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Freud nació en 1856 en Moravia, región que por aquellos años estaba integrada en el Imperio Austro-Húngaro de los Habsburgo —aunque hoy pertenece a la República Checa—. Poco antes de la desaparición definitiva del imperio tras la Primera Guerra Mundial, su capital, Viena, era posiblemente el centro intelectual más importante del mundo. Aun perteneciendo a diversas generaciones, en Viena coincidieron algunos de los más importantes artistas (Mahler, Schönberg, Schnitzler, Loos, Klimt, etc.), médicos (Kraft-Ebing, Meynert, Brücke, etc.) y científicos y filósofos del momento (Mach, Wittgenstein, etc.), además del propio Freud. Este ambiente de creatividad y ebullición intelectual convivía, sin embargo, con un clima de indolencia sociopolítica y estricta moralidad religiosa; es decir, de características propias de la clase y educación burguesa. En realidad, este tipo de preceptos eran escrupulosamente respetados en público, pero en los dominios domésticos, privados e íntimos, o bien eran hipócritamente soslayados o bien se mantenían hasta extremos capaces de producir graves desajustes orgánicos y psicológicos. La ocultación de las verdaderas opiniones y deseos era la nota común de la sociedad vienesa. Buena parte de la obra de periodistas como Karl Kraus (1874-1936), escritores como Robert Musil (1880-1942) o filósofos como Ludwig Wittgenstein (1889-1951) sólo puede entenderse, precisamente, como reflexión crítica ante esa despreocupación político-social y, sobre todo, ante esa suerte de moral formalista. La consideraban exenta de los más altos valores arraigados en el espíritu y la vida humana (Janik y Toulmin, 1992).

La perspectiva de Freud ante todo ello fue más pesimista que crítica: interpretó las simulaciones, el malestar y las patologías de los vieneses —y, por extensión, del sujeto occidental moderno— como características humanas universales, y toda su obra supuso un intento de comprensión y explicación de esa naturaleza común. En ese camino, Freud también trató de ofrecer una fórmula terapéutica cuyos resultados paliativos sólo podían ser costosos y limitados: al fin y al cabo, se trataba de combatir toda una vida de autorregulación emocional y aprendizaje e interiorización de reglas culturales. Además, aparte de la hipocresía moral vienesa, para Freud resultaba evidente que muchos de los códigos de conducta grabados a fuego desde la infancia resultaban imprescindibles para la convivencia en una sociedad civilizada. Como ha señalado Johnston (2009) y Pérez (1992), seguramente en esta interpretación el padre del psicoanálisis se muestra como un burgués vienés más. No es banal que el incisivo periodismo de Karl Krauss, representante por excelencia de la actitud crítica ante el hipócrita moralismo vienés, también tomara a Freud como objetivo de sus invectivas antiburgueses.

Dentro de ese marco histórico-cultural se fraguaron las claves fundamentales del psicoanálisis. De hecho, Freud no hubiera abandonado nunca su residencia en Viena si no hubiera sido por la amenaza del nazismo; circunstancia que le llevó a un emigración forzosa en Londres en 1938, cuando ya contaba con ochenta y dos años de edad (murió allí sólo un año después). Así las cosas, su primera teorización psicoanalítica puede localizarse en Viena en torno a 1900, con la publicación de la famosa Interpretación de los sueños. Pero estuvo precedida de un importante periodo de gestación donde la relación de Freud con la cultura científica vienesa jugó un papel fundamental.

Freud y la medicina vienesa

Como en el caso de otros «padres fundadores» —por ejemplo, James o Wundt— la formación inicial de Freud se produjo en el ámbito de la medicina y sólo más tarde derivó hacia la psicología. Las concepciones científica y clínica de Freud se arraigan en el espíritu positivista de la tradición médica vienesa. Por ejemplo, el hecho de que no le preocupara encontrar respaldo experimental para sus tesis psicoanalíticas proviene, en buena medida, de la lógica propia de los estudios anatómico-fisiológicos de los hospitales de Viena; interesados, antes que nada, por la descripción metódica y la acumulación de datos clínicos que avalaran los cuadros diagnósticos.

En la tradición vienesa, el diagnóstico era, de hecho, más importante que los propios tratamiento, cura y seguimiento del paciente (Johnston, 2009).

Tanto en su correspondencia personal como en las exposiciones clínicas de sus casos, Freud también se muestra habitualmente fiel a este aspecto de la tradición exhibiendo un evidente desapego e incluso insensibilidad ante el sufrimiento de sus pacientes o el devenir de su salud tras dar por finalizado el tratamiento. De hecho, a pesar de sus objetivos terapéuticos, la propia técnica psicoanalítica incorporaría explícitamente conceptos y estrategias relacionados con la detección y regulación de las posibles relaciones afectivas y empáticas que pueden llegar a surgir entre paciente y analista. La práctica del psicoanálisis exige una escucha clínica distanciada y sin interferencias, la detección de la transferencia —las expectativas y deseos que el paciente proyecta sobre el analista— o de la contratransferencia —las expectativas y deseos que el analista proyecta sobre el paciente—.

