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Cuando se habla coloquialmente de depresión (ej. «mi hijo está deprimido», «estoy depre»), se alude con el mismo término a cuatro conceptos diferentes, pero relacionados. Por un lado, a la tristeza normal. De hecho, el sentirse triste, apenado o abatido es una de las condiciones de malestar psicológico más frecuentes en los seres humanos, y los niños y adolescentes no son ajenos a este sentimiento normal. Sin embargo, estos estados de ánimo bajo tan frecuentes en cualquier niño, adolescente o adulto deben diferenciarse de la depresión como síntoma, como síndrome y como trastorno. La depresión como síntoma se refiere a una tristeza de carácter patológico, para lo cual hay que valorar la frecuencia, intensidad y duración de la misma. La tristeza normal se convierte en síntoma cuando aparece con mucha frecuencia y durante mucho tiempo, por ejemplo, casi cada día y durante la mayor parte del día, y cuando es tan intensa que, por ejemplo, el niño o adolescente llora de forma exagerada, desconsolada, incontrolable y afligida por casi cualquier cosa. Esta tristeza patológica o estado de ánimo deprimido está presente en la mayor parte de los trastornos psicopatológicos y en otras condiciones médicas.

Por otro lado, la depresión también hace referencia a un síndrome, es decir, a un conjunto de síntomas relacionados que aparecen y desaparecen conjuntamente y que suele estar formado por los síntomas de tristeza, irritabilidad, pérdida de interés, fatiga, sentimientos de inutilidad y culpabilidad, enlentecimiento psicomotor, insomnio, ideas de suicidio, falta de apetito, pérdida de peso y dificultad para concentrarse. Un síndrome que también encontramos en los niños y adolescentes, en muchas ocasiones acompañando a otros trastornos mentales (ej. trastorno obsesivo-compulsivo, trastorno de ansiedad por separación) o a enfermedades médicas (ej. cáncer).

De nuevo, es importante recordar que con frecuencia los niños y adolescentes se sienten tristes, desganados, irritables, cansados, culpables o inapetentes, pero que es preciso diferenciar la aparición conjunta de estos comportamientos normales de la presencia de un síndrome de depresión. Así, por ejemplo, hay que diferenciar un estado normal de falta de motivación y quejas de aburrimiento ante la realización de ciertas actividades, del síntoma depresivo de desinterés persistente y generalizado por todo tipo de actividades; diferenciar las pocas ganas de comer y la tendencia a eternizar las comidas, de la pérdida pronunciada de apetito que constituye un síntoma depresivo; o diferenciar el típico cansancio producto de las largas jornadas escolares y extraescolares, de la fatiga continua depresiva.

Para diferenciar lo que podría considerarse «normal» de aquello que consideraríamos «síntoma» de depresión hay que valorar, tal y como se comentaba antes, la frecuencia, intensidad y duración de estos comportamientos. Las quejas de cansancio se convierten en síntomas depresivos cuando, por ejemplo, aparecen todos los días, independientemente de si ese día el niño ha tenido colegio y actividades extraescolares o si es fiesta y se ha quedado descansando en casa, o cuando dichas quejas se refieren, por ejemplo, a que cualquier actividad cotidiana como lavarse y vestirse resultan agotadoras, requieren un gran esfuerzo y llevan el doble de tiempo de lo normal en ese niño. En relación con este último ejemplo, precisamente la valoración de los comportamientos respecto a los niveles previos y al funcionamiento habitual del niño o adolescente, es otro aspecto clave para la detección de los síntomas depresivos infantiles.

Así, por ejemplo, no mostrar deseo de jugar al escondite con los compañeros de clase no puede considerarse un síntoma de desinterés cuando anteriormente el niño tampoco mostraba ninguna preferencia por esta actividad. Además, otro elemento muy importante que puede ayudar a detectar la presencia de síntomas depresivos y distinguirlos de comportamientos más o menos normales y pasajeros, es el grado de interferencia que producen los supuestos síntomas en la vida diaria del niño o adolescente. En la medida en que, por ejemplo, la tristeza, la irritabilidad, el desinterés, los sentimientos de inutilidad y la fatiga interfieran con la actividad escolar o social del menor, es probable que nos encontremos ante un síndrome depresivo.

