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De Skinner se ha llegado a decir que «bien podría pasar a la historia como el individuo que ha tenido más impacto que ningún otro psicólogo en el pensamiento occidental» (Bjork, 1998, p. 261). No sabemos si el autor de estas palabras tenía presente a Freud al escribirlas, pero dejando a un lado su dimensión competitiva, más propia del Libro Guinness de los Records que de un ponderado juicio historiográfico, la afirmación apunta certeramente a un hecho reconocido sin reservas por cuantos se han ocupado de su figura y aportaciones, incluso por los más críticos, y es la extraordinaria influencia ejercida por su obra sobre la psicología y la cultura de nuestro tiempo. El psicólogo belga Marc Richelle lo ha expresado con acierto: «Quiérase o no, guste o no, B.F. Skinner es uno de los psicólogos americanos más influyentes. Como atestiguan diversos sondeos, a los ojos de muchos de sus colegas es una de las principales figuras de este siglo en las ciencias psicológicas» (Richelle, 1981, pp. 14-15). Ciertamente lo fue, en todo caso, en el movimiento conductista, del que fundó y lideró una de sus corrientes más importantes, la conocida como «análisis experimental de la conducta», que contó y sigue contando con numerosos y entusiastas seguidores en todo el mundo, así como con fuerte presencia institucional (la primera Sociedad para el Análisis Experimental de la Conducta se fundó en 1957), medios de expresión propios de gran visibilidad (como las revistas The Journal of the Experimental Analysis of Behavior y The Journal of Applied Behavior Analysis, las más antiguas, fundadas en 1958 y 1968 respectivamente) y su propia Sección (la 25) en la Asociación Psicológica Americana.

El impulsor y responsable último de todo ello, Burrhus Frederick Skinner (1904-1990), nació en Susquehanna, en el estado de Pennsylvania (EE UU). En 1926 se licenció en Lengua y Literatura Inglesas por el Hamilton College (Clinton, Nueva York) con la intención de convertirse en escritor, pero después de dos años de infructuosos esfuerzos por conseguirlo terminó renunciando a ello. Decidió entonces matricularse en el programa de posgrado en Psicología de la Universidad de Harvard bajo la influencia de algunos escritos de Watson y Pavlov cuya lectura le impresionó vivamente, una influencia que las enseñanzas del psicólogo conductista Walter S. Hunter (1889-1954) en Harvard no hicieron sino afianzar. Doctorado en 1931 con una tesis sobre «El concepto de reflejo», permaneció en Harvard, en calidad de becario (fellow) postdoctoral, durante cinco años más. Su primer libro, La conducta de los organismos (1938), donde sentó las bases su particular concepción de la ciencia de la conducta, fue en buena medida el resultado de esos años de investigación, si bien se publicó cuando ya formaba parte del profesorado de la Universidad de Minnesota (1936-1945). Tras un breve paso por la de Indiana (1945-1948), regresó finalmente a la de Harvard, a la que permanecería ya activamente vinculado hasta su muerte (Bjork, 1998; Skinner, 1976, 1979 y 1983). Autor de una obra extensa y controvertida de múltiples registros (desde el informe experimental hasta la novela, pasando por el ensayo filosófico y científico y la crítica social y cultural), Skinner se hizo acreedor a numerosos premios y distinciones a lo largo de toda su carrera, entre las que destacamos el premio a la Contribución Científica Distinguida, otorgado en 1958 por la Asociación Psicológica Americana (que también le premió por sus Logros de Toda una Vida en 1990, poco antes de morir), la Medalla de Oro de la Fundación Psicológica Americana (1971) y el título de Humanista del Año concedido por la Asociación Humanista Americana en 1972.

