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La psicología criminal y penitenciaria ha alcanzado tal nivel de reconocimiento legal en España que se ha plasmado en la inclusión de la figura y competencias propias del psicólogo jurídico en diferentes leyes (ej. Ley Orgánica 1/1979, de 26 de septiembre, General Penitenciaria; Ley 35/95, de 11 de diciembre, de Ayudas y Asistencia a las Víctimas de Delitos Violentos y contra la Libertad Sexual; Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores, o Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género).

En todas estas leyes se encomienda al psicólogo jurídico el tratamiento penitenciario, el tratamiento de menores de reforma, la evaluación forense, la evaluación de riesgo, la prevención del delito y de recaídas o el tratamiento de las víctimas. En relación con el tratamiento de los penados adultos, el Reglamento Penitenciario (Real Decreto 190/1996, de 9 de febrero, por el que se aprueba el Reglamento Penitenciario, Boletín Oficial del Estado [BOE] de 15 de febrero) establece, en el artículo 110, que la Institución Penitenciaria «utilizará los programas y las técnicas de carácter psicosocial que vayan orientadas a mejorar las capacidades de los internos y a abordar aquellas problemáticas específicas que puedan haber influido en su comportamiento delictivo anterior». Por lo que se refiere a los menores de reforma, la Ley 5/2000 solicita al equipo psicosocial la prescripción de programas socioeducativos para la resocialización del menor. En suma, los programas y las técnicas de intervención encomendados son de tipo psicosocial, y se basan en un entrenamiento educativo.

Dichas demandas se sustentan en que la psicología y, más concretamente, la psicología jurídica, concretó un corpus teórico y unos programas de intervención altamente eficientes.

La explicación de los comportamientos antisociales, delictivos, violentos o criminales, términos que se han tomado como cuasi sinónimos, ha sido un lugar común de investigación científica a lo largo del tiempo. Si bien se ha intentado explicar el comportamiento desviado desde multitud de perspectivas (legal, criminológica, sociológica, psicológica o médica), tres han sido las grandes líneas arguméntales sobre las cuales pivotaron todas las teorías.

La primera, en la cual se encuentran las teorías biologicistas, sociológicas y psicológicas, se dirige a la etiología. Así, las teorías biológicas proponen que hay que buscar el origen en elementos biológicos que provocan psicopatología o deficiencia mental (Rhee y Waldman, 2009). Aunque en algunos casos la delincuencia tiene su origen en la enfermedad, asumir de modo general que los delincuentes son enfermos implica que la responsabilidad es exógena, lo que entorpece el tratamiento y facilita la recaída (ej. Werner, 1989; Peterson y Leigh, 1990; Maruna y Copes, 2005) ya que inhibe la responsabilidad en el cambio de comportamientos futuros (Bovens, 1998) y dificulta una adecuada orientación y resolución de los problemas, esto es, en las funciones ejecutivas (Chang y D'Zurilla, 1996). Las teorías sociológicas, como la socialización delictiva o la subsocialización agresiva (Quay, 1993), apuntan hacia causas estructurales, como el origen de la delincuencia. Sin embargo, en muchos casos, estas no se hallan tras la delincuencia al mismo tiempo que la intervención resultante no se ha mostrado efectiva. Finalmente, las teorías puramente psicológicas engloban los factores personales, cognitivos y de la autodefinición (ej. Akhtar y Bradley, 1991).

Una segunda línea, también generada desde la órbita psicológica, establece como origen un estancamiento en el desarrollo. Dentro de esta se han propuesto los modelos de desarrollo, principalmente, de tres tipos. Están, en primer lugar, los modelos del desarrollo sociomoral (ej. Loevinger, 1976; Kohlberg, 1984), que asumen como causa de la adquisición del comportamiento antisocial y delictivo una interrupción del desarrollo. Se encuentran luego los modelos dirigidos a variables del desarrollo evolutivo (ej. de inicio en la infancia, en la adolescencia, como el de Lahey, Waldman y McBumett, 1999) y, finalmente, los modelos centrados en las trayectorias de desarrollo de la conducta delictiva (ej. de curso persistente, ocasional, como los de Maughan, Pickles, Rowe, Costello y Angold, 2000, y Fontaine, Carbonneau, Vitaro, Barker yTremblay, 2009).

La tercera, orientada a la prevención e intervención, compendia las variables o factores de riesgo, esto es, facilitadoras de comportamiento antisocial y delictivo, y de protección, es decir, inhibidores del comportamiento antisocial y delictivo. Los modelos de riesgo han identificado, entre las variables que actúan como facilitadoras del comportamiento criminal (Farrington, 1996; Andrews y Bonta, 2006), los factores prenatales y perinatales, la hiperactividad e impulsividad, la inteligencia baja y pocos conocimientos, ciertos tipos de supervisión, disciplina y actitudes parentales, los hogares rotos, la criminalidad parental, las familias de gran tamaño, la privación socioeconómica, ciertos tipos de influencias de los iguales, escolares y de la comunidad y, por último, las va­riables contextúales (ej. género, edad y estatus socioeconómico). Inicialmente se aceptó que la relación entre estos factores y el comportamiento desviado era lineal, por lo que sería suficiente tomar como factor protector el polo opuesto de este, que se había detectado como de riesgo, y viceversa. En consecuencia, los factores protectores serían los antagonistas de los factores de riesgo y los de riesgo serían los antagonistas de los protectores.

