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A la vista de todo lo comentado, la supuesta obsolescencia terapéutica y teórica de las ideas psicoanalíticas parece estar muy lejos de ser cierta.

De hecho, su vigencia es evidente en muchas tendencias de las Ciencias Sociales, mientras que en psicología, sin negar sus aspectos más polémicos y discutibles —cualquier corriente psicológica los tiene—, la atención que se le presta es más importante de la que suelen reconocer sus críticos más contumaces.

Por un lado, el psicoanálisis sigue siendo una referencia clínica y terapéutica fundamental en muchas partes del mundo. Al fin y al cabo, muchos de sus aspectos más polémicos estaban ligados a compromisos terapéuticos propios de la época de Freud, y bastantes de ellos han sido desterrados de la práctica contemporánea —por ejemplo, la idea de una normalidad ligada al modelo de familia nuclear—. Como contrapartida, también hay que subrayar que la obra de Freud fue clave a la hora de constatar que, más allá del correcto funcionamiento de la maquinaria neurofisiológica, las experiencias vitales eran fundamentales a la hora de configurar el funcionamiento mental y los hábitos de comportamiento del ser humano. Toda la psicología aplicada actual sigue trabajando sobre ese supuesto; en ocasiones, en conflicto explícito con las posiciones biologicistas y médicas más exacerbadas (González y Pérez, 2007).

Por otro lado, desde el punto de vista teórico, más allá del tópico y la caricatura pansexualista, el psicoanálisis abrió un campo de discusiones riquísimo a propósito de las fuentes de la actividad, las funciones del lenguaje y el desarrollo de la subjetividad. Su idea básica de que en la encrucijada entre la tensión energética del organismo y las condiciones culturales debe resolverse el desarrollo de los procesos psicológicos básicos y superiores (motricidad, percepción, memoria, pensamiento, conciencia, yo, moralidad, etc.) sigue siendo clave para cualquier psicología de la actividad. Freud fue uno de los primeros autores en advertir que no hay una relación unívoca entre un estado descompensado o un instinto y un estímulo concreto, ya que tal relación depende de una construcción acontecida en el propio devenir de la acción. Igualmente, es uno de los primeros autores en observar cómo la motricidad y la percepción ganan en discriminación y precisión de forma progresiva, a partir de la relación que el sujeto va manteniendo con los objetos y ambientes con los que interactúa. En esta misma línea, su idea de que las sensaciones externas se enlazan con huellas de memoria previas, y éstas a su vez se perfeccionan y complejizan a través de la exposición del lenguaje, es plenamente piagetiana y vygotskiana. Freud también advirtió cómo el desarrollo del yo y del sistema cognitivo que lo sustenta está en relación con el proceso evolutivo en el que vamos discriminando entre los estados internos y el mundo, proceso durante el cual se determina qué cosas son verdaderas, reales y satisfactorias y cuáles no.

En definitiva, la profundidad teórica de este tipo de aportaciones parece lo suficientemente importante como para no borrar de un plumazo la relevancia conceptual del pensamiento psicoanalítico en la psicología y su historia; todo ello al margen de que, efectivamente, Freud exagerara sus éxitos terapéuticos o se excediera con las interpretaciones que extraía de sus observaciones clínicas. Como con todos los autores históricos y actuales de la psicología, Freud merece que realicemos una lectura crítica de su obra —y sus desarrollos posteriores— y una reconsideración de la misma desde sus anclajes histórico y teórico; al menos si de lo que se trata es de aprovechar lo realmente interesante de su pensamiento. Escudriñar morbosamente su anecdotario biográfico tampoco está nada mal, pero quizá convenga más disfrutarlo como placer literario que convertirlo en el ariete fundamental de la crítica epistemológica.

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