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Establecidas las líneas maestras de su el programa en 1913, Watson pasó a desarrollarlas en los años siguientes. El primer tratamiento extenso del enfoque conductista fue su libro La conducta: Introducción a la psicología comparada, que apareció tan sólo un año después del «manifiesto» y constituyó así el primer manual de que dispuso el nuevo conductismo (Watson, 1914/1993). Watson realizaba en él un notable esfuerzo de recopilación de los datos conductuales existentes en relación con el origen de los instintos, la formación de los hábitos y la función de los órganos sensoriales. Y, sobre todo, proporcionaba detalladas descripciones de los métodos y aparatos —para cuya construcción aportaba asimismo indicaciones precisas— utilizados por entonces para llevar a cabo estudios sobre el comportamiento animal. Ese era para algunos el principal mérito del libro, que, en todo caso, tenía la virtud de hacer visible la posibilidad de una psicología concebida y organizada enteramente en términos conductuales, a la par que hacía posible su difusión en el ámbito de la enseñanza universitaria (Wozniak, 1993b).

Ahora bien, el libro sobre La conducta no consiguió dejar definitivamente fijadas las posiciones de su autor sobre una porción de asuntos, entre otras cosas porque el propio Watson las modificó considerablemente poco tiempo después. En particular, la investigación que venía llevando a cabo con los reflejos condicionados desde 1914 (en colaboración con Karl Lashley) le condujo a desechar sus ideas iniciales sobre la posibilidad de que el medio afectase a la conducta a través de la trasmisión de caracteres adquiridos (una posición lamarquista que el creciente desarrollo de la genética había ido desacreditando) para asentar en él el convencimiento de que la mayor parte del comportamiento humano es aprendido. Un nuevo manual, La psicología desde el punto de vista de un conductista (Watson, 1919/1994), el primero en extender el análisis conductista a las funciones psicológicas humanas, iba a reflejar ya esas modificaciones.

«La psicología es aquella parte de la ciencia natural que toma como objeto la actividad y la conducta humanas», comenzaba su nuevo escrito (Watson, 1919/1994, p. 1). De acuerdo con el procedimiento habitual seguido por las ciencias naturales, Watson proponía someter a análisis los fenómenos conductuales a fin de hallar en ellos los elementos más simples en que pudieran descomponerse, para buscar luego las leyes de su composición en síntesis superiores. Llegaba así a los estímulos y las respuestas como las unidades últimas, los átomos comportamentales a partir de los cuales (y de sus combinaciones) esperaba poder llegar a explicar, predecir y controlar hasta las conductas más complejas.

De acuerdo con ello, en tanto que ciencia natural la psicología sólo podría admitir datos públicamente observables, datos obtenidos con métodos considerados objetivos. El método introspectivo, de carácter privado, no tenía cabida, pues, en el sistema de Watson, que iba a proponer sólo los siguientes como aceptables. Por lo pronto, la observación, base de todos los demás y susceptible de practicarse con o sin la ayuda de instrumentos. En segundo lugar, el método de los reflejos condicionados, consistente en emparejar estímulos distintos con el fin de obtener del organismo respuestas asociadas a estímulos diferentes de los que inicialmente las provocaban; Watson lo iba a emplear particularmente en su estudio del desarrollo emocional del niño, como veremos. Reconocía asimismo la validez del método del informe verbal, sustituto conductual, por así decirlo, de la introspección; porque, aunque la introspección no era aceptable por privada, subjetiva y poco fiable, sí podían serlo en su opinión los informes verbales de los sujetos en tanto que reacciones puramente motoras objetivamente observables. Por último, Watson se refería también al método de los test, si bien entendidos estos siempre en términos de conducta, no como medida de supuestas cualidades mentales inobservables; de este modo, los test no medirían la inteligencia o la personalidad, como solía ser su objetivo, sino tan sólo las respuestas del sujeto en la situación estimular de realizar el test.

Establecidos el objeto y los métodos de la psicología conductista, Watson pasaba a describir la estructura anatómica y el funcionamiento fisiológico de los receptores sensoriales, los efectores y el sistema nervioso en general. Pero es en el tratamiento subsiguiente de los tres grandes sistemas de hábitos de que a su entender se compone la personalidad humana (emocionales, corporales explícitos y corporales implícitos) donde reside lo más personal de su aportación.

