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1. Introducción

Los trastornos del comportamiento perturbador son problemas de origen multicausal, donde el balance entre los factores de riesgo y los factores protectores determina la probabilidad de aparición y mantenimiento del cuadro psicopatológico. A este respecto, el tratamiento psicológico de los trastornos del comportamiento se diseñará en base a la evaluación diagnóstica realizada, incidiendo sobre los aspectos individuales, familiares y sociales del paciente, con el fin de eliminar la sintomatología manifiesta, disminuir la influencia que ejercen los factores de riesgo y potenciar los factores protectores que permitan una prevención primaria, en el caso de que el trastorno aún no se haya manifestado, y una prevención secundaria o terciaria para cuando el problema ya esté instaurado.

Pese al elevado número de técnicas desarrolladas para dar respuesta a los problemas del comportamiento perturbador en los últimos años, la mayoría de estas estrategias han tenido una eficacia muy limitada (Weisz y Kazdin, 2010). Los fracasos de la intervención podrían deberse a varios motivos, entre los que se incluyen:

  1. un entorno familiar y social problemático, donde resulta muy difícil un proceso adecuado de socialización del menor;
  2. muchos años de evolución del trastorno, sin haber realizado ningún tipo de intervención preventiva;
  3. desmotivación por parte del paciente (las consecuencias del trastorno las padecen la familia o el entorno; el paciente, al no sufrir, no tiene conciencia de enfermedad); y
  4. tratamientos que no se dirigen a los mecanismos causales implicados en el desarrollo de los trastornos del comportamiento (Mátthys y Lochman, 2010).

Según las recomendaciones realizadas por la American Academy Child and Adolescent Psychiatry (AACAP, 2007), la intervención terapéutica de los trastornos del comportamiento perturbador debe contemplar los siguientes aspectos:

  1. La evaluación y las intervenciones serán más eficaces si se establece una buena relación terapéutica con los menores y con los padres por separado.
  2. Las intervenciones serán más eficaces si son multimodales y se diseñan en base a las deficiencias del caso, incluyendo intervenciones farmacológicas, conductuales, cognitivas, familiares y sociales.
  3. Los aspectos culturales deberán ser tenidos en cuenta, tanto en el diagnóstico como en la intervención.
  4. Se recomienda la combinación de las intervenciones individuales y grupales (modalidad psicoeducativa), con el fin de mejorar las relaciones interpersonales.
  5. Los trastornos del comportamiento representan una afectación crónica, por lo que se requiere un diseño de tratamiento prolongado y con un seguimiento a largo plazo.
  6. Los pacientes con trastornos del comportamiento perturbador suelen tener alteraciones psicopatológicas comórbidas, por lo que se hará necesario la intervención paralela sobre estos trastornos.

2. Tratamientos centrados en el menor

2.1. Terapia cognitivo-conductual

Actualmente, la mayor parte de los tratamientos que se utilizan en el ámbito de los trastornos del comportamiento perturbador se basan en el modelo cognitivo-conductual, que postula que estos trastornos psicológicos son el resultado de la interacción de las siguientes vaiiables:

  1. el contexto interpersonal y medioambiental;
  2. la fisiología de la persona;
  3. el funcionamiento emocional;
  4. la conducta; y
  5. la cognición (Bermúdez y Buela-Casal, 2004; Matthys y Lochman, 2010).

En la revisión realizada por Lochman y Pardini (2008) se concluye que este tipo de intervención es el que resulta más eficaz para reducir los comportamientos impulsivos y las conductas agresivas de estos pacientes.

Cuando hablamos de terapia cognitivo-conductual hacemos alusión al conjunto de técnicas psicológicas que persiguen los objetivos de eliminar o disminuir las conductas antisociales, incrementar aquellas que resultan prosociales y enseñar una serie de estrategias que favorezcan los procesos cognitivos, conductuales y las habilidades de solución de problemas interpersonales que subyacen a la conducta social. A continuación se describen el conjunto de técnicas cognitivo-conductuales que más se han utilizado en el tratamiento de este tipo de trastornos, clasificándolas dentro de las categorías de: técnicas conductuales, técnicas cognitivas y otras intervenciones.

2.1.1. Técnicas conductuales

El modelo de modificación de conducta postula que las conductas antisociales que manifiestan los menores han sido aprendidas por condicionamiento y, por lo tanto, son susceptibles de ser reeducadas mediante nuevas experiencias de aprendizaje. Desde esta perspectiva, los principales métodos de intervención perseguirán la reorganización de las contingencias de reforzamiento.

