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No existen actualmente modelos explicativos específicos de la depresión infantil y adolescente, sino que la mayoría de las propuestas teóricas se limitan a extender las teorías ofrecidas para explicar la depresión adulta y a identificar una serie de factores de riesgo, ligados teóricamente a dichas teorías, que supuestamente interactúan entre sí. Estos factores de riesgo se refieren tanto a variables psicológicas y biológicas de los menores como a características ambientales, todas las cuales muestran una relación empírica significativa con la depresión. Por tanto, aunque las causas de la depresión son complejas y pueden variar de un menor a otro, hoy se conocen ciertos factores biológicos, ambientales y psicológicos que incrementan la probabilidad de que un niño o adolescente desarrolle una depresión y se sospecha que, en general, las causas de la depresión incluyen una combinación de todos ellos. A continuación, repasaremos brevemente esos factores mencionando las teorías psicológicas de la depresión de las que proceden y que son más relevantes para el tratamiento psicológico de la depresión infantil y adolescente.

Para algunos investigadores y profesionales la mayoría de las depresiones se producen por desequilibrios en los niveles cerebrales de ciertos neurotransmisores (las sustancias químicas que transmiten información de una neurona a otra), especialmente por una reducción en los niveles de serotonina, norepinefrina y dopamina. No obstante, esta explicación no resuelve del todo la cuestión del origen de la depresión ya que plantea a su vez la pregunta de cuál es la causa de esos desarreglos bioquímicos. La investigación ha demostrado que estos desarreglos pueden ocurrir en respuesta a factores ambientales como los acontecimientos estresantes, especialmente los acontecimientos que supongan la pérdida de algo que el menor considera importante. Por ejemplo, la pérdida de unos de los padres por muerte o separación, la muerte de un abuelo, el cambio de colegio, el fracaso escolar, el rechazo social, las malas notas o una enfermedad grave pueden precipitar un episodio depresivo en un menor.

Sin embargo, todos los niños y adolescentes, tarde o temprano, se ven sometidos a alguno de estos acontecimientos y, aun así, sólo un porcentaje muy pequeño de ellos desarrollan una depresión.

Una posibilidad es que ciertos niños y adolescentes hayan heredado una predisposición biológica a un mal funcionamiento de los mecanismos de regulación de los neurotransmisores que hace que sea más fácil que cualquier acontecimiento estresante, por leve que sea, desencadene desequilibrios en los niveles de serotonina, norepinefrina o dopamina. De hecho, se ha estimado que los niños de padres con depresión tienen aproximadamente tres veces más probabilidad de desarrollar un episodio depresivo a lo largo de su vida que los niños de padres sin depresión (Lieb, Isensee, Hofler, Pfister y Wittchen, 2002), y está bien documentado el papel de los genes en la transmisión familiar de la depresión (Merikangas y cols., 2002). Sin embargo, no todos los menores que tienen la predisposición genética para la depresión la padecen y ésta también puede afectar a niños y adolescentes que no tienen una historia familiar de depresión.

Por otro lado, la transmisión familiar de la depresión puede estar relacionada con mecanismos ambientales, no sólo genéticos, uno de los cuales podría ser la calidad de los cuidados parentales que reciben los niños, ya que una abundante literatura empírica ha demostrado, en primer lugar, que tanto la depresión de las madres como de los padres influyen de manera negativa en las relaciones paternofiliales al estar asociadas, por ejemplo, a una mayor hostilidad hacia el niño, una menor sensibilidad a sus necesidades o un mayor número de interacciones negativas con el menor (véanse los metaanálisis de Lovejoy, Graczyk, O'Hare y Neuman, 2000; Wilson y Durbin, 2010), y, en segundo lugar, que la calidad de las prácticas de crianza de los padres, especialmente la existencia de hostilidad por parte de los padres hacia sus hijos, está relacionada con la presencia de depresión en niños y adolescentes (véase el metaanálisis de McLeod, Weisz y Wood, 2007).

