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Las migraciones han sido constantes a lo largo de la historia del ser humano como consecuencia del hambre, las guerras, la persecución o el simple deseo de mejorar las condiciones de vida. En la actualidad la emigración es considerada como un derecho del ser humano que se manifiesta como fenómeno imparable vinculado a las importantes diferencias existentes entre las distintas regiones del mundo. El momento actual se corresponde con una segunda etapa del proceso de globalización mundial (era de la movilidad) que debería favorecer los cambios necesarios para disminuir esas desigualdades regionales. En valores relativos hoy día no hay muchas más migraciones que hace un siglo y si a principios del siglo XX aproximadamente el 3% de la población mundial había abandonado su lugar de origen, hoy existen unos 200 millones de migrantes internacionales, que representan un porcentaje similar. Lo que sí ha variado es la forma y la redistribución cuantitativa de las personas tanto de los países emisores como receptores.

En Europa, que tradicionalmente ha sido polo de emisión de emigrantes hacia el sistema americano, se produce tras la II Guerra Mundial un importante cambio que va desde la configuración del norte de Europa como polo de inmigración, hasta la transformación de los países mediterráneos como países receptores. En plena crisis económica y con elevadas tasas de paro, los países del sur de Europa se fueron transformando en países receptores de inmigrantes a lo largo de las décadas de los 80 y 90. Grecia, Italia, Portugal y España, de ser lugares de paso o salas de espera para la población inmigrante procedente del norte de África, se transformaron en el final del trayecto. Una serie de factores favorecieron el binomio atracción/expulsión entre los países de ambas orillas del Mediterráneo: presión demográfica, desempleo elevado, situación política, idealización de la vida en los países del norte, etc.

La realidad migratoria en el contexto español entronca con los procesos de cambio ocurridos en la década de los ochenta, en la que se inicia una nueva estructuración social, una mejora de la renta, de la formación y de las infraestructuras. Sin embargo, este progreso se simultaneó con la existencia de una economía sumergida, un paro estructural y un deficiente empleo asalariado lo que colocaba a un sector de la población en situación de precariedad. En este contexto de crecimiento económico desigual y contradictorio España invierte su flujo migratorio y, junto a un amplio número de inmigrantes social y laboralmente bien situados, empieza a surgir otro en situación de riesgo de exclusión social.

En la evolución reciente de la inmigración en España ha ido aumentando la intensidad del flujo y se han ampliando los países de procedencia. Durante el primer trimestre de 2010 había en España cerca de 5 millones de personas extranjeras con certificado de registro o permiso de residencia que procedían de más de 160 países (ver Gráfico 2). Cinco características deben destacarse en esta inmigración desde la perspectiva de la intervención comunitaria:

  1. su creciente feminización;
  2. la situación de irregularidad administrativa de una parte significativa del colectivo inmigrante;
  3. el importante cambio demográfico y social que ha supuesto en los barrios y municipios donde se han asentado: en bastantes de ellos conviven más de 50 nacionalidades y alcanzan hasta el 30% del total de residentes;
  4. la institucionalización de la inmigración como un hecho social, ya que se legitima como tal por las instancias oficiales, y se institucionaliza a través de políticas y programas (Cachón, 2003); y
  5. con la crisis económica actual, se produce un vuelco en la consideración social de los flujos migratorios, con un incremento del paro muy superior al de la población autóctona, y con la proliferación de medidas dirigidas a favorecer el retorno de los inmigrantes a sus países de origen

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