Es decir, por un lado, la disminución o supresión de las conductas antisociales mediante la aplicación de castigos y, por otro lado, el incremento de los comportamientos considerados prosociales, utilizando para tal fin la aplicación de refuerzos o incentivos. En la práctica clínica resulta imprescindible la utilización de ambos procedimientos conjuntamente, así como su combinación con la estrategia de modelado o aprendizaje vicario (Lochman y Pardini, 2008). Dos de las estrategias más utilizadas en la reorganización de las contingencias de reforzamiento en este ámbito han sido los programas de economía de fichas y los contratos conductuales.

La economía de fichas suele emplearse con niños pequeños y consiste en la entrega de reforzadores generalizados, que en forma de fichas, de cartulinas de colores o de puntos, son dados al menor de manera contingente a su conducta prosocial. Más tarde, esas fichas pueden ser canjeadas por reforzadores materiales, de actividad u otros reforzadores generalizados apetecibles para él. Resulta adecuado combinar esta técnica con el coste de respuesta (pérdida de algunas de las fichas previamente ganadas), aplicable en el caso de que se presenten algunas de las conductas antisociales.

El contrato conductual suele utilizarse con adolescentes y consiste en la redacción de un documento escrito en el que se especifican con todo lujo de detalles las conductas que el menor está dispuesto a realizar y las consecuencias que obtendrá tanto de su cumplimiento como de su incumplimiento. Este procedimiento implica un intercambio de contingencias entre los firmantes del contrato, en el sentido de que ambas partes se comprometen a realizar una serie de comportamientos a cambio de una serie de contingencias.

Aunque este tipo de intervenciones van dirigidas al menor, la aplicación de las mismas debe realizarse por los adultos que rodean al niño. Uno de los principales problemas de la utilización de estas técnicas es que requieren de un elevado control de las conductas del menor y de los reforzadores, por lo que resulta más eficaz su implantación en régimen de internado. En el caso de que estas estrategias fuesen utilizadas a nivel ambulatorio, se hace necesaria la colaboración y el entrenamiento de la familia.

2.1.2. Técnicas cognitivas

Las terapias cognitivas postulan que muchas de las conductas que presentan los menores con trastorno del comportamiento perturbador no sólo serían explicadas por los factores ambientales, sino que también estarían determinadas por la forma en la que los sujetos perciben e interpretan las situaciones en las que se ven involucrados (Bermúdez y Buela-Casal, 2004). Las técnicas cognitivas más estudiadas y utilizadas en el ámbito de los trastornos del comportamiento perturbador, aunque lamentablemente con resultados limitados, han sido: la reestructuración cognitiva, el entrenamiento en autoinstrucciones, el entrenamiento en autocontrol y el entrenamiento en solución de problemas.

Aunque este tipo de intervenciones resultan muy prometedoras, algunos autores han señalado que la magnitud del cambio terapéutico alcanzada con los problemas del comportamiento perturbador es limitada (Bermúdez y Buela-Casal, 2004). En este sentido, se ha observado que muchos de los menores que reciben este tipo de tratamientos no consiguen un funcionamiento normalizado, y continúan presentando problemas de conducta tras la intervención.

Reestructuración cognitiva

La reestructuración cognitiva persigue el doble objetivo de, por un lado, desmantelar las falsas creencias o las distorsiones cognitivas que presenta el menor y, por otro, dotarle de una serie de herramientas de pensamiento que le permitan cambiarlas por otras ideas o pensamientos más realistas y adaptativos.

En términos generales, la reestructuración cognitiva se realiza en tres fases: 1) fase educativa, en la que se explica el modelo de terapia cognitiva; 2) entrenamiento en auto-observación y posterior registro de las falsas creencias o las distorsiones cognitivas; y 3) discusión y búsqueda de pensamientos alternativos.

La utilización de la reestructuración cognitiva en este ámbito de intervención, presenta una serie de limitaciones o problemas en la práctica clínica que merece la pena comentar. El primero de ellos hace referencia al tipo de población a la que va dirigida la intervención. En este sentido, los pacientes con trastornos del comportamiento perturbador suelen presentar déficit cognitivos y académicos que les dificultan notablemente la comprensión y el aprendizaje de este tipo de estrategias. Asimismo, la falta de conciencia de enfermedad y la ausencia de sufrimiento generan como consecuencia una desmotivación en el paciente que resulta muy difícil de solventar por parte del terapeuta. El segundo de los problemas, muy relacionado con el anterior, se refiere a la edad de los pacientes, en el sentido de que, a menor edad más difícil resulta la aplicación de las estrategias cognitivas.

