veían afectadas negativamente sus necesidades básicas. Se hizo una versión en la red de este experimento. Se trataba de una página web en la que se entraba para jugar con otros dos jugadores, que eran simulados y que en la condición de ostracismo dejaban de interactuar con el participante. En el caso del ciber-ostracismo se muestran efectos negativos similares a los que se producen en la interacción real (Williams, Cheung y Choi, 2000). Un estudio llevado a cabo con medidas neurofisiológicas, como imágenes de resonancia magnética del cerebro, fMRI, mostró que al ser excluidos se activaban las mismas áreas del cerebro que las propias del dolor físico (Eisenberger, Lieberman y Williams, 2003). En ocasiones, el haber sido objeto de ostracismo parece estar en la base de reacciones violentas contra el grupo (Leary, Kowalski, Smith y Philips, 2003).


La motivación básica que nos impulsa a formar vínculos con otras personas coexiste con la necesidad de mantener nuestra propia independencia y distintividad como individuos. Estas tendencias no son incompatibles, incluso se puede buscar la pertenencia a ciertos grupos precisamente para conseguir una mayor distintividad como ocurre en el caso de muchos grupos minoritarios (los “punkies”). Por otra parte, si lo que se busca es independencia, más que diferenciación de otros la pertenencia a un grupo  grande puede ser más conveniente porque tiene las ventajas que supone ser miembro de un grupo sin los inconvenientes del excesivo control propio de los grupos pequeños. En este sentido la formación de grupos no sólo no es incompatible con la individualidad, sino que muchas veces es un medio para conseguirla (Kampmeier y Simon, 2001).


Cuadro 2. La individualidad y la pertenencia grupal en otras culturas

Es importante aclarar que gran parte de las afirmaciones vertidas en este capítulo, como en casi todos los demás, son aplicables a nuestra cultura, llamada "occidental", pero no serían válidas para grupos insertos en otras muchas. Hay pueblos en Asia, África y Suramérica donde las personas no se consideran como individuos independientes sino como parte de un grupo. Por ejemplo, en japonés, la palabra que se emplea para designar el "sí mismo" o "self" es jibun, que significa "la parte propia del espacio compartido". Esto se debe probablemente a la relación simbiótica e interdependiente que se establece entre el yo y los otros (Hamaguchi, 1985). En este sentido, la búsqueda individual de independencia y de diferenciación del resto de las personas resulta bastante ajena en este tipo de sociedades. En cambio, para la cultura occidental los individuos son sociales sólo cuando su conducta influye y es influida por otros, muchas veces de forma negativa (Markus y Kitayama, 1994).

Desde la perspectiva confucionista imperante en las sociedades asiáticas, la característica definitoria de la humanidad es la capacidad para experimentar empatía, para compartir sentimientos, y esto sólo puede alcanzarse mediante la participación en un grupo. Esta visión contrasta notablemente con el énfasis en la racionalidad y el libre albedrío propio de la cultura occidental, para la que el grupo es sobre todo un medio de satisfacer necesidades o alcanzar metas individuales. La cuestión de por qué los individuos se unen o se identifican con grupos concretos y qué factores determinan su grado de compromiso con ellos tiene mucho sentido para nosotros y por eso ha sido abordado desde diversos enfoques teóricos (teoría del intercambio, teoría de la identidad social), centrándose la investigación sobre todo en grupos espontáneos o creados artificialmente y de corta duración. Sin embargo, cuando se considera la pertenencia a un grupo como parte esencial de la persona y no sujeta a elección, esas preguntas carecen de relevancia. Lo que realmente importa es cómo esa pertenencia moldea la experiencia de las personas (Markus, Kitayama y Heiman, 1996).


La teoría de la incertidumbre-identidad (Hogg, 2007) defiende que la pertenencia a grupos sirve para combatir el sentimiento de incertidumbre de los individuos acerca de quiénes son y de cómo eso se refleja en sus actitudes y conductas.

Los grupos sirven para reducir esa incertidumbre facilitando pautas a los individuos.

Esta teoría propone que el interiorizar el prototipo del grupo contribuye a la autodefinición de los individuos. Así, la identificación con grupos que poseen determinadas características contribuye a reducir, controlar o proteger del sentimiento de incertidumbre.

La investigación en el marco de esta teoría ha mostrado que cuanto más entitativos sean los grupos más contribuyen a reducir la incertidumbre. El análisis de Hogg se extiende a explicar la identificación con los grupos extremistas y totalitarios.

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