Watson definía las emociones, como no podía ser de otro modo, en términos estrictamente conductuales. «Una emoción —escribió— es una ‘pauta de reacción’ hereditaria que implica cambios profundos en el mecanismo corporal como un todo, pero en particular en los sistemas visceral y glandular» (Watson, 1919/1994, p. 195; cursivas en el original). Las emociones son, pues, reacciones del organismo, respuestas corporales a estímulos específicos que producen en él cambios corporales tanto internos (glandulares y viscerales) como externos (aceleración del pulso, rubor, etc.). Estas «pautas de reacción» son además hereditarias, o lo son originariamente; porque muy pronto sufren modificaciones, bien por su asociación a estímulos nuevos por un proceso de condicionamiento, bien por su integración en hábitos complejos mediante su coordinación con otras reacciones habituales. Después de un detenido estudio de más de 500 niños en la clínica psiquiátrica de la universidad, Watson llegó a la conclusión de que no había más que tres emociones verdaderamente primitivas y básicas, no aprendidas, que se manifestasen en los niños desde que nacen: el miedo (producido por ruidos fuertes y la pérdida súbita de la base de sustentación), la ira (provocada por la obstaculización de los movimientos corporales) y el amor (suscitado por mecimientos, caricias y, en general, la estimulación de las zonas erógenas). Todas las demás respuestas emocionales, tanto del niño como del adulto, no serían sino el resultado de una combinación de estas tres o del aprendizaje por condicionamiento.

Watson intentó comprobar la validez de su teoría de la emoción en un experimento en el que utilizó un bebé de 11 meses, «Albert B», como sujeto experimental (Watson y Rayner, 1920). El experimento consistía en inculcar en el niño una reacción de miedo a una rata blanca que no se lo daba antes de iniciar las sesiones experimentales. El procedimiento utilizado fue golpear fuertemente una barra de hierro con un martillo cada vez que la rata aparecía en el campo visual del niño. Al cabo de siete ensayos, Albertito lloraba y se apartaba rápidamente de la rata en cuanto la veía. Después, Watson comprobó que el miedo adquirido mediante este proceso de condicionamiento se había generalizado a otros objetos peludos en cierto modo similares a la rata blanca (un conejo, un abrigo de piel de foca, una careta de papá Noel y hasta el pelo del propio Watson). Finalmente, constató que los miedos de Albertito no se habían extinguido y seguían aún bien presentes en él al cabo de un mes. De este modo pretendía ilustrar Watson la manera en que se adquieren y complican las reacciones emocionales a lo largo de la vida de los individuos.

La idea de Watson había sido además llegar a eliminar estos miedos artificialmente inculcados en el niño, pero ello no fue posible porque su madre se lo llevó de la clínica antes de que pudiera ponerse en marcha esta última fase del experimento. Fue una alumna suya, Mary Cover Jones (1897-1987), quien en cierto modo lo continuó y culminó al lograr eliminar el miedo a los conejos de otro niño por el procedimiento de mostrarle uno de estos animales desde una distancia lo suficientemente grande como para no provocar en él más que una respuesta muy débil, e írselo acercando poco a poco, en ensayos sucesivos, hasta lograr que el niño acariciara al conejo con una mano mientras comía tranquilamente con la otra (Jones, 1924; Watson, 1930/1972). Suele considerarse este trabajo como precursor de la llamada «terapia de conducta», una forma de tratamiento psicológico basado en la modificación de la conducta desadaptativa mediante la aplicación de los principios del aprendizaje que no se haría popular hasta varias décadas después.