A pesar de las limitaciones, consideramos que la reestructuración cognitiva puede resultar efectiva si se utiliza con pacientes adolescentes que tengan una buena relación terapéutica y que hayan modificado la idea de que «ellos no tienen ningún problema». En el apartado de aplicaciones prácticas veremos más detenidamente cómo utilizar esta estrategia.

Entrenamiento en autoinstrucciones

Mediante este procedimiento, desarrollado por Meichembaum y Goodman (1971), se pretende enseñar al menor una serie de instrucciones verbales que le permitan guiar su conducta, poniendo el foco de atención en la tarea que está realizando. Para enseñar esta estrategia, el terapeuta utiliza los procedimientos de modelado y moldeamiento. En un primer momento, el terapeuta muestra al menor cómo realizar una determinada tarea dándose instrucciones a sí mismo en voz alta. Posteriormente, es el niño el que realiza dicha tarea guiándose de las instrucciones dadas por el terapeuta. Seguidamente, el niño realiza por sí mismo la tarea a la vez que va diciendo las instrucciones en voz alta. El último paso consiste en ejecutar la tarea mediante las instrucciones dadas a través del habla internalizada. El objetivo último de este procedimiento es conseguir que el menor genere pensamientos, verbalizaciones o instrucciones positivas que le permitan afrontar una situación problemática de una forma más adaptativa y prosocial.

El entrenamiento en autoinstrucciones se realiza en las cuatro fases siguientes:

  1. Preparación para la tarea o situación: en esta primera fase el muchacho debe evaluar las demandas de la situación y planificar las acciones que le ayudarán a ejercer un mayor control (p.ej.: «¿qué tengo que hacer?», «voy a pensar en un plan»).
  2. Confrontación: una vez está inmerso en la situación conflictiva, el menor generará autoinstrucciones que le ayuden a controlar sus emociones y reacciones (p.ej.: «lo estoy haciendo bien», «esto es lo que tengo que hacer para que se solucione»).
  3. Afrontamiento de la activación emocional: en los momentos de mayor activación emocional, el paciente utiliza instrucciones dirigidas a controlar las emociones que puedan resultar contraproducentes (p.ej.: «voy a tranquilizarme», «respiraré profundamente para poder controlarme»).
  4. Autorreforzamiento: una vez finalizada la situación, el menor se dice frases que refuercen el afrontamiento realizado, tanto si ha tenido éxito (ej. «lo he hecho bien») como si no (ej. «la próxima vez pondré más atención y lo haré más tranquilo»).

No obstante, antes de iniciar el entrenamiento en autoinstrucciones debemos conocer detenidamente cuáles son los pensamientos o verbalizaciones que frecuentemente utiliza el menor con problemas de comportamiento perturbador para hacer frente a las situaciones problemáticas, ya que esto nos permitirá sustituir aquellas que interfieren en el afrontamiento por otras más positivas y eficaces (Bermúdez y Buela-Casal, 2004).

Esta técnica ha demostrado ser eficaz para disminuir el síntoma de impulsividad característico de los problemas del comportamiento perturbador, y ha fomentado el desarrollo de programas de intervención más amplios, como el desarrollado por Camp y Bash (1998) o el de Gargallo (1997), y que describiremos más detenidamente en el próximo apartado.

Entrenamiento en autocontrol

El entrenamiento en autocontrol pretende enseñar a los pacientes a ser sus propios terapeutas mediante el diseño de autointervenciones que les permitan modificar los antecedentes y consecuentes que mantienen las conductas problema y alcanzar metas a corto, medio y largo plazo (Díaz-García, Comeche y Vallejo-Pareja, 1996).