Sin embargo, la premisa anterior no siempre es correcta. Así, la baja inteligencia se relaciona con el comportamiento antisocial, pero de ello no se puede inferir directamente que una inteligencia normalizada o alta proteja frente a dicho comportamiento. En caso contrario, no se registrarían tan altas tasas de delincuencia económica de cuello blanco ni de corrupción política (Bartol y Bartol, 2011). Para salir al paso de esta dificultad, Lósel y Bender (2003) propusieron una lista de diez factores de protección.

Los factores de riesgo se combinan de forma aditiva o acumulativa y producen los modelos de vulnerabilidad o de incompetencia social (ej. Ross y Fabiano, 1985; Wemer, 1986 y Zubin, 1989; McGuire, 2000) y los factores de protección se combinan para generar los modelos de competencia (entre otros, Lósel, Kolip, y Bender, 1992; Wallston, 1992). Por competencia se entiende generalmente la capacidad para usar los recursos ambientales y personales para alcanzar un desarrollo adecuado (Waters y Sroufe, 1983). Por lo que se refiere a las teorías del estancamiento en el desarrollo, también son compatibles con la incompetencia/vulnerabilidad, pues el estancamiento implica la interrupción del desarrollo de capacidades o destrezas adaptativas. Ahora bien, no existe una única taxonomía de las capacidades o destrezas cuya carencia se relaciona con la delincuencia.

Semrud-Clikeman (2007) advierte que el listado de competencias críticas varía de un contexto a otro (p. ej., trastornos de conducta y agresividad) y entre los períodos de desarrollo (ej. infancia, adolescencia y adultez). En la misma línea, Fagan y Fantuzzo (1999) hallaron que las definiciones y formalizaciones de la competencia social varían de un contexto a otro. En resumen, las destrezas y capacidades críticas para prevenir la delincuencia se han de concretar en función del contexto de medida y del período evolutivo.

Aun así, la enumeración podría ser ilimitada, por lo que se han de resumir las fundamentales.

Considérese el ejemplo de la adolescencia (es decir, mayores de 13 años), que es el período más crítico para la adquisición de comportamientos antisociales y delictivos. La bibliografía, tanto de evaluación como de intervención, ha identificado como elementos fundamentales ciertas destrezas y capacidades críticas para prevenir la delincuencia en la adolescencia: por un lado, las destrezas sociocognitivas y, por el otro, las influencias sociales procedentes de fuentes diversas.

Sin embargo, cuando se tiene en cuenta a los agresores y a los maltratadores, surge una tipología totalmente distinta de manera que los elementos de protección fundamentales identificados en la bibliografía de orden sociocognitivo incluyen la asunción de responsabilidad, las habilidades de comunicación y de resolución de conflictos, la autoestima o el control de los celos (Peluch, 1987; Holtzworth Munroe, Bates, Smutzler, y Sandin, 1997; Gondolf, 2000; Gordon y Moriarty, 2003; Arce y Fariña, 2010; Expósito y Ruiz, 2010; Lila et al., 2010).

Comportamiento antisocial y delictivo

En 1974, el sociólogo Robert Martinson acuñó, tras un metaanálisis de los programas de intervención con delincuentes (ej. supervisión intensiva, psicoterapia, terapia de grupo, entrenamiento vocacional, aproximaciones educativas e intervenciones médicas), la doctrina del nothing works (nada funciona) en la rehabilitación del delincuente.

Este constructo surge como una crítica a los modelos de intervención criminológicos, terapéuticos y únicamente educativos que, según planteó Martinson, se mostraban carentes de eficacia.

En la actualidad, el avance en el conocimiento generado desde los modelos de vulnerabilidad/competencia ha originado programas de intervención cognitivos, conductuales e integrados, basados en una aproximación multimodal, esto es, cognitiva (ej. cambio actitudinal o entrenamiento en pensamiento) y comportamental (ej. ensayo conductual) ya que se entiende que los dos modos de actúación son complementarios. Frente a los fracasados modelos terapéuticos, los modelos de la competencia social se centran en el entrenamiento de las habilidades necesarias para la correcta adaptación social. Los resultados de los metaanálisis más recientes muestran que los tratamientos psicológicos (conductuales, cognitivos y cognitivo-conductuales) son efectivos, tanto en la reducción de la tasa de reincidencia, como en la prevención del delito, y, más en concreto, que el cognitivo-conductual es el de mayor eficacia (Lipsey y Wilson, 1998; Redondo, Sánchez-Meca y Garrido, 1999, 2002; Beelmann y Lósel, 2006; Garrido, Farrington y Welsh, 2006; Garrido, Morales y Sánchez-Meca, 2006).

