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Obligado a abandonar brusca y prematuramente la universidad en 1920, Watson no tuvo tiempo de crear una verdadera escuela. Sus seguidores inmediatos no fueron, pues, en sentido riguroso, discípulos suyos, y en muchos casos sus posiciones se alejaron considerablemente de las watsonianas. De este modo, el conductismo de los conductistas más tempranos, los que fueron dándose a conocer a lo largo de la década de 1920, distó mucho de constituir un movimiento compacto dotado de unidad teórica y se desplegó más bien en direcciones diversas no siempre compatibles entre sí.

Hasta ocho variedades diferentes ha distinguido R. Wozniak (1994) en el conductismo de estos primeros años. Entre todas ellas había, claro está, notables discrepancias en torno a algunas cuestiones fundamentales: la posibilidad de explicar la conducta enteramente en términos del funcionamiento del sistema nervioso, el papel concreto que en ello pudiera desempeñar el cerebro, la parte relativa que pudiera caber a los mecanismos innatos y adquiridos en la organización de la conducta, o la función asignada a los conceptos mentales en su teorización, eran algunas de ellas.

Pero había también considerables convergencias, un núcleo común de concordancias que tenían que ver, por lo pronto, con la necesidad de concebir la psicología como una ciencia de la conducta. Ello implicaba —o así lo entendían los primeros conductistas— renunciar a la idea de la causalidad inmaterial tradicionalmente vinculada a las nociones de alma y conciencia de la psicología filosófica y mentalista, así como comprometerse con una forma de hacer ciencia basada en la observación y la experimentación, con un marcado énfasis en lo públicamente observable.

Por lo que respecta a la conducta estudiada, había entre los primeros conductistas un amplio consenso en entenderla como una respuesta organizada de ajuste del organismo a la estimulación. Se asumía que esta estimulación podía provenir tanto del medio externo como del interior del propio organismo, por lo que la conducta tendía a considerarse como una función de ambos tipos de condiciones estimulares. Los mecanismos y formas fundamentales de respuesta, por su parte, se suponían idénticos en los seres humanos y en los animales, lo que con frecuencia llevaba a extrapolar los hallazgos de la conducta animal (interpretados por lo demás en términos muy simples) a la humana de manera no suficientemente crítica. Había además un acuerdo bastante generalizado en clasificar las respuestas en tres grandes categorías: instintivas o somático-hereditarias, habituales o somático-adquiridas (probablemente las más investigadas por este conductismo temprano) y emocionales o viscerales (hereditarias y adquiridas), todas ellas catalogadas a su vez como explícitas o implícitas en función de su accesibilidad a la observación directa. En cuanto a las categorías mentalistas, se tendía a redefinirlas en términos conductuales o a prescindir de ellas por completo (Wozniak, 1994 y 1997).

En suma, al calor de las propuestas de Watson y al amparo del progresivo descrédito de la introspección, el conductismo fue desarrollándose en múltiples direcciones y calando poco a poco en la conciencia la psicología norteamericana (en su conducta, habría que decir más bien, para ser fieles al espíritu que la inspiraba). Su renuncia a una psicología entendida como ciencia de la conciencia y su firme apuesta por hacer de la conducta su objeto de estudio pudo así allanar el camino de un «nuevo conductismo», más sofisticado teóricamente, que a comienzos de los años 30 pasaría a convertirse en la orientación psicológica dominante.

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