Skinner se opuso frontalmente a los planteamientos del conductismo que él mismo bautizó como «metodológico» de Tolman y Hull (entre otros), cuestionando la necesidad de realizar conjeturas hipotéticas en un plano teórico distinto del puramente empírico (ambiental y conductual) al que el conductismo clásico de Watson había exigido ceñir la investigación. El que esas conjeturas teóricas se intentasen conectar luego con el plano de lo observable mediante conexiones lógico-formales o definiciones operacionales no las hacía, a su juicio, menos prescindibles. Skinner expresó sus objeciones en un célebre y provocativo artículo titulado «¿Son necesarias las teorías del aprendizaje?» (1950) en el que, contrariamente a lo que se ha dicho algunas veces, no se proponía simplemente criticar cualquier tipo de teoría (después de todo, la de Skinner también lo era) sino más bien hacer ver lo innecesario del modo concreto de enfocar la tarea teórica que tenían los conductistas metodológicos, cuyo recurso a las variables hipotéticas o intervinientes no constituía, en su opinión, sino el reconocimiento de su incapacidad para controlar suficientemente las variables ambientales explicativas de la conducta. Lo que Skinner proponía, por tanto, era atener la explicación psicológica al plano puramente empírico de las variables y relaciones ambientales y conductuales observables, en una vuelta a Watson que buscaba dar razón de la conducta simplemente mediante el control experimental directo de las variables de ambiente de las que la conducta depende.

El análisis experimental de la conducta

Se propuso para ello, por lo pronto, distinguir con nitidez entre los dos tipos fundamentales de conducta, respondiente y operante, que los paradigmas experimentales respectivos de Pavlov y Thorndike parecían poner de manifiesto (una tarea en la que Skinner empeñó algunos de sus primeros esfuerzos; ver Skinner, 1935 y 1938, por ejemplo). La conducta respondiente toma su nombre de que efectivamente responde a un cambio ambiental antecedente y es, por tanto, respuesta a la presencia de un estímulo que la provoca o induce (así, por ejemplo, la salivación al contacto de la lengua con el alimento, en los experimentos de Pavlov).

La conducta operante, por el contrario, no es provocada por un estímulo sino emitida por el propio organismo de un modo aparentemente espontáneo o libre; no se trata, pues, en rigor, de una «respuesta», sino más bien de una «propuesta», si bien ha sido el término «respuesta» el que ha terminado por imponerse en el vocabulario psicológico para hacer referencia a todo tipo de conducta (las actividades de recorrer la «caja problema» o explorar sus elementos, que exhibían los gatos de Thorndike al ser introducidos en ella por primera vez, serían un buen ejemplo).

En correspondencia con esta distinción básica entre conducta respondiente y operante, Skinner distinguió también entre dos tipos de condicionamiento, asimismo respondiente y operante, en función de la clase de conducta implicada en el proceso. En ambos casos el condicionamiento se produce por la aplicación de un estímulo («estímulo reforzador», lo llamará Skinner, en virtud de sus efectos intensificadores o consolidadores); pero mientras que en el condicionamiento respondiente el reforzador se aplica a otro estímulo, en el condicionamiento operante lo hace a una respuesta, y de ahí las expresiones «condicionamiento Tipo E» (de «estímulo») y «condicionamiento Tipo R» (de «respuesta») con que Skinner se refirió en un principio respectivamente a ellos.

Más concretamente, en el condicionamiento Tipo E o respondiente un estímulo inicialmente neutro adquiere la propiedad de provocar una determinada conducta respondiente por su asociación con un estímulo «reforzador» (o «estímulo incondicionado», en la terminología de tradición pavloviana) que ya la provocaba con anterioridad; como puede apreciarse, se trata del ya conocido como «condicionamiento clásico», llamado ahora «respondiente» por Skinner por ser respondiente el tipo de conducta afectada. En el condicionamiento Tipo R u operante, en cambio, a lo que el estímulo reforzador se asocia es a una conducta operante (esto es, a una conducta emitida espontáneamente por el organismo), quedando ésta (por virtud del valor reforzante del reforzador) seleccionada entre todas las demás emitidas y no reforzadas en una situación dada, y aumentando en consecuencia la probabilidad de su emisión en el futuro. Es en este segundo tipo de condicionamiento, el condicionamiento operante, en el que Skinner iba a centrar fundamentalmente la atención de su «análisis experimental de la conducta», el nombre que, como ya hemos mencionado, recibió su particular aproximación al estudio del comportamiento.

