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A partir de los años 40 del siglo pasado la biología evolucionista se unificó en torno a un punto de vista neodarwinista que recibió el nombre de teoría sintética de la evolución, síntesis evolutiva moderna u otros similares (Huxley, 1942), perfilada en obras de autores como Theodosius Dobzhansky (1937), Ernst Mayr (1942), George Gaylord Simpson (1944) o George Ledyard Stebbins (1950). Esta teoría sintetizó el concepto de selección natural y los hallazgos de la genética que desde principios del siglo iban ligados al redescubrimiento de las Leyes de Mendel y, más específicamente, a la formulación del concepto moderno de gen como unidad de transmisión de la herencia biológica. La imagen de la evolución resultante fue la de un proceso de variación de las poblaciones de organismos debida a mutaciones genéticas aleatorias y canalizada por las presiones selectivas del medio ambiente, de modo que las nuevas especies habrían surgido de manera gradual y normalmente por aislamiento geográfico de las poblaciones: los dos grupos aislados de una misma población se acaban convirtiendo en especies distintas debido a que dejan de cruzarse entre sí y la deriva genética —el cambio aleatorio en los genes— los transforma.

La teoría sintética de la evolución adoptó la concepción de la selección natural como criba medioambiental de rasgos fenotípicos: la evolución consiste sencillamente en que el medio selecciona a los individuos más aptos en función de sus características adaptativas y éstos, al sobrevivir, transmiten a sus descendientes los genes que portan, con las mutaciones correspondientes (en este caso beneficiosas). Aunque no la eliminó del todo (Huxley, 1942; Simpson, 1953), la teoría sintética de la evolución arrinconó la problemática ligada al papel del comportamiento en el proceso selectivo. En términos generales, lo psicológico quedaba fuera de la síntesis, algo que hizo sinergia con el hecho de que, aproximadamente en la misma época, la psicología dominante se centrara en la conducta aprendida y la ontogenia (el desarrollo individual) dejando las cuestiones filogenéticas (las relativas a la evolución, a la especie) y la cuestión del instinto (el comportamiento heredado) en manos de los biólogos o, a lo sumo, los etólogos —que originariamente eran zoólogos ocupados de estudiar el comportamiento—.

En cualquier caso, la evolución quedaba definida como «el ordenamiento por selección natural de la variación genética», según resume Ernst Mayr (1991/1992, p. 151). Ahora bien, neodarwinistas como el propio Mayr rechazaron, por simplista, la definición de la evolución como un mero »cambio de frecuencias génicas en las poblaciones» (Dobzhansky, Ayala, Stebbins, y Valentine, 1977, p. 10). Se trata de una concepción geneticista de la evolución (pues en última instancia lo reduce todo a los cambios genotípicos) que la sociobiología, presentada explícitamente como una «nueva síntesis», trasladó al comportamiento en la década de los 70 (Wilson, 1975/1980). Los sociobiólogos reducían toda la actividad del organismo a expresión de algo preformado genéticamente, y con ello proporcionaban nuevos argumentos a la tradición hereditarista.

En parte debido al malestar con la propensión geneticista del neodarwinismo y en parte por otras anomalías (por ejemplo, el cuestionamiento de que la evolución fuese gradual o la crítica al adaptacionismo, esto es, a la tendencia a explicar cualquier rasgo de un organismo como rasgo seleccionado por haber sido adaptativo en el pasado filogenético), la teoría sintética de la evolución entró en crisis en torno a los años 70 (Eldredge, 1985; Gould, 1982; Ho y Saunders, 1984; Mayr, 1991/1992).

Uno de los aspectos de esta crisis tenía que ver con la posibilidad de que la definición de los rasgos adaptativos fuese circular: los rasgos adaptativos son los que selecciona el medio, pero no hay otra manera de definir un rasgo adaptativo si no es por el hecho de que ha sido seleccionado.