En este sentido, otra posibilidad para explicar las diferencias individuales en la depresión infantil y adolescente es que ciertos menores tengan una predisposición o vulnerabilidad psicológica a la depresión que habrían adquirido a lo largo de su vida por el tipo de cuidado parental, educación, ambiente social, aprendizajes y circunstancias vitales que habrían experimentado. Esta vulnerabilidad psicológica facilitaría que esos niños y adolescentes sufran más acontecimientos estresantes, y que su impacto sea más adverso y duradero. Entre los factores psicológicos de vulnerabilidad identificados destacan las actitudes disfuncionales (dentro del marco de la teoría cognitiva de la depresión de Beck, 1987; Beck y cols., 1983), el estilo atribucional negativo (en el contexto de la teoría reformulada de la indefensión aprendida de Abramson, Seligman y Teasdale, 1978, y de la teoría de la desesperanza de Abramson, Metalsky y Alloy 1989), los déficits en habilidades sociales y en habilidades de solución de problemas (en el marco de la teoría conductual de la depresión de Lewinsohn, 1974, y de la cognitivo-conductual de Lewinsohn, Hoberman, Teri y Hautzinger, 1985), y los déficits en las conductas de autocontrol (según el modelo de autocontrol de la depresión de Rehm, 1977).

Las actitudes disfuncionales (o creencias irracionales) son creencias que establecen condiciones poco realistas, inflexibles e inadecuadas para determinar la propia valía (ej. «si no hago las cosas siempre bien seré un inútil y mis padres y mis amigos no me querrán», «si alguna vez disgustas a un amigo no puedes ser feliz»). Las actitudes disfuncionales favorecen la aparición de la depresión porque es muy fácil que los acontecimientos normales de la vida diaria obstaculicen los intentos del menor por cumplir tales condiciones (todos los niños cometen alguna vez fallos y siempre hay algún amiguito a quien, con razón o sin razón, no caen bien), de forma que estas actitudes facilitan que tales acontecimientos cotidianos se vivan como estresantes y que conduzcan a lo que se conoce como tríada cognitiva depresiva: pensamientos negativos y distorsionados sobre uno mismo, el mundo y el futuro («soy un inútil», «los niños de clase no quieren ser mis amigos y se ríen de mí» y «nunca tendré amigos») o, lo que es lo mismo, a una baja autoestima, indefensión y pesimismo, lo que a su vez provocará el resto de síntomas depresivos. Diversos estudios han demostrado que las actitudes disfuncionales, bien solas o en interacción con los acontecimientos vitales estresantes, predicen la depresión en niños y adolescentes (Jacobs, Reinecke, Gollan y Kane, 2008).

Igualmente, la tendencia a pensar que la causa de todos los acontecimientos negativos que les ocurren está en ellos mismos, que esa causa afectará a todo lo que hagan y que no cambiará (estilo atribucional depresivo; ej. «me han suspendido en «mates» por mi culpa, porque soy un torpe y todo me sale mal y nunca podré aprobar nada»), facilita que, cuando tales acontecimientos suceden, provoquen desesperanza e indefensión y, por ende, depresión. Al menos 21 estudios ofrecen apoyo empírico a los efectos predictivos del estilo atribucional depresivo como elemento de vulnerabilidad cognitiva a la presencia futura de síntomas depresivos en niños y adolescentes, siendo más consistente los datos en el caso de estos últimos que en el caso de los niños (Jacobs y cols., 2008).