Las fases de las que consta el entrenamiento en autocontrol son (Bermúdez y Buela-Casal, 2004):

  1. Autoobservación, en la que se enseña al niño a observar y a registrar su propia conducta, haciendo uso de auto-registros adaptados a su edad (diferenciando entre conductas prosociales y disocíales).
  2. Establecimiento de objetivos realistas, en esta fase se describen de manera operativa, junto con el niño, las conductas que se esperan conseguir y que resultan incompatibles con las que se desean modificar.
  3. Una vez que los objetivos están definidos y el niño entiende perfectamente las conductas que tiene que realizar, se le entrena, de forma específica, en las técnicas de autocontrol, que se dividen en técnicas de control estimular (realización de contratos conductuales en los que se definen las consecuencias del comportamiento adecuado e inadecuado, autoobservación de las conductas, entrenamiento en técnicas concretas que favorezcan el afrontamiento de situaciones problemáticas, como, por ejemplo, «técnica de la tortuga» o «relajación» y planificación de situaciones controladas que posibiliten al niño la puesta en práctica de las estrategias aprendidas) y técnicas de programación conductual (autorrefuerzo y autocastigo, lo que ofrece la oportunidad al niño de valorar y reforzar su propia conducta).
  4. Cuando el niño ya conoce el procedimiento de autocontrol, se diseñan situaciones que favorezcan la generalización de lo aprendido en contextos reales.
  5. Revisión, con el terapeuta, de las situaciones reales en las que se han aplicado las técnicas.

Un ejemplo en español de este tipo de programas lo encontramos en el «PEMPA (Para, Escucha, Mira, Piensa y Actúa). Programa para el desarrollo de la reflexividad y el autocontrol» (Bomas, Servera y Galván, 2002). Es un programa estructurado de 36 sesiones, dirigido a niños de educación infantil y primaria (desde los 4 años), que puede ser aplicado en formato individual o grupal y cuyo principal objetivo es el de reducir el comportamiento impulsivo, sustituyéndolo por la reflexión sistemática antes de tomar decisiones. Entre los contenidos más destacables del programa está la planificación de la acción, que consta de las siguientes fases:

  1. auto-instrucciones,
  2. autoobservación,
  3. autoevaluación continua,
  4. autoevaluación final y
  5. autoreforzamiento.

Entrenamiento en solución de problemas

El entrenamiento en solución de problemas es un procedimiento cognitivo que pretende enseñar a los menores un método sistemático de solución de problemas. Con esta técnica se persiguen, asimismo, dos objetivos complementarios. Por un lado, desde una perspectiva puramente terapéutica, proporcionar al paciente un instrumento con el que hacer frente al déficit en la habilidad de resolver conflictos y, por otro lado, tiene una finalidad preventiva, en el sentido de que sirve para fomentar las habilidades incompatibles con las problemáticas. En este sentido, Spivack y Shure (1982) identificaron las habilidades de solución de problemas interpersonales que subyacen a la conducta social, entre las que se incluyen:

  1. pensar en soluciones alternativas;
  2. pensar en medios para fines;
  3. pensar en consecuencias;
  4. pensar en las posibles causas; y
  5. sensibilidad para los problemas interpersonales.

En términos generales, los menores con trastornos del comportamiento perturbador tienden a pensar en menos soluciones alternativas, a centrarse más en los objetivos que en los pasos intermedios para conseguir tales fines, a plantearse menos consecuencias de sus actos, a no reconocer las causas de la conducta y a ser menos sensibles a los conflictos interpersonales. Por este motivo, el entrenamiento en solución de problemas pretende enseñar a los menores con este tipo de trastornos un procedimiento que les permita definir claramente el problema y los objetivos que desean conseguir, elaborar las estrategias necesarias para conseguir dichos objetivos y delimitar los pasos intermedios para llevar a cabo sus planes de acción. En otras palabras, este procedimiento sirve para responder a las preguntas: ¿cuál es mi problema?, ¿qué quiero conseguir?, ¿cuál es mi plan? y ¿cómo lo haré? El procedimiento de solución de problemas desarrollado por D'Zurilla y Golfried (1971) consta de las siguientes cinco fases:

  1. Orientación general hacia el problema, cuyos objetivos son enseñar al menor que los problemas forman parte de la vida de la persona, que reconozca los problemas cuando aparezcan y que no responda de forma impulsiva ante ellos.
  2. Seguidamente se le enseña al menor a definir y a formular sus problemas de forma operativa, para lo cual se le pide que conteste a las siguientes preguntas «¿qué cosas me salen mal?», «¿en qué consiste el problema?», «¿qué sucede antes y después?», «¿en qué situaciones me ocurre?», «¿qué consecuencias tiene mi comportamiento?».
  3. Después, con cada uno de los problemas planteados, se le solicita que piense y anote todas las posibles soluciones que se le ocurran para cada uno de los problemas, sin valorar por el momento si son buenas o malas.
  4. Una vez hecho el listado, se enseña al niño a contestar a la pregunta «¿qué consecuencias buenas y malas tendrá la puesta en marcha de cada una de las alternativas que he pensado?», cuyo objetivo es el de fomentar en el menor una actitud reflexiva.
  5. Por último, se instruye al niño en la planificación y puesta en práctica de la solución adoptada («¿qué necesito para conseguirlo?»), y a verificar y evaluar el resultado final..