El análisis skinneriano de la conducta iba a concentrarse por tanto en las relaciones funcionales que cabe establecer entre la conducta emitida por el organismo, de una parte, y sus consecuencias reforzantes, de otra. Pero había aún una tercera variable, referida ésta a las condiciones ambientales en las que la conducta se emite, a la que Skinner iba a dar también una importancia crucial: la variable que denominaría «estímulo discriminativo». Estímulos discriminativos son los que están presentes en la situación en la que la operante se emite y señalan al organismo la ocasión en que dicha operante será reforzada, permitiéndole distinguirla claramente de la que no lo será (de ahí lo de «discriminativo»). No provocan la conducta (que es operante, no respondiente), pero sí la controlan, en la medida en que indican al organismo la probabilidad, alta o baja, de que la conducta emitida obtenga las consecuencias reforzantes subsiguientes a su emisión (una información sin duda relevante para la decisión del organismo de emitirla efectivamente).

Para llevar a cabo su análisis experimental de la conducta, Skinner diseñó un aparato (una variante de la «caja problema» de Thorndike) que constituyó el marco concreto donde realizó su trabajo de laboratorio. La llamada «caja de Skinner» (aunque no por él mismo, que prefería nombres alternativos como el de «caja con palanca» —lever box—) consiste básicamente en un habitáculo lo bastante amplio como para albergar al animal utilizado como sujeto de los experimentos (en general ratas o palomas, pero también monos y otros organismos), a cuya topografía conductual específica puede adaptarse fácilmente en cada caso. En la experimentación con ratas, por ejemplo, la caja dispone de una palanca cuyo accionamiento constituye la conducta operante a estudiar; una bombilla cuyo encendido actúa como estímulo discriminativo (esto es, como señal de que la acción de presionar la palanca será reforzada); y un dispensador de alimento que suministra al animal el estímulo reforzador, en forma de bolitas de comida, de acuerdo con el programa de reforzamiento establecido previamente por el experimentador (es decir, en función del tiempo transcurrido entre una operante y otra, o del número de operantes emitidas). En la experimentación con palomas la palanca se sustituye por un disco (que puede además iluminarse y desempeñar así el papel de estímulo discriminativo) en el que las palomas han de picotear.

En todos los casos, las cajas cuentan asimismo con un mecanismo de registro automático de las conductas que permite al experimentador estar informado en todo momento de la tasa de respuesta del organismo (esto es, el número de operantes emitidas por unidad de tiempo), el dato básico que, según Skinner, mide la fuerza del condicionamiento efectuado.

Así, en un experimento típico, de lo que se trata es de hacer que la presentación de la comida (estímulo reforzador) dependa de que la rata emita una operante determinada, prefijada por el experimentador (la presión de la palanca, por ejemplo), cuando la luz está encendida (estímulo discriminativo) con el fin de que esa conducta quede reforzada (esto es, aumente su tasa o frecuencia de emisión). A partir de este sencillo esquema experimental y del análisis de las relaciones de dependencia («contingencia», es el término utilizado por Skinner) entre las variables de ambiente y de conducta en él consideradas (estímulos discriminativo y reforzador, conducta operante), Skinner estableció una serie de principios básicos del condicionamiento operante de los que nos limitamos aquí a ofrecer un somero apunte (Fuentes y Lafuente, 1989; Skinner, 1938 y 1953).

Principios fundamentales del condicionamiento operante

Por lo pronto, el principio del reforzamiento, referido al procedimiento experimental por el cual se establece una relación de dependencia o contingencia entre un acontecimiento ambiental (estímulo reforzador) y una determinada conducta operante de tal modo que ésta llegue a aumentar su frecuencia o tasa de emisión. Debe subrayarse que lo que define como reforzador a un estímulo no es su materialidad o consistencia concreta, sino su función, que no es otra que la de incrementar la probabilidad de emisión de la operante reforzada. En otros términos: reforzador es para Skinner todo lo que refuerza o incrementa la tasa de respuesta, independientemente de su contenido específico. Asimismo, debe señalarse que la dependencia establecida entre reforzador y operante puede ser positiva o negativa, según sea la presencia (reforzador positivo) o la ausencia del estímulo (reforzador negativo) la que determine el incremento de la conducta en cuestión.

El principio del castigo, por su parte, remite al procedimiento de establecer una relación de contingencia o dependencia entre un acontecimiento ambiental y una conducta operante de modo que ésta disminuya su frecuencia o tasa de emisión. Como en el caso anterior, el castigo puede ser positivo o negativo, según sea mediante la presentación o la retirada del estímulo como se logre la disminución deseada.