Finalmente, un déficit en el repertorio de conductas que los niños y adolescentes necesitan para relacionarse eficazmente con los demás y para resolver problemas (habilidades sociales y de solución de problemas) o para autocontrolar su comportamiento (conductas de autoobservación, autoevaluación y autorreforzamiento), favorece que el menor no sea capaz de afrontar, resolver y adaptarse a los cambios negativos que implican los acontecimientos estresantes y que, por tanto, el estrés perdure, se intensifique, y que se desencadene una depresión incluso ante un estrés inicialmente muy leve. Por ejemplo, la falta de habilidades sociales podría conducir a un niño o adolescente que se hubiera cambiado recientemente de colegio a situaciones de rechazo social o de aislamiento social en su nuevo colegio y, por consiguiente, a un incremento de las experiencias negativas (ej. burlas, críticas) y a un descenso o ausencia de reforzadores positivos sociales (ej. falta de comunicación) y, finalmente, a la depresión.

En este sentido, numerosas investigaciones han demostrado que los niños y adolescentes deprimidos presentan un déficit de habilidades sociales y, de hecho, dicho déficit es uno de los mejores predictores de la aparición posterior de depresión (Kupersmidt y Patterson, 1991). Por otro lado, si ese niño o adolescente muestra una tendencia (1) a prestar mayor atención a los sucesos negativos que a los positivos y a las consecuencias inmediatas de la conducta que a las consecuencias a largo plazo (déficit en las conductas de autoobservación), (2) a tener criterios muy rigurosos o muy altos de autoevaluación así como un estilo atribucional depresivo (déficit en las conductas de autoevaluación) y, como consecuencia de estos déficits, tiene una tendencia a (3) administrarse recompensas insuficientes o castigos excesivos (déficit en las conductas de autorreforzamiento), es mucho más probable que ese niño o adolescente sufra una depresión. Varios estudios empíricos han constatado la existencia en los niños deprimidos de esos tres tipos de déficit en las conductas de autocontrol (ej. Kaslow, Rehm, Pollack y Siegel, 1988).

En resumen, hoy se cree que ciertas características específicas (factores de vulnerabilidad o diátesis) de algunos niños y adolescentes les hacen más propensos a una depresión tras la aparición de acontecimientos ambientales estresantes, bien crónicos o bien puntuales. Por ejemplo, aunque se encuentran tasas más altas de depresión entre los niños y adolescentes con enfermedades crónicas como cáncer o diabetes, no todos los menores que padecen dichas enfermedades llegan a sufrir un trastorno depresivo.

A su vez, la vulnerabilidad frente a determinados acontecimientos ambientales variaría según la edad. Los niños entre Oyó años se verían más afectados por acontecimientos que tienen lugar en el seno familiar y que están relacionados directa o indirectamente con el apego. Así, la investigación empírica ha constatado de forma repetida que las condiciones negativas de la familia están asociadas de forma importante a la depresión infantil (véase la revisión de del Barrio, 2007).

Entre estas condiciones cabe destacar: la depresión de los padres; las malas relaciones matrimoniales; las malas relaciones entre padres e hijos, especialmente las derivadas de un apego o vínculo afectivo adulto-niño mal establecido o roto por abandono, muerte o institucionalización, y las derivadas de actitudes coercitivas por parte de los padres que impiden a los niños desarrollar su propia autonomía y que establecen metas inalcanzables para los hijos en función de expectativas poco realistas; las malas relaciones entre los hermanos; la existencia de normas inadecuadas de crianza, y la ruptura familiar bien por divorcio o por fallecimiento de algún miembro de la familia. Por su parte, los niños entre 7 y 12 años empezarían a verse afectados también por acontecimientos extrafamiliares como, por ejemplo, acontecimientos relacionados con el rendimiento escolar (ej. fracaso escolar, malas notas), la interacción con compañeros (ej. aislamiento social, rechazo, cambio de colegio) o la competencia en deportes y juegos. Por ejemplo, investigaciones realizadas en España han descubierto que el fracaso escolar o las malas notas es uno de los acontecimientos estresantes más frecuentes entre los niños españoles y se encuentra asociado de forma significativa con la aparición de sintomatología depresiva (Moreno, del Barrio y Mestre, 1995,1996).

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