Un ejemplo de programa de intervención estructurado para el entrenamiento en solución de problemas interpersonales es el desarrollado por García y Magaz en 1997. El programa «ESCEPI (Enseñanza de Soluciones Cognüivas para Evitar Problemas Interpersonales)» va dirigido a niños de entre 4 y 10 años y su principal objetivo terapéutico es el de enseñar a los menores (en formato individual o grupal) habilidades sociales y educación en valores para la convivencia, que les permitan resolver problemas interpersonales. A lo largo de las 31 unidades didácticas, desarrolladas en forma de juegos grupales, se enseña a los niños a: identificar situaciones de interacción social que constituyen un problema, definir de manera concreta los problemas, generar un amplio repertorio de alternativas, anticipar múltiples y variadas consecuencias a corto y largo plazo (para sí mismos y para los demás), tomar decisiones y planificar la ejecución de una decisión.

2.1.3. Otras intervenciones centradas en el menor

Fortalecimiento de la autoestima

Una baja valoración de sí mismo por parte del menor puede constituir un factor de riesgo para el desarrollo de los trastornos del comportamiento perturbador. Hay un acuerdo generalizado entre los distintos autores en considerar que unos niveles elevados de autoestima facilitan una buena adaptación personal y social del niño, mientras que una valoración deficitaria se relaciona positiva y directamente con los problemas de conducta (Otero-López, 2001).

Desde esta perspectiva, consideramos oportuno incluir en el diseño de intervención una de las principales estrategias que contribuyen a fomentar en el menor una visión realista y positiva de sí mismo y de sus posibilidades, que no es otra que la aplicación del refuerzo positivo por parte de los adultos y por parte del propio niño, lo que redundará en una mejora de su autoestima y, como se verá más adelante, en una mejor adaptación sociofamiliar (Hill, 1992).

Entrenamiento en habilidades sociales

Otra de las estrategias de intervención que merece la pena considerar es el entrenamiento en habilidades sociales. Algunos de los factores de riesgo señalados anteriormente se refieren a aspectos como, familias conflictivas y carentes de estrategias de comunicación, dificultades para resistir a la presión social de los amigos y la falta de asertividad o de estrategias para comunicarse de manera eficaz.

El entrenamiento en habilidades sociales con este tipo de pacientes persigue un doble objetivo. Por un lado, fomentar el desarrollo de una comunicación fluida dentro del entorno familiar, y, por otro, dotar al menor de una serie de estrategias que le permitan establecer unos patrones de comunicación adecuados con los que favorecer las relaciones interpersonales y defender sus derechos de un modo asertivo.

En este mismo sentido, y con el objetivo de promover la competencia interpersonal, enseñando a los alumnos a relacionarse positiva y satisfactoriamente con otras personas, ya sean sus iguales o los adultos, Monjas (2006) desarrolló el «Programa de Enseñanza de Habilidades de Interacción Social (PEHIS)». El Programa consta de 30 habilidades sociales agrupadas en torno a 6 áreas:

  1. conductas de interacción,
  2. inicio, desarrollo y mantenimiento de relaciones positivas,
  3. inicio, desarrollo y mantenimiento de conversaciones,
  4. aumento de la asertividad,
  5. solución de problemas interpersonales y
  6. interacción social positiva con los adultos. Para su aplicación se utiliza un paquete de entrenamiento en el que se contemplan técnicas conductuales y cognitivas.

Para su puesta en práctica, existe un material específico que son las fichas de enseñanza para el colegio y las fichas de enseñanza para casa.

2.2. Tratamiento farmacológico

En general, se admite que no existen tratamientos únicos efectivos para los trastornos del comportamiento perturbador, y que la intervención farmacológica no constituye el tratamiento de primera elección (Kazdin, 2000). No obstante, aunque existe el consenso de considerar que la medicación por sí sola es insuficiente para producir una mejoría, sí resulta útil para intervenciones en crisis, tratamientos a corto plazo y / o dirigidos a trastornos comórbidos (Matthys y Lochman, 2010). A continuación se revisan brevemente los tratamientos farmacológicos más frecuentemente utilizados para el tratamiento de los trastornos del comportamiento perturbador.

