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Con el progresivo redescubrimiento de las fuentes clásicas, se difundieron las ideas del antiguo humanismo griego, promoviendo una nueva concepción del ser humano y del mundo que intentaba dejar atrás el teocentrismo medieval. En este momento, además, la Reforma Protestante iniciada por Martin Lutero (1483-1546) en Alemania, que denunciaba la degeneración de la institución eclesiástica. Se producía con él la división confesional del Sacro Imperio Romano Germánico, que abría la puerta a un pluralismo religioso hasta entonces insólito.

En la línea de la filosofía greco-latina como terapia para la salvación individual, el conocimiento del alma humana se convierte a partir del Renacimiento en un tema central, si bien en estos momentos, en el marco de una sociedad cristiana, su objetivo fundamental es alejarnos de nuestra naturaleza pecaminosa. Todo teólogo debía dominar las discusiones más eruditas sobre el alma, sobre los cinco sentidos externos, sobre el saber y la voluntad (Gantet, 2008). En ese sentido, Philipp Melanchthon (1497-1560), discípulo de Lutero, otorgó en su reconstrucción de las universidades protestantes centroeuropeas un lugar primordial a las artes prácticas para el manejo del alma, como por ejemplo la «retórica».

Es precisamente en este contexto, en la última década del siglo XVI, cuando empieza a aparecer en algunos textos de la escolástica protestante el término «psicología», como una traducción helenizante de lo que se venía llamando «ciencia del alma» (psiqué + logos). Ahora bien, lejos de apuntar al nacimiento de una nueva disciplina, el estudio del alma se sigue dando en diferentes ámbitos: la física, donde se estudiaba la parte del alma ligada al cuerpo, es decir, a los sentidos (más o menos lo que hoy llamaríamos fisiología); la llamada pneumatología, dedicada al estudio de los espíritus (el alma inmortal); y la filosofía moral (ética y política), centrada en el escrutinio del alma racional, compuesta de entendimiento y voluntad así como de una conciencia moral, juez interno ante el que responden aquellos actos de la voluntad que no pasan por el entendimiento (los afectos) (Gantet, 2008).

Por otro lado, con la disolución de la antigua comunidad cristiana jerárquica (articulada a través de unidades políticas como el Sacro Imperio Romano Germánico) en numerosos Estados, cada uno de los cuales se entiende como una asociación (societas) de individuos, empezarán a aparecer diferentes teorías del contrato social, jurídicas, éticas y políticas, que tratarán de explicar la unión entre esos individuos que ahora se consideran como originalmente aislados (teorías como las de Hobbes o Locke a lo largo del siglo XVII y Rousseau en el XVIII) (Dumont, 1985). La noción de individuo independiente y autónomo, base de la sociedad moderna, se encuentra en pleno despegue, aunque tampoco aquí se pueda hablar aún de esa conciencia psicológica propia de la modernidad ligada al concepto de mente como espacio de la subjetividad. Según Roger Smith (1997), lo que marcará el paso a la modernidad, más que la dignificación del ser humano en sí misma, propia del Renacimiento, será la concepción del alma humana como instrumento de conocimiento, resultado de una confianza en las capacidades humanas. En ese proceso, obras como las de Francis Bacon (1561-1626), Johannes Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (15641642) resultarán fundamentales a la hora de hacer valer dichas capacidades a través de la experiencia, el razonamiento y la experimentación en la construcción del conocimiento. El desarrollo científico de los siglos XVI y XVII comportará así una preocupación creciente por un método que garantice la fiabilidad del conocimiento.

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