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Pese a lo que la contundencia del tono y la radicalidad del planteamiento pudieran tal vez sugerir, las propuestas watsoniana no brotaban de la nada.

Buena parte del camino que Watson exigía recorrer a la psicología había sido recorrido ya por el movimiento funcionalista en que se había formado (Logue, 1985). El énfasis de los funcionalistas en la actividad de los organismos, en su acción y adaptación como ámbito propio de la psicología, no se hallaba demasiado lejos, en efecto, de la orientación conductual que Watson estaba reclamando para la psicología. Bien es verdad que, a diferencia de Watson, para los funcionalistas se trataba de una actividad de la que la conciencia formaba una parte esencial; pero también lo es que la noción de conciencia distaba mucho de suscitar un acuerdo unánime, y que eran numerosas las voces que, desde las filas del funcionalismo, se venían mostrando muy críticas con ella y con su supuesto modo de acceso, el método introspectivo. Ya en 1904 William James había puesto la cuestión sobre el tapete en un célebre artículo de provocativo título, «¿Existe la conciencia?», que desencadenó un debate que inundó las páginas de las revistas psicológicas de la primera década del siglo (James, 1904/1996). El propio James había cuestionado también, años antes, el uso de la introspección (James, 1884/1993), y las críticas al método introspectivo, así como las notables divergencias en el modo de entenderlo, no había dejado de aflorar y proliferar desde entonces (Wozniak, 1993a).

Para los funcionalistas más interesados en la psicología aplicada, en particular, los conceptos de conciencia e introspección no resultaban muy útiles, preocupados como estaban más bien por la predicción y el control de la conducta que Watson iba a incorporar también a su programa. Uno de los principales exponentes de ese costado aplicado del funcionalismo, James McKeen Cattell, había escrito significativamente a este respecto:

«(N)o estoy convencido de que la psicología deba limitarse al estudio de la conciencia como tal. [...] (L)a idea considerablemente extendida de que no hay psicología aparte de la introspección se refuta con el crudo argumento del hecho consumado. En mi opinión, la mayor parte del trabajo llevado a cabo por mí o por mi laboratorio es casi tan independiente de la introspección como el realizado en física o en zoología [...] No veo razón alguna por la que la aplicación del conocimiento sistematizado al control de la naturaleza humana no pueda lograr, a lo largo del presente siglo, resultados comparables a las aplicaciones de la ciencia física del siglo xix al mundo material» -(Cattell, 1904).

De este modo, la idea de que la psicología pudiera llegar a prescindir de la conciencia y de la introspección había ido haciéndose progresivamente más cercana y familiar a los funcionalistas durante los primeros años del siglo, y así lo reconocía explícitamente el propio Angell, que apuntaba la posibilidad de que el término «conciencia» terminara cayendo en desuso del mismo modo en que lo había hecho en el pasado el término «alma» (Angell, 1913).

Del funcionalismo, o, dicho con más precisión, del evolucionismo que el funcionalismo había adoptado como marco teórico, procedía asimismo otra de las ideas básicas del programa watsoniano, la de la continuidad psicológica entre el ser humano y el animal, que Darwin había explorado en su estudio sobre La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (Darwin, 1872/1984). En él Darwin defendía la continuidad evolutiva de las emociones desde sus formas más sencillas (animales) a las más complejas (humanas), un argumento que sirvió de legitimación e impulso al desarrollo de una tradición de investigación sobre el comportamiento animal originariamente centrada en la comparación de las capacidades psicológicas de las distintas especies. Nacida y cultivada en Inglaterra, como vimos, por figuras como G. Romanes y C. Lloyd Morgan, la psicología comparada arraigó pronto también en los Estados Unidos, donde encontró enseguida el respaldo de los psicólogos funcionalistas, que confiaban en encontrar en ella un sólido soporte empírico a su convicción de la utilidad de la conciencia para adaptarse al medio.