Si los hábitos emocionales implicaban sobre todo a vísceras y glándulas, eran los músculos estriados, según Watson, los principalmente involucrados en la formación de los hábitos corporales explícitos, esto es, los de movimientos tales como abrir la puerta, jugar al tenis o tocar el violín (Watson, 1919/1994, p. 273). Estos hábitos se forman, a su entender, de acuerdo con el proceso de ensayo y error observado por Thorndike en el comportamiento de los gatos encerrados en las «cajas problema» (Thorndike, 1898/1993). Como ellos, los niños pequeños se enfrentan a sus «problemas» (abrir una caja, por ejemplo) realizando multitud de movimientos al azar hasta que alguno de esos manoteos aleatorios consigue resolver el problema de manera accidental. Los movimientos exitosos se van fijando luego poco a poco gracias a su repetición. Su aprendizaje o incorporación al repertorio conductual del organismo responde así no tanto a la ley del efecto formulada por Thorndike (que Watson, como hemos visto, rechazaba por sus connotaciones aún mentalistas) cuanto a las más sencillas leyes asociativas de la recencia y la frecuencia: el movimiento correcto se aprende porque es el último de la serie de movimientos realizados y por tanto el más reciente; pero es también el más frecuente, porque es el único que termina repitiéndose en todos los ensayos.

Los hábitos más complejos serán el resultado de la integración de movimientos o series de movimientos más simples. Cuando un hábito empieza a formarse, cada una de las respuestas que lo integran permanecerá ligada al estímulo externo concreto que la provoca; pero cuando el hábito ya está formado —esto es, cuando ya se ha aprendido y se ha consolidado— deja de ser necesaria esa conexión; bastará con que se dé el estímulo de la primera respuesta de la serie para que se desencadenen automáticamente todas las demás: la primera respuesta actuará en este caso como estímulo interno o cenestésico de la siguiente —sustituyendo así al estímulo externo—, y así sucesivamente hasta completar la serie.

Junto a los hábitos corporales explícitos, Watson reconoce también la existencia de otros implícitos, correlato o versión watsoniana de los procesos de pensamiento. Porque el pensamiento, para Watson, no era otra cosa que el resultado de la transformación de ciertos hábitos corporales explícitos, fundamentalmente lingüísticos o verbales, en hábitos implícitos, esto es, interiorizados por el individuo a lo largo de su desarrollo. En otras palabras, los hábitos verbales tempranos, que se forman inicialmente como hábitos corporales explícitos, van dejando poco a poco de exteriorizarse por obra de la presión social: los padres y maestros obligan a los niños a dejar de hablar en voz alta cuando hablan consigo mismos; y es a esta conducta motora implícita a la que se da el nombre de pensamiento.

Así, el pensamiento no sería más que un habla subvocal, un silencioso hablar con uno mismo, que involucraría sobre todo a los músculos de la lengua y la laringe, aunque —según iba a reconocer Watson más adelante— todo el cuerpo estaría en rigor implicado en el proceso (Watson, 1924).

Watson intentó repetidamente verificar esta teoría mediante el registro de los movimientos de lengua y laringe que pudieran observarse durante la realización de ciertas tareas de pensamiento, pero los resultados de su investigación (en su opinión por falta de instrumentos de registro suficientemente sensibles) distaron mucho de ser satisfactorios.

El texto concluye con una referencia a la personalidad, que Watson entendió como el conjunto de todos los sistemas de hábitos que el individuo adquiere a lo largo de su vida, así como a sus trastornos, entendidos a su vez en términos más conductuales que orgánicos. Por eso sugería Watson que el «tratamiento» de esos trastornos se llevase a cabo sobre la base de los principios del aprendizaje y se orientase a hacer posible la reconfiguración de los hábitos perturbadores. De este modo, el «readiestramiento» (o la «cura»), no sería «ni más ni menos misterioso y maravilloso que enseñar al niño a alcanzar una golosina o a retirar la mano de la llama de una vela» (Watson, 1919/1994, p. 420).

Como ha señalado acertadamente el historiador Robert Wozniak (1994), La psicología desde el punto de vista de un conductista lograba presentar de manera bastante coherente una amplia variedad de fenómenos conductuales en términos de estímulos y respuestas, desde las reacciones emocionales de los niños hasta el pensamiento, la personalidad y la psicopatología de los adultos. Su estructura general iba a servir así de modelo a muchas aproximaciones posteriores al estudio de la conducta.

De este modo, el libro desempeñaría un papel crucial en el proceso de aculturación conductual de los psicólogos más jóvenes.

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