El principio de la extinción se refiere al establecimiento de una relación de dependencia entre un estímulo ambiental y una operante reforzada previamente de modo que se logre disminuir su tasa (en este caso, mediante la supresión del estímulo con que se la venía reforzando).

El principio del control del estímulo alude al procedimiento mediante el cual se establece una relación de dependencia, no ya entre una conducta operante y sus consecuencias reforzantes como en los casos mencionados, sino entre ella y las condiciones estimulares antecedentes presentes en su emisión. En la medida en que una conducta operante es reforzada en presencia de determinados estímulos (discriminativos, según la terminología skinneriana), dicha conducta queda en efecto sometida al control de esos mismos estímulos, ya que será ante ellos ante los que vuelva a emitirse en lo sucesivo con mayor probabilidad.

Mencionaremos, por último, el principio de la programación de los reforzamientos (al que ya aludíamos más arriba), que hace referencia a la relación de dependencia que puede establecerse entre la distribución de los refuerzos y el mantenimiento de la conducta durante largos periodos de tiempo. Skinner advirtió, en efecto, que la conducta reforzada de manera continua es menos resistente a la extinción que la reforzada de forma discontinua, y junto con su colaborador Charles B. Ferster (1922-1981) estudió sistemática y exhaustivamente el modo en que su mantenimiento se ve afectado por los distintos «programas de reforzamiento» utilizados (Ferster y Skinner, 1957). Ferster y Skinner distinguieron dos criterios básicos de programación de la administración de los refuerzos: el tiempo transcurrido desde el último refuerzo administrado (programas de intervalo) y el número de respuestas emitidas desde el último reforzador recibido (programas de razón). Ambos tipos de programas podían ser a su vez fijos o variables, según se administrasen los refuerzos cada cierto tiempo o número de respuestas fijas, determinados de antemano por el experimentador, o lo hiciesen en función de series de tiempos o de número de respuestas que variasen al azar. Además de las básicas, claro está, hay muchas otras modalidades de programación que las combinan y desarrollan de maneras diversas, pero no nos es posible ocuparnos de ellas aquí.

Skinner tenía el convencimiento de que la conducta estaba determinada por relaciones de dependencia respecto de estímulos ambientales antecedentes y consecuentes como las que venimos señalando, y buena parte de su trabajo experimental se orientó precisamente a dotar a esa convicción de fundamento. Especialmente persuasiva en este sentido fue su demostración de la posibilidad de obtener comportamientos nuevos, no incluidos en el repertorio conductual del organismo anterior a su paso por el laboratorio, mediante la manipulación adecuada de las condiciones estimulares pertinentes. Es el caso del proceso del llamado «moldeamiento» de la conducta (shaping), en el que, gracias al refuerzo y selección de ciertos valores de respuesta de entre la variación espontánea de los exhibidos por el organismo en su emisión, se logra configurar en él un patrón de conducta inédito; como cuando, por ejemplo, se refuerza sistemáticamente la elevación de la cabeza de una paloma por encima de un determinado nivel al caminar y se termina por conseguir que camine erguida (un comportamiento ciertamente poco natural en una paloma). O del conocido también como «encadenado» de conducta (chaining), consistente en conformar complejas secuencias de movimientos a partir de movimientos más sencillos, por el procedimiento de enlazar unos movimientos con otros haciendo que los estímulos que sirven como reforzadores de los precedentes sirvan al mismo tiempo de estímulos discriminativos de los siguientes.

Extensiones teóricas y aplicadas

Pero la obra skinneriana distó mucho de quedar confinada en los estrechos límites del laboratorio. Por el contrario, Skinner los trascendió ampliamente con consideraciones de índole teórica en las que, sin perder de vista las relaciones y variables descubiertas en el análisis experimental de la conducta, pretendió extender la validez de sus hallazgos más allá de los ámbitos sometidos efectivamente al control experimental. De este modo se aproximó a los problemas de la adaptación, mantenimiento y modificación de la conducta humana en el marco social y cultural que constituye su ambiente propio, cuestiones todas ellas que siempre le preocuparon hondamente. Se trata, claro está, de extrapolaciones, si bien atenidas en todo momento al plano de la conducta, lo que las hacía en principio susceptibles de ser puestas a prueba de manera empírica, llegado el caso.