2.2.1. Metilfenidato

Uno de los fármacos que mejores resultados ha demostrado en el tratamiento de los trastornos de conducta es el metilfenidato, cuyos dos nombres comerciales son «Rubifen» y «Concerta». En un meta-análisis de 28 estudios realizado por Connor y cois. (2002) se concluye que los pacientes que recibieron metilfenidato para el tratamiento de los trastornos del comportamiento perturbador asociados al trastorno por déficit de atención con hiperactividad, obtuvieron efectos beneficiosos como consecuencia de la intervención farmacológica, y que dicho efecto era independiente de los efectos producidos sobre los síntomas nucleares del trastorno por déficit de atención con hiperactividad.

No obstante, algunos de los efectos secundarios que pueden presentarse como consecuencia del tratamiento son: ansiedad, cambios de humor, disminución del apetito, dolores de cabeza o molestias digestivas.

2.2.2. Atomoxetina

Cuando los psico-estimulantes no son eficaces o cuando los efectos secundarios son muy marcados (ej. tics, disminución notable del apetito o del sueño), la atomoxetina es el segundo fármaco de elección para el tratamiento de los trastornos del comportamiento perturbador, sobre todo si se asocia al trastorno del déficit de atención con hiperactividad (Newcorn y cois., 2005).

2.2.3. Antipsicóticos atípleos

Los antipsicóticos atípicos (risperidona, olanzapina, quetiapina, ziprasidona y clozapina), que tienen muchos menos efectos secundarios que los antipsicóticos típicos (como el haloperidol), constituyen unos de los tratamientos de elección para disminuir la sintomatología agresiva de los trastornos del comportamiento pertubador, debido a su actividad sobre los sistemas serotoninérgico y dopaminérgico (Cifróme y Volavka, 1997).

La risperidona, cuyo nombre comercial es Risperdal, ha sido la más utilizada para los trastornos del comportamiento en niños y adolescentes, obteniéndose resultados favorables con respecto a las conductas agresivas, control de la impulsividad, habilidades sociales, trastornos del humor, hipersensibilidad e insight (Simeón y cois., 2002; Haas, Karcher y Pandina, 2008). Como efectos secundarios cabe destacar, entre otros, un marcado aumento de peso, sedación transitoria y síntomas extrapiramidales.

Aunque se ha demostrado que los antipsicóticos atípicos son eficaces para el tratamiento de los trastornos de conducta, los efectos perniciosos que a largo plazo pudieran producirse en el cerebro, hacen sugerir que este tipo de intervenciones deben utilizarse por un período de tiempo muy limitado (Andersen y cois., 2002)

2.2.4. Litio

El litio ha sido utilizado durante muchos años en la clínica psiquiátrica infanto-juvenil para el tratamiento de las conductas agresivas e impulsivas, con resultados contradictorios. Estas contradicciones, así como el hecho de precisar una constante supervisión y monitorización y la presencia de una elevada toxicidad, ha hecho que caiga notablemente su uso (Searight, Rottnek y Abby, 2001). Los principales efectos secundarios relacionados con la utilización del litio son; náuseas, diarrea, acné, molestias abdominales, sedación, temblor y aumento de peso.

3. Tratamientos centrados en la familia

En el apartado de factores de riesgo hacíamos referencia a una serie de aspectos relacionados con la familia que deben ser tenidos en cuenta a la hora de planificar una intervención psicológica. La importancia de solicitar la colaboración de los padres en el tratamiento de los trastornos del comportamiento perturbador viene determinada por el hecho de que gran parte de las conductas disruptivas que presentan los menores suele manifestarse en el hogar y, por otra parte, se hace necesario un control estimular en aquellos sitios donde el niño pasa la mayor parte de su tiempo, es decir, en casa y en el colegio.

No obstante, no es extraño encontrarse en consulta con situaciones familiares desestructuradas y disfuncionales que, más que beneficiar, pueden fomentar la manifestación de comportamientos disocíales, en cuyo caso resulta muy difícil el entrenamiento o adiestramiento de los padres, recomendándose que se desestime su utilización (AACAP, 2007).