Dicho de otro modo: un rasgo es adaptativo porque es adaptativo; el medio lo selecciona porque lo selecciona. Nada de lo que hace el animal —o sea, su comportamiento— es pertinente para entender el proceso selectivo. Sin embargo, sin la lucha por la vida (en sentido darwinista) es incomprensible la selección natural, y la lucha por la vida difícilmente puede estar prevista en los genes (Lewontin, 1998/2000; Mayr, 1991/1992; Maynard-Smith, 1986/1987).

Ya en los años 60 habían empezado a proliferar las discusiones respecto a la relación entre evolución y comportamiento (Lewontin, 1982; Lorenz, 1966; Mayr, 1963; Waddington, 1960; Plotkin y Olding-Smee, 1979). Una de las ideas en liza era que el comportamiento debe desempeñar funciones evolutivas porque de hecho las desempeña en la adaptación, salvo que caigamos en la antedicha definición circular del proceso de selección natural.

De acuerdo con algunos autores, la actividad de los animales define o contribuye a definir sus nichos ecológicos, es decir, sus ambientes, de modo que, según la expresión de Ernst Mayr (1982), el comportamiento funciona como el «marcapasos» de la evolución.

Ciertas perspectivas contemporáneas pretenden superar el neodarwinismo sin renunciar a sus hallazgos más sólidos. Así, pretenden ofrecer marcos teóricos que incorporen la actividad de los organismos como un factor a tener en cuenta, aunque la concepción de la misma es tan diversa o más que la existente en el seno de la propia psicología (Sánchez y Loredo, 2007). En algunas de esas perspectivas se aprecia una sensibilidad sistémica cuyo origen histórico es la teoría de sistemas desarrollada por el filósofo y biólogo austríaco Ludwig von Bertalanffy (1968/1976), quien pretendía elaborar una biología no reduccionista ni mecanicista que concibiera al organismo como un sistema abierto al intercambio con el medio a través de interacciones complejas a varios niveles.

El enfoque «evo-devo», de evolutionary developmental [biology] (biología evolucionista del desarrollo), representa una sensibilidad multidisciplinar que emergió en la década de los 80 y ha eclosionado hace alrededor de diez años (García, 2005; West-Eberhard, 2003). Se nutre especialmente de la epigenética, esto es, el estudio de los procesos que modulan la actividad de los genes durante la ontogenia del organismo.

Converge con algunos enfoques de la psicología evolutiva, en concreto con la teoría de los sistemas de desarrollo (Oyama, 2000, 2008). Esta teoría cuestiona la dicotomía herencia-ambiente y, a la hora de estudiar la ontogénesis, pone el énfasis en la interacción entre los niveles molecular, celular, orgánico, ecológico, social y ambiental.

Este tipo de enfoques da pie a la incorporación de la actividad de los organismos en la biología evolucionista considerándola como un nivel de análisis más que interviene en la ontogenia, si bien el comportamiento no se teoriza, en general, de forma específicamente psicológica, sino en términos de lo que los organismos hacen en su medio de acuerdo con el desarrollo de su propio sistema nervioso en interacción con dicho medio. Ahora bien, puesto que el desarrollo del organismo ya no se entiende como algo que deriva de un material genético fijo que se relaciona con un medio físico dado, pierde sentido la idea de una base genética a partir de la cual puedan emerger características psicológicas a través de la maduración del sistema nervioso. Dado que se piensa más bien en términos de procesos ambientales dinámicos y niveles diferentes de procesos fisiológicos —incluyendo algunos que atañen a la plasticidad del sistema nervioso—, la ontogénesis del organismo se considera como un fenómeno multinivel en el cual interactúan el entorno (entendido como escenario de aprendizajes específicos) y disposiciones o recursos del organismo (abierto al aprendizaje). Los genes se limitan a mediar en dicha formación como un elemento más (Gibbs, 2004a, 2004b; Jablonka y Lamb, 1995; Moore, 2009; Nijhout, 2002; ver asimismo Maynard-Smith, 1998/2000).

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