Las críticas al método anecdótico y al enfoque antropomórfico de que, según vimos, adolecía para algunos autores esta primera psicología comparada llevaron a muchos de ellos a intentar dotar a sus investigaciones con animales de lo que a su juicio era un mayor rigor tanto metodológico como teórico o conceptual. El uso de conceptos claramente mecanicistas como el de «tropismo» (puesto en circulación por J. Loeb en este campo), que pretendía hacer innecesaria la referencia a la conciencia para dar cuenta de los comportamientos animales; el esfuerzo creciente de algunos investigadores (como E. L. Thorndike o R. M.

Yerkes) por controlar experimentalmente las situaciones de observación de dichos comportamientos; la construcción de aparatos (como el laberinto de W. S. Small o las cajas-problema de E. L. Thorndike) diseñados con la intención de estandarizar las condiciones experimentales a costa de limitar las posibilidades de acción de los animales observados; el confinamiento de esas condiciones dentro de los límites del laboratorio...; todas ellas eran medidas que la psicología animal venía poniendo en práctica desde algún tiempo atrás. Watson, que había hecho sus primeras armas precisamente en el ámbito de la psicología animal, iba a dar a estas medidas un sentido claramente objetivista, y a renunciar así al uso de la problemática noción de conciencia tanto en la psicología animal como en la humana.

La obra de dos autores, E. L. Thorndike e I. P. Pavlov, ejerció una influencia particularmente decisiva en este sentido sobre el conductismo watsoniano. De Edward L. Thorndike (1874-1949) nos hemos ocupado ya con anterioridad, y no será necesario aquí sino recordar algunos de los rasgos más saliente de su enfoque: su asociacionismo (o, por decirlo mejor en sus términos, su «conexionismo», ya que de lo que Thorndike hablaba no era de la «asociación de ideas» sino de la conexión entre estímulos y respuestas, en una clara anticipación del programa conductista, como el propio Watson reconocía), su mecanicismo, su experimentalismo, su cuantitativismo... Su actitud objetivista, en fin, que le llevó a poner la conducta observable en primer plano y a utilizar para investigarla procedimientos susceptibles de ser replicados en las mismas condiciones por otros investigadores. Se trata, como puede apreciarse, de rasgos asimismo característicos de la psicología que Watson propugnaba. Con todo, las referencias de Thorndike a «estados de ánimo» de sus animales como la «satisfacción», el «malestar» o el «enfado» eran aún para Watson residuos de un subjetivismo mentalista que seguía pareciéndole inaceptable.

La obra del fisiólogo ruso Iván P. Pavlov (1849-1936) representa una vuelta de tuerca adicional en la dirección hacia el objetivismo que Watson andaba reclamando. Pavlov, que se había distinguido por los trabajos sobre la digestión que le valieron el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1904, advirtió en el curso de sus investigaciones que la salivación de sus animales no tenía lugar sólo al contacto directo con la comida, sino que con frecuencia se producía anticipadamente, cuando los perros que utilizaba como sujetos experimentales simplemente veían el alimento u oían los pasos del experimentador al traérselo. Estas «secreciones psíquicas», como las llamó en un principio, no eran propiamente reflejas, ya que no eran suscitadas directamente por los estímulos que originariamente las provocaban (los alimentos) sino que respondían a otros (los pasos del experimentador) que quedaban de algún modo asociados a ellos en un proceso de aprendizaje (o «condicionamiento», como se lo llegó a conocer) a cuyo estudio habría de dedicar Pavlov todos sus esfuerzos a partir de entonces.