Finalmente, el término depresión alude también a un trastorno, es decir a un síndrome depresivo para el cual se han especificado ciertos parámetros de duración (ej. los síntomas aparecen durante un período mínimo de dos semanas), gravedad (ej. el síndrome incluye al menos cinco síntomas y éstos provocan un malestar clínicamente significativo), curso o historia natural (ej. los síntomas representan un cambio respecto a la actividad previa) y disfuncionalidad (ej. los síntomas provocan deterioro social, escolar), y, además, se han descartado algunas posibles causas (ej. enfermedades médicas, ingestión de medicamentos o drogas, duelo, esquizofrenia).

Actualmente, la opinión más consensuada es que la fenomenología básica de los trastornos depresivos es siempre la misma en cualquier edad, pero que ésta modifica la frecuencia de algunos síntomas y la expresividad sintomatológica de la mayoría. Por ejemplo, en los niños más pequeños son más frecuentes los síntomas psicofisiológicos y motores, mientras que en los niños más mayores y en la adolescencia son más frecuentes los síntomas cognitivos.

Igualmente, en los niños síntomas tales como las afecciones somáticas o el retraimiento social pueden ser particularmente frecuentes, mientras que síntomas como el enlentecimiento psicomotor o la hipersomnia son menos corrientes que en la adolescencia o en la edad adulta.

En consecuencia, en los niños y adolescentes se definen los mismos tipos de depresión que en los adultos y sólo se matizan ligeramente los criterios diagnósticos en función de la edad (ej. en el caso de los niños, la tristeza puede ser reemplazada por la irritabilidad y la duración de sintomatología depresiva en la distimia se rebaja de 2 años en los adultos a un año).

En concreto, según la clasificación diagnóstica de la Asociación Americana de Psiquiatría recogida en su Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales-Cuarta Edición (DSM-IV; APA, 1994), quizás la más utilizada e influyente en la actualidad, se suelen considerar dos tipos principales de trastornos depresivos: trastorno depresivo mayor y trastorno distímico, dos trastornos que también distingue la otra gran clasificación diagnóstica actual, la 10. a revisión de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-10) de la Organización Mundial de la Salud (WHO, 1992), y proponiendo prácticamente los mismos criterios para su diagnóstico que el DSM-IV.

Según el DSM-IV, el trastorno depresivo mayor (a veces denominado depresión unipolar) se caracteriza por la presencia la mayor parte del día, casi cada día, durante al menos dos semanas consecutivas, de estado de ánimo triste o irritable, o de pérdida del interés y de la capacidad para disfrutar de actividades que antes eran placenteras (añhedonia). Además, durante ese período el niño o adolescente también experimenta al menos otros cuatro síntomas de una lista de siete que incluye cambios de apetito o peso (o incapacidad para conseguir el peso apropiado para su edad), cambios en el patrón de sueño (insomnio o hipersomnia) y en la actividad psicomotora; falta de energía; sentimientos de infravaloración o culpa; dificultad para pensar, concentrarse o tomar decisiones, y pensamientos recurrentes de muerte o ideación, planes o intentos suicidas.

Cuando la aparición de estos síntomas no se ha producido por el efecto directo de una enfermedad médica o de la ingestión de medicamentos o drogas, o no se explica mejor por la muerte reciente de un ser querido, y cuando tales síntomas se experimentan con un intenso sufrimiento e interfieren con la capacidad para estudiar, jugar o salir con los amigos y, en general, con el funcionamiento cotidiano del menor, estamos ante la presencia de un trastorno depresivo mayor. No todos los niños y adolescentes con trastorno depresivo mayor padecen de todos los síntomas y con la misma duración. La gravedad de los síntomas varía en cada niño o adolescente y también puede variar con el tiempo. Algunos padecen de unos pocos síntomas, otros tienen muchos; algunos experimentan tales síntomas durante semanas, otros durante meses.

El trastorno distímico o distimia es un tipo de depresión menos grave, que incluye síntomas depresivos no tan incapacitantes como los del trastorno depresivo mayor, pero que, sin embargo, son muy prolongados, crónicos, e interfieren también en el funcionamiento y el bienestar del niño o adolescente.