Es difícil cuantificar de un modo exacto la ganancia con la intervención ya que esta está terciada por variables moderadoras, entre las cuales cabe destacar el tipo de población (menores frente a adultos), el tipo de delito (ej. agresiones sexuales, delitos contra las personas y robos), el entorno en que se aplica el tratamiento (ej. prisión, centro de reforma y comunidad). Sin embargo, se puede afirmar que dicha ganancia oscila en una horquilla que va desde, aproximadamente, el 10% hasta el 20% . A primera vista podría parecer pequeña, pero no lo es cuando se la considera desde la perspectiva adecuada. Así, si la probabilidad de reincidencia delictiva se situara en el 50% sin la aplicación de un tratamiento (realmente, las tasas de reincidencia superan el 50% ), el logro de una reducción, por término medio, del 15% sería del 30% de los potenciales reincidentes.

Tratamiento y prevención de los comportamientos antisociales y delictivos: programa de pensamiento prosocial

El Programa de Pensamiento Prosocial (PPS) es el más conocido y de uso más frecuente de los paquetes psicológicos de tratamiento y prevención de los comportamientos delictivos y antisociales (Ross y Fabiano, 1985; Ross y Ross, 1995), adaptado en España a diversos contextos por Vicente Garrido (Ross, Fabiano y Garrido, 1990; Garrido y López-Latorre, 1995).

Si bien ya se describió anteriormente que estos programas eran los más efectivos en la prevención y tratamiento de los comportamientos antisociales y delictivos, aun así estos programas psicológicos de intervención tienen un margen de mejora. Los modelos de vulnerabilidad/competencia presentan como único objeto de intervención a la persona individual y tienden a considerar que los factores sociocomunitarios en los cuales esta se desenvuelve son estáticos, o sea, que no son o no pueden ser objeto de intervención. Ahora bien, como ya se describió anteriormente, los factores sociocomunitarios también son fundamentales para la competencia social (ej. Pakaslahti et al., 1996,1998; Farrington, 1996; Huesmann y Guerra, 1997; Lósel y Bender, 2003; Andrews y Bonta, 2006; Fariña, Arce y Novo, 2008) al mismo tiempo que se puede intervenir sobre ellos eficazmente (Farrington, 2003). Esto llevó a Arce y Fariña (2007) a proponer que el tratamiento trascendiera el nivel individual y pasara a ser multinivel (familiar/grupo primario, de apoyo o de referencia, académico/laboral y sociocomunitario).

Otra limitación de los modelos de vulnerabilidad/com petencia es el hecho de que desestiman la intervención sobre los factores biológicos, que toman como estáticos, cuando los comportamientos antisociales y delictivos presentan comorbididad clínica (American Psychiatric Association, 2002; Goodwin y Hamilton, 2003; Sareen, Stein, Cox y Hassard, 2004; Arce, Fariña, Seijo, Novo y Vázquez, 2005; Marmorstein, 2007; Arce, Seijo, Fariña y Mohamed-M ohand, 2010). Sobre estos no solo se puede, sino que es necesario intervenir porque se relacionan con la adquisición y recaída en comportamientos antisociales y delictivos (ej. Andrews y Bonta, 2006; Redondo, Pérez, y Martínez, 2007).

Otra debilidad de los programas de tratamiento derivados del modelo de competencia social es, como puede apreciarse en el PPS, que la intervención que proponen es universal, es decir, se aplica sobre la base del paradigma de déficit aditivos/acumulativos (Lósel et al., 1992), el mismo tratamiento a todas las personas con independencia de sus necesidades específicas. Para superar esta aparente insuficiencia de los modelos, Arce y Fariña (1996) consideran que es preciso asumir que los comportamientos humanos, entre ellos el comportamiento antisocial y delictivo, no pueden explicarse desde un único modelo, sino que hay que identificar el modelo explicativo específico más adecuado para cada contexto y cada caso.

Como consecuencia, Arce y Fariña (1996) propusieron un cambio al paradigma de no modelo. En otras palabras, no se puede proceder con un modelo de tratamiento de competencia social único, sino que hay que ajustarlo a las necesidades específicas de cada caso. De este modo, habrá elementos comunes que justifiquen la aplicación de un paquete de intervención estándar, dirigido a grupos que manifiesten estos déficit comunes, pero también habrá elementos específicos que requieran un modelo específico y una intervención individualizada.

En resumen, la intervención basada en la competencia social, caracterizada por ser multimodal, individual y universal, se puede completar con una intervención multinivel, que abarque los factores biológicos y que sea ajustada a cada caso, es decir, que se trate de una intervención psicosocial.

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