Algunas investigaciones han constatado que las pautas de educación basadas en la aplicación de castigos severos, así como la utilización de un estilo educativo permisivo, en el que los padres se muestran sumisos y sin ejercer su autoridad, incrementa la probabilidad de aparición de trastornos del comportamiento perturbador (Kazdin, 2005). En base a esto, parece obvio pensar en la necesidad de entrenar a los padres en una serie de estrategias que les permita modificar las interacciones que tienen con sus hijos, promover la conducta prosocial y disminuir las conductas desviadas o inadaptadas. En este sentido, los programas de intervención dirigidos a los padres persiguen los objetivos de enseñar un estilo educativo basado en la utilización coherente y consistente de refuerzos y castigos, establecer una serie de reglas que permitan al menor controlar su comportamiento y favorecer una adecuada interacción y comunicación entre padres e hijos.

El modelo propuesto por Hill (1992) nos ayuda a entender las razones por las cuales se repiten con tanta frecuencia las situaciones conflictivas en las familias que tienen algún miembro con trastorno del comportamiento perturbador. Este autor alude a la existencia de un círculo vicioso en la relación que se establece entre la familia y el menor, explicando que, ante una situación de problemas de comportamiento, los padres suelen reaccionar con críticas y descalificaciones (amenazas, castigos desproporcionados, insultos o agresividad física), que conducen, como consecuencia, a un detrimento en la autoestima del niño. En estas circunstancias, el menor suele reaccionar intentando definir su propia identidad a través de la oposición, generando con ello nuevas situaciones problemáticas que conducen a más críticas y descalificaciones por parte de los padres, cerrándose de este modo el círculo vicioso. En este sentido, Hill considera que uno de los principales objetivos de la intervención con los padres debe ser el de romper ese círculo.

Dos de los programas de escuela de padres que mayor eficacia han demostrado y que, además, están en español son:

  1. «Programa de entrenamiento de padres. Mirando hacia adelante paso a paso» (Barkley y Benton, 2002) y
  2. «Programa EDUCA. Escuela de padres. Educación positiva para enseñar a tus hijos» (DíazSibaja, Comeche y Díaz, 2009).

Si bien es cierto que en la mayoría de las ocasiones el foco de intervención es el menor, nos podemos encontrar con situaciones en las que el objeto de tratamiento es el cuadro psicopatológico de alguno de los padres o la relación marital entre ellos. Stein y cois. (2008) han constatado que la presencia de psicopatología en alguno de los padres supone una importante barrera para el tratamiento ambulatorio de los menores con trastornos del comportamiento perturbador. En estos casos se recomienda la intervención individual y en paralelo del cuadro psicopatológico detectado en los padres.

4. Tratamientos basados en la comunidad

Los tratamientos basados en la comunidad parten del concepto de que la intervención ha de realizarse en la comunidad y que el entorno habitual del menor puede estructurarse de tal modo que favorezca y apoye la conducta prosocial. En este sentido, los programas de tratamiento desarrollados en base a este modelo consisten en la realización de actividades y / o talleres, en los que se favorece la influencia de los compañeros prosociales sobre los antisociales mediante el establecimiento de grupos de trabajo heterogéneos.

Feldman y cois. (1983) desarrollaron un programa de tratamiento a gran escala de los trastornos del comportamiento perturbador, basado en el modelo de intervención en la comunidad, en el que los jóvenes asistían y realizaban una serie de actividades grupales, como deportes, teatro, actividades artísticas, colectas y debates, durante un año, con una media de 22 sesiones. Estos autores constataron que los jóvenes con problemas de conducta que mayores beneficios obtuvieron con este tipo de intervención fueron los que formaron parte de un grupo heterogéneo, guiado por monitores expertos y en los que las actividades suponían un medio en el que aplicar una serie de estrategias de modificación de conducta.

Aunque este modelo ha demostrado su utilidad para el tratamiento de los trastornos del comportamiento perturbador, no queda claro si este tipo de intervenciones pueden ser utilizadas con menores con conductas antisociales extremadamente graves. En los casos más extremos se hace necesario contar con otros recursos socio-sanitarios, cuya base de intervención será el ingreso en centros de hospitalización psiquiátrica, centros específicos o centros de reforma. Los resultados sobre la eficacia de los ingresos institucionales son contradictorios, y en algunos casos han resultado ser contraproducentes, no obstante, habrá ocasiones en las que la única manera de garantizar la seguridad del entorno del menor será mediante el ingreso involuntario de éste.

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