En concreto, y siguiendo el DSM-IV (APA, 1994), la distima en los niños y adolescentes se caracteriza por la presencia durante un período mayor a un año de un estado de ánimo triste o irritable prácticamente a diario y la presencia adicional de al menos dos de los siguientes seis síntomas: baja autoestima, pesimismo o desesperanza, pérdida o aumento de apetito, cambios en el patrón de sueño, falta de energía o fatiga, y dificultad para concentrarse o tomar decisiones. Estos síntomas pueden variar en intensidad a lo largo de los años o incluso desaparecer durante períodos breves de tiempo que no suelen durar más de dos meses.

Además de las consideraciones ya realizadas para diferenciar lo que podrían considerarse comportamientos normales de aquellos que son síntomas depresivos, para detectar la presencia de un trastorno depresivo infantil o adolescente es importante recordar (1) que los síntomas clave de la depresión son la tristeza y la pérdida de interés en cosas que anteriormente el menor encontraba placenteras; (2) que la tristeza puede a veces no ser evidente y, en su lugar, pueden aparecer sentimientos de irritabilidad o enfado en forma de explosiones de genio ante sucesos triviales, insultos, peleas, y el derrumbarse por nimiedades; y (3) que los síntomas y su expresión varían con la edad. Así, por ejemplo, en los niños más pequeños son más frecuentes los síntomas psicofisiológicos y motores, mientras que en los niños más mayores y en la adolescencia son más frecuentes los síntomas cognitivos. En este sentido, la Tabla 1 puede dar una idea de las principales características de la depresión infantil según la edad de los menores.

Tabla 1. Variaciones sintomatológicas de la depresión infantil según la edad (las casillas en blanco significan ausencia de variaciones significativas; tomado con modificaciones de Méndez, 1998)

Síntoma depresivo Niños pequeños (menores de 6 años) Niños mayores (6-12 años) Adolescentes (13-18 años)
Estado de ánimo triste o irritable Irritabilidad (rabietas, conductas destructivas) y tristeza Tristeza Tristeza, variabilidad, irritabilidad (malhumor, ira y rebeldía)
Anhedonia Menos juego con amigos Aburrimiento Pasotismo
Cambios de apetito o peso Problemas con las comidas, pérdida de apetito, no ganancia de peso, pérdida de peso, engullir   Pérdida de apetito, ganancia lenta de peso, pérdida de peso, comer en exceso, obesidad
Cambios en el patrón de sueño Pesadillas, terrores nocturnos, resistencia a irse a la cama, insomnio intermedio   Insomnio, hipersomnia
Lentitud o agitación psicomotora Menos actividad física Hipomotilidad, agitación  
Fatiga o pérdida de energía     Cansancio, fatiga, falta de energía
Sentimientos de inutilidad o culpa "Tonto", preocupación por el castigo, preocupación por el fracaso Baja autoestima, autodesprecio, autoagresividad, autocrítica, sentimiento de culpa Preocupación por la imagen corporal, baja autoestima, autodesprecio
Concentración disminuida o indecisión   Problemas atencionales Menos pensamiento abstracto, indecisión
Pensamientos sobre la muerte, ideación y conductas de suicidio Autoagresiones en la cabeza, arañazos, tragarse objetos, mayor riesgo de lesiones Ideas, planes e intentos de suicidio Ideas, planes e intentos de suicidio; suicidios violentos

En conclusión, es casi seguro que todos los niños y adolescentes han estado alguna vez tristes en su vida y, es posible, que muchos de ellos hayan experimentado alguna vez un síntoma depresivo, pero es mucho más improbable que hayan sufrido un síndrome depresivo o un trastorno depresivo tal y como se definen clínicamente. No obstante, esto no quiere decir que los trastornos depresivos sean un problema insólito y sin importancia en la infancia y adolescencia. Todo lo contrario. Los estudios epidemiológicos indican que la depresión infantil y adolescente es un problema importante cuya magnitud ha ido aumentando en las últimas generaciones (Kessler, Avenevoli y Merikangas, 2001), aunque las cifras exactas de prevalencia varían mucho entre los estudios debido, en parte, a si éstos miden la depresión como síndrome (definido por la presencia de una puntuación alta en una escala o cuestionario de depresión) o como trastorno (basado en una entrevista diagnóstica), o a si usan una muestra incidental o una muestra representativa de la población estudiada.