Sin embargo, la práctica clínica también resultó fundamental para que Freud terminara abandonando un componente incontestable de la tradición médica vienesa; circunstancia que, además, fue crucial para la propia formulación del psicoanálisis. En concreto, dentro de tal tradición resultaba indiscutible que la causa de cualquier enfermedad, incluyendo las mentales, radicaba en un daño o malformación anatómico-fisiológica. Como veremos, Freud terminó rechazando este supuesto como paso previo a la fundación del psicoanálisis.

Entre 1876 y 1885 Freud trabajó en los laboratorios de dos de los más prestigiosos fisiólogos del momento, Wilhelm Brücke (1819-1892) y Theodor Meynert (1833-1892), y publicó diversos trabajos de investigación relacionados con el sistema nervioso, las alteraciones fisiológicas y las afasias o los efectos terapéuticos de la cocaína. En ese momento, los enfoques neurológicos planteaban que los estados alterados de la mente estaban producidos principalmente por daños anatómicos en el sistema nervioso.

En un principio, Freud aceptó esta idea y no se apartó de ella durante los cuatro años que ejerció como médico residente en el Hospital General de Viena (1882-1885).

Sin embargo, en 1885 viajó a París para conocer las investigaciones que Jean-Martin Charcot (1825-1893) desarrollaba en el Hospital de La Sâlpetrière sobre la histeria y sus síntomas (tics nerviosos, parálisis locales, incontinencia verbal, etc.) y quedó profundamente impresionado por ellas.

Hoy son muchos los aspectos controvertidos y obsoletos de lo que entonces se definía como «cuadro histérico» (Didi-Huberman, 2007). Pero, en la época, La Sâlpetrière representaba el modelo diagnóstico y terapéutico por excelencia de la histeria y, sin duda, fue clave en la reorientación de los intereses del joven Freud. Por un lado, sus inquietudes neuropatológicas iniciales dejaron paso a una preocupación centrada en los trastornos histéricos y, más adelante, los psicológicos en general. Por otro, tomó contacto con el uso de la hipnosis y, por tanto, con la posibilidad de trabajar con técnicas terapéuticas no invasivas ni basadas en la intervención directa sobre el cuerpo (Levin, 1985). Así, tras su regreso a Viena en 1886, Freud empezó dedicarse a la práctica clínica privada centrándose en los problemas psicopatológicos y tratando de utilizar la hipnosis como método terapéutico.

A diferencia de los médicos vieneses, Charcot no creía que la histeria estuviera provocada necesariamente por un traumatismo, malformación o daño anatómico; aunque sí defendía que debía explicarse por alguna disfunción orgánica. En este mismo sentido, y al margen de intenciones terapéuticas, Charcot utilizaba la hipnosis como un método con el que demostrar sus teorías; capaz de incidir, indirectamente, sobre el mecanismo neurológico alterado que desencadenaba los síntomas histéricos. Contra esta perspectiva se manifestaba, dentro de la propia Francia, la escuela de Nancy, liderada por los médicos Hippolyte Bernheim (1840-1919) y Ambroise-Auguste Liébeault (1823-1904). Desde el punto de vista de estos autores, muchos de los comportamientos de las histéricas hipnotizadas por Charcot eran reacciones puramente psicológicas y producto de la sugestión. En último término, podían manifestarse en cualquier persona.

Además, Bernheim y Liébeault se preocuparon mucho más que Charcot por el carácter terapéutico de la hipnosis; aunque terminarían sustituyéndola por técnicas de sugestión y relajación, como la presión manual en la cabeza, los masajes locales o el uso de divanes donde los pacientes se podían recostar.

Freud realizó una breve estancia de estudios con Bernheim en 1889 que, con seguridad, también resultó fundamental para el devenir de su práctica clínica y sus reflexiones psicológicas. Cayó en la cuenta de que la diferencia entre una mente normal y una alterada no tenía por qué ser, necesariamente, cualitativa; es decir, determinada por una malformación neuroanatómica. Existía cierta continuidad entre la forma en que funcionaba la mente de un neurótico y la de una persona normal. Las diferencias entre los procesos y estados de uno y otro podían ser, por tanto, meramente cuantitativas o de grado. Esta cuestión es importante por tres razones básicas. En primer lugar, afianzará la preocupación de Freud por el funcionamiento de la mente en un sentido general —no restringido a sus patologías— y por los procesos neurológicos subyacentes. En segundo lugar, le ayudarán a definir esos procesos en términos energéticos y a correlacionarlos con dinámicas neurofisiológicas de carácter químico. En tercer lugar, le permitirán formular un dominio de regulación mental estrictamente psicológico que, en todo caso, no sería independiente de las condiciones neurológicas mencionadas.

Podemos considerar estas tres cuestiones como los cimientos remotos del psicoanálisis; al menos, fue la reflexión sobre ellas lo que terminó conduciendo al Freud neurólogo a un callejón sin salida. Significativamente, en 1895, dos años antes de iniciar su autoanálisis, publica dos obras que atestiguan la insatisfactoria búsqueda teórica a la que hasta el momento le habían llevado tanto sus reflexiones neuropsicológicas como sus experiencias clínicas.

La reflexión fisiológica: Proyecto de una psicología para neurólogos (1895)

Desde sus tiempos como estudiante de medicina, Freud nunca había abandonado su interés por la fisiología. Tratando de realizar su propia aportación a este campo y animado por su amigo más cercano, el fisiólogo y otorrinolaringólogo berlinés Wilhelm Fliess (1858-1928), Freud escribió su Proyecto de Psicología para Neurólogos. Su intención era tratar de sustentar la dinámica mental y, consecuentemente, sus disfunciones, sobre una concepción energética del funcionamiento cerebral. En realidad, esta perspectiva ya estaba presente en los trabajos de su maestro Brücke, su amigo Fliess y otros prestigiosos autores de la tradición psicológica germana como Helmholtz, Fechner o Herbart. Igual que ellos, Freud se mantiene fiel al espíritu positivista de la época y, rechazada la tesis del trauma anatómico, tratará de establecer un modelo cuantitativo del sistema nervioso o, en sus propias palabras, una «economía de la energía nerviosa», regido por leyes físico-químicas. A grandes rasgos, su tesis fisiológica suponía que los procesos psíquicos estaban sostenidos por la acción subyacente de las neuronas interconectadas y cargadas de una cantidad de energía determinada. Ante estimulaciones exteriores las neuronas tendían a descargarse del excedente energético para reequilibrar el sistema, mientras que ciertas demandas interiores al organismo exigían mantener un nivel de tensión mínimo; esto es, evitar una inactividad completa. En el caso de la estimulación exterior, la actividad se transmite a los músculos motrices, dando lugar al movimiento reflejo, mientras que el de la demanda interior está vinculado a la satisfacción energética, dando lugar a funciones básicas como la respiración, nutrición, la sexualidad, etc. (Freud, 1895/1972a).

Freud reconocía el carácter especulativo de su tratado y por ello nunca llegó a publicarlo en vida. Sin embargo, es evidente que el fracaso del Proyecto le impulsó al desarrollo de una teoría propiamente psicológica del funcionamiento mental. Además, el Proyecto legó al psicoanálisis algunas ideas cruciales. Sin duda, la más importante fue una concepción dinámica y energética del funcionamiento mental, basada en acciones, reacciones y transformaciones de fuerzas en conflicto. Freud era consciente de que sólo estaba realizando una transposición metafórica del lenguaje neurológico al psicológico, pero a veces trató esta relación con ambigüedad. En realidad, nunca renunció a la posibilidad de que se pudiera encontrar un correlato real entre la energía psicológica y fisiológica. Basándose en ello, especuló incluso con la posibilidad de diseñar medicamentos apropiados para el tratamiento de la neurosis (véase por ejemplo, Freud 1915-1917/1972). Pero para ello creía necesario que las investigaciones farmacológicas alcanzaran un nivel de desarrollo adecuado, algo que veía muy lejos. Mientras tanto, la única alternativa sensata para tratar con la energía del organismo y sus efectos tóxicos sobre la mente sería el psicoanálisis.

La experiencia clínica: Estudios sobre la histeria (1895)

En los Estudios sobre la histeria, escritos originariamente en colaboración con el famoso médico vienés Joseph Breuer (1842-1925), Freud deja patente los intentos por elaborar un método terapéutico y una explicación de los trastornos propiamente psicológicos. En cuanto al método, había insistido en el uso de la hipnosis hasta aproximadamente 1890, explicando su efecto terapéutico de una manera que recuerda mucho a las ideas de su Proyecto y, como en éste, prefigurando conceptos psicoanalíticos cruciales como el de «inconsciente», «resistencia» o «represión». Así, para Freud la hipnosis reforzaba la «voluntad consciente» del paciente frente a una «voluntad contraria», de carácter no consciente, que trataba de impedir la consecución del objetivo perseguido o deseado (Freud, 1892-1893/1972). En todo caso, no consiguió alcanzar las espectaculares demostraciones de La Sâlpetrière, ni siquiera los satisfactorios efectos terapéuticos que Bernheim