Así, por ejemplo, en la novela Walden dos (Skinner, 1948) concibió la ficción de una pequeña comunidad rural gobernada y mantenida de acuerdo con los principios del condicionamiento operante, donde todos los aspectos de la vida vendrían a hallarse bajo el control de refuerzos positivos sabiamente administrados. El resultado imaginado por Skinner era, claro está, una sociedad sumamente armónica y eficiente, en la que sus miembros no tendrían necesidad de trabajar sino unas pocas horas al día y dispondrían de amplias oportunidades para dedicarse al ocio creativo. En su ensayo Más allá de la libertad y la dignidad (Skinner, 1971), por otra parte, una de sus obras más polémicas, pero también una de las mejor vendidas (fue un auténtico éxito de ventas), Skinner reflexionó sobre estos dos conceptos clave de la civilización occidental a la par que se esforzaba por mostrar su carencia de sentido. Desde la óptica del análisis experimental de la conducta, en efecto, no cabía plantear la posibilidad de una conducta libre, ya que toda conducta depende funcionalmente de los resultados que se obtienen en su interacción con el medio (que, como hemos visto, son los que la moldean y controlan).

Tampoco habría lugar para la dignidad, un término que atribuye la conducta al mérito individual, desviando así la atención de su historia de reforzamiento, la auténtica responsable, según Skinner, de su aparición en un momento dado.

Muy controvertida fue asimismo su interpretación de la producción del lenguaje, expuesta en el libro La conducta verbal (Skinner, 1957).

Reduciendo a su esquema más sencillo y general el complejo proceso que en él se describe, diremos que Skinner viene a concebir la conducta verbal en este ensayo como un tipo particular de conducta operante que actúa sobre los individuos del entorno social en que se emite, su ambiente específico, del que recibe los refuerzos moldeadores correspondientes.

Las propias operantes verbales emitidas, por otra parte, irán adquiriendo además la función de estímulos discriminativos de las operantes verbales siguientes, dando lugar de este modo a las cadenas de conducta lingüística en que el lenguaje consiste. La interpretación de Skinner recibió una crítica muy negativa del lingüista norteamericano Noam Chomsky (1928-), que la rechazó por simplista y reduccionista y propuso en su lugar otra basada en una concepción del lenguaje como sistema abstracto regido por reglas (Chomsky, 1959). La obra de Chomsky, como veremos en otro capítulo, se convirtió en una de las principales fuentes de inspiración del movimiento cognitivista que pretendió arrebatar al conductismo el centro del escenario psicológico.

Junto a interpretaciones teóricas como las antedichas, no pueden tampoco ignorarse las numerosas incursiones de Skinner en el terreno de las aplicaciones prácticas, emanadas de los principios del condicionamiento operante analizados en el laboratorio y decisivas para entender la extraordinaria difusión y popularidad que llegó a alcanzar su obra. Nos limitaremos aquí a aludir a algunas.

Por ejemplo, su contribución a la educación mediante la enseñanza programada (Skinner, 1968), el diseño de programas educativos y «máquinas de aprender» que proporcionaban una realimentación inmediata a las respuestas de los estudiantes y les permitían así avanzar a su propio ritmo a lo largo de todo el proceso del aprendizaje (la enseñanza programada anticipó en varias décadas la enseñanza por ordenador). O su aplicación de los principios del condicionamiento operante en psicoterapia, con la que se consiguió modificar la conducta de los pacientes mediante reforzadores tales como dulces, cigarrillos o fichas que no han dejado de emplearse con este propósito en este mismo ámbito. O su aportación al esfuerzo bélico, durante la Segunda Guerra Mundial, con el «Proyecto Paloma» (denominado posteriormente «Proyecto Orcon» en referencia al «control orgánico» en juego), en el que se enseñaba a unas palomas a picotear en una pantalla donde se mostraba el objetivo del misil que las propias palomas eran capaces de guiar con sus picoteos hasta alcanzarlo.

Aunque el ejército de los Estados Unidos no llegó nunca a decidirse a utilizar las palomas para lo que se las había entrenado, el adiestramiento se demostró eficaz, y animó a dos de los discípulos y colaboradores de Skinner en este Proyecto, Keller Breland (1915-1965) y Marian Breland (1920-2001), a fundar poco después (en 1947) la empresa Animal Behavior Enterprises, dedicada a aplicar los principios del condicionamiento operante al entrenamiento de animales con fines comerciales.