Estudios recientes realizados con entrevistas diagnósticas estructuradas y con muestras representativas de la población general de niños y adolescentes del país correspondiente, sugieren que la prevalencia en el último año del trastorno depresivo mayor es aproximadamente del 3% (Canino y cols., 2004; Merikangas y cols., 2010a), y que estas cifras ascienden paulatinamente con la edad hasta alcanzar los porcentajes más altos en la adolescencia. Así, por ejemplo, entre los adolescentes de 12 a 18 años se ha encontrado que entre un 12% y un 18% han sufrido un trastorno depresivo mayor o u n trastorno distímico en algún momento de su vida (Essau, Conradt y Petermann, 2000; Merikangas y cols., 2010b). Además, a medida que se alcanza la adolescencia, la prevalencia de los trastornos depresivos empieza a ser más alta entre las chicas que entre los chicos, mientras que por debajo de los 12 años no existen prácticamente diferencias entre sexos.

Por otro lado, los trastornos depresivos infantiles no son problemas pasajeros que desaparecen con el tiempo. En la edad infantil, si no hay un tratamiento adecuado, la duración media de un trastorno distímico es de cuatro años, mientras que la de un episodio de depresión mayor es de siete a nueve meses (Birmaher y cols., 1996; Craighead, Curry y McMillan, 1994).

Es más, aunque aproximadamente el 90% de los episodios de depresión mayor remiten antes de que transcurran dos años desde su inicio, éstos tienden a recurrir. Así, por ejemplo, el 69% de los niños con trastorno depresivo mayor desarrollan antes de cinco años otro episodio depresivo mayor, siendo este porcentaje de 76% entre los niños que padecen un trastorno distímico, entre los cuales, además, el 69% experimentan posteriormente una doble depresión, es decir, la presencia simultánea de trastorno distímico y trastorno depresivo mayor (Craighead y cols., 1994; Kovacs y cols., 1994).

De hecho, entre el 40% y el 70% de los niños deprimidos presentan otro trastorno simultáneo, estimándose que el 20-50% tienen dos o más trastornos adicionales. Los trastornos adicionales más frecuentes que acompañan al trastorno depresivo mayor, amén del trastorno distímico, son los trastornos de ansiedad, los trastornos por déficit de atención y comportamiento perturbador, y los trastornos por consumo de sustancias (Kovacs, 1996). Curiosamente, en los niños, al contrario que en los adultos, la mayoría de los trastornos de ansiedad (normalmente trastornos de ansiedad generalizada, fobias y trastornos de ansiedad por separación) preceden al episodio depresivo (Kovacs, 1996).

Un dato significativo que indica la gravedad de los trastornos depresivos en la infancia y adolescencia es que la depresión es uno de los principales factores de riesgo del suicidio. Las investigaciones actuales estiman que el 72% de los menores deprimidos entre 7 y 17 años tienen ideas de suicidio, aunque sólo unos pocos llegan a realizarlo, fundamentalmente aquellos de mayor edad y que presentan niveles elevados de ira (Myers y cols., 1991). De hecho, el riesgo es mucho menor en los niños más pequeños que en los adolescentes.

Por ejemplo, en España, de acuerdo a los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE, 2011), durante el período 1995-2009 se suicidaron cada año un promedio de, aproximadamente, 79 niños y adolescentes, 59 de los cuales tenían entre 15 y 19 años, mientras que tan sólo 20 tenían menos de 15 años. Aunque suicidio no es sinónimo de depresión, la investigación sugiere que más de la mitad de los niños y adolescentes que se suicidan padecen un trastorno depresivo y, de hecho, se ha estimado que, en los adolescentes, el trastorno depresivo mayor multiplica por siete el riesgo de suicidio en los chicos y por veintitrés en las chicas (Pfeffer, 1995).

Pero la gravedad de los trastornos depresivos no sólo se limita a un mayor riesgo de suicidio. Si la depresión no es tratada a tiempo y de forma adecuada, ésta puede afectar al desarrollo de las habilidades sociales, emocionales, cognitivas e interpersonales del niño, y a los vínculos afectivos entre padres e hijos (Kovacs, 1996). De hecho, los niños y adolescentes que sufren un trastorno depresivo mayor también tienen un mayor riesgo de padecer enfermedades físicas y abuso de alcohol y drogas, de experimentar acontecimientos vitales negativos y embarazos tempranos no deseados, y de tener un peor rendimiento psicosocial, académico y laboral (Birmaher y cols., 1996; Kovacs, 1996).

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