Pavlov denominó «incondicionado» al estímulo que de forma innata provocaba la respuesta glandular refleja investigada, que fue a su vez descrita como «incondicionada». Por otra parte, recibieron el nombre de «condicionados» tanto la respuesta producida ante un estímulo distinto del incondicionado en virtud de su asociación con él como el estímulo mismo a él asociado. Así, en un experimento típico, a la presentación de un estímulo neutro como el sonido de un metrónomo, incapaz por sí mismo de provocar salivación alguna, le seguía inmediatamente la de un estímulo incondicionado que sí pudiera provocarla naturalmente, como una cierta cantidad de polvo de carne. Tras emparejar varias veces ambos estímulos, el sonido y el alimento, podía observarse que el estímulo inicialmente neutro había adquirido la capacidad suscitadora del incondicionado, esto es, se había convertido en estímulo condicionado por su asociación con él: la sola presencia del sonido del metrónomo bastaba ahora para que el animal empezase a salivar.

La investigación sobre el condicionamiento llevada a cabo por Pavlov y sus colaboradores del Instituto de Medicina de San Petersburgo no se ciñó sólo a la de la formación de las respuestas condicionadas, sino que abordó también toda una serie de fenómenos relacionados (como la extinción, la generalización, la recuperación espontánea o la discriminación) que han pasado a formar parte del acervo psicológico de nuestros días. Los experimentos se caracterizaron además por incluir la adopción de escrupulosas medidas para neutralizar la influencia de variables extrañas a los experimentos mismos (como el aislamiento de las cabinas experimentales, construidas a prueba de sonidos, vibraciones, olores o cambios de temperatura), o la utilización de una sofisticada técnica de recogida de saliva, que fluía al exterior del animal a través de una cánula inserta en su mejilla y activaba al mismo tiempo un mecanismo capaz de registrar sobre la marcha el número de gotas producidas y el momento exacto de su aparición.

La obra de Pavlov se dio a conocer en los Estados Unidos en 1909 y despertó un gran interés entre los psicólogos norteamericanos (Logue, 1985; Yerkes y Morgulis, 1909). Watson, que vio en ella un modelo de objetividad y precisión en la línea de la ciencia de la conducta que él mismo defendía (esto es, de una conducta entendida exclusivamente en términos de la influencia de estímulos externos y sin referencia, por tanto, a ningún «mundo interior» subjetivo), adoptó el método del condicionamiento que Pavlov proponía para estudiarla, convirtiéndolo en pieza fundamental de su programa. Al impacto recibido de Pavlov vino a sumarse muy pronto el del también ruso Vladimir M. Bechterev (1857-1927), neurofisiólogo y psiquiatra autor de una Psicología objetiva (1907/1965) cuya traducción francesa leyó Watson nada más publicarse (en 1913). Frente a la atención prestada por Pavlov a las respuestas glandulares, Bechterev centró la suya más bien en las respuestas motoras, propugnando una concepción de la conducta humana que permitía entenderla como un conjunto de reflejos motores desde sus niveles inferiores hasta los superiores o de mayor complejidad como el pensamiento, que según él dependería de la actividad de los músculos del habla (como posteriormente iba a sostener asimismo Watson).

En suma, pues, más allá de la retórica de su manifiesto, las propuestas watsonianas eran menos revolucionarias de lo que con frecuencia se ha querido suponer. Acaso su mayor novedad residiera en el ardor propagandístico que Watson puso en defenderlas, incluso mucho tiempo después de retirado del mundo académico (no es casual que fuera la publicidad el campo elegido para su actividad profesional después de abandonar la universidad). Tal vez ello pueda explicar el escaso eco que tuvieron inicialmente, la tibieza y reservas con que fueron recibidas (Samelson, 1981). No hubo, pues, entre los coetáneos de Watson, la conversión masiva y repentina al conductismo que se ha sugerido a veces. Serían más bien psicólogos más jóvenes, de la generación siguiente, quienes llegaran a identificarse con el rótulo de «conductistas» y empezaran a adentrarse por el camino que Watson había desbrozado.

Lo hicieron, sin embargo, produciendo desde el principio versiones del conductismo notablemente distintas (Wozniak, 1997). Vamos a verlo en seguida.

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