Aproximaciones críticas

Precisamente de la experiencia adquirida por el matrimonio Breland en la práctica del adiestramiento animal iba a brotar una de las críticas más importantes que se hicieron, desde dentro del propio conductismo, a la concepción skinneriana del aprendizaje. Los Breland observaron que con frecuencia los animales mostraban comportamientos que interferían con los que se les intentaba enseñar, haciendo imposible o sumamente inestable el aprendizaje final. Estas interferencias, que describieron como «derivas instintivas» en un artículo irónicamente titulado «La mala conducta de los organismos» (Breland y Breland, 1961), parecían tener que ver, en efecto, con comportamientos instintivos relacionados con el modo que tiene cada especie de obtener alimentos en su entorno natural (como cuando un cerdo deja de lado el adiestramiento recibido para meter una ficha en una hucha y se pone, en cambio, a hozar). La crítica «interna» de los Breland venía a converger así con la externa de numerosos biólogos y etólogos europeos, entre otras la de los Premios Nobel Konrad Lorenz (1903-1989) y Niko Tinbergen (1907-1988), que siempre habían reprochado a los conductistas la escasa atención que prestaban al comportamiento de los animales en su propio ambiente y a las conductas instintivas que ponen límites a sus posibilidades de aprender comportamientos nuevos.

Las críticas al conductismo, tanto externas como internas, menudearon a partir de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial (Greenwood, 2011; Leahey, 2005). El reconocimiento de la imposibilidad de controlar la conducta sin conocer previamente las pautas instintivas de comportamiento, la historia evolutiva y el entorno natural propios de la especie estudiada —en definitiva, sus límites biológicos— fue tan sólo uno de sus frentes. Desde otros se cuestionaba también otras premisas no menos fundamentales de la perspectiva conductista: por ejemplo, la de que el aprendizaje, tanto animal como humano, se basa en los principios de frecuencia y contigüidad (John Garcia demostró la posibilidad de condicionar la aversión de las ratas al sabor de la sacarina con una sola exposición a una radiación que producía malestar en ellas al probarla más de 12 horas después de recibirla) (Garcia, McGowan y Green, 1972); o que el condicionamiento se produce de manera automática, sin intervención alguna de la conciencia (Donelson Dulany puso de manifiesto la necesidad de esta intervención para que pudiera darse el llamado «efecto Greenspoon», es decir, el condicionamiento de elementos lingüísticos —como las palabras en plural, por ejemplo— mediante un reforzamiento social —como gestos de asentimiento—, un condicionamiento que se suponía independiente de que los sujetos tuvieran o no conciencia de él) (Dulany, 1968); o que las conexiones entre estímulos y respuestas se determinan periféricamente (Karl Lashley, que había sido uno de los primeros seguidores de Watson, se opuso sin embargo a este periferalismo neuropsicológico conductista sosteniendo en cambio que buena parte de los comportamientos humanos y animales exige ser explicada en términos de estructuras de control centrales, jerárquicamente organizadas) (Lashley, 1951).

En todo caso, entre las críticas que alcanzaron mayor repercusión inmediata se cuentan las de quienes cuestionaban la idea de que la conducta específicamente humana pudiera llegar a explicarse en términos de teorías generales del condicionamiento basadas en el estudio experimental de especies inferiores como las ratas o las palomas. Ya hemos aludido a la crítica de Chomsky a la interpretación skinneriana de la conducta verbal, que le parecía una extrapolación inaceptable de sus estudios de laboratorio; con su apelación a la aportación cognitiva del hablante (la representación de las reglas que rigen la construcción de los enunciados), Chomsky estaba anticipando el tipo de explicaciones que iban a imponerse poco después en el marco de la psicología cognitiva.

En cuanto a los propios conductistas, el esfuerzo por llegar a entender mejor dimensiones característicamente humanas del comportamiento como las relativas al lenguaje o la significación simbólica llevó a algunos de ellos —como Neal E. Miller (1909-2002) o Charles E. Osgood (1916-1991)— a desarrollar teorías mediacionales que, en la línea del conductismo metodológico anterior, iban a recurrir a complejas cadenas internas de estímulos y respuestas que terminarían allanando el camino de algunas posiciones características del cognitivismo posterior. De ello vamos a ocuparnos en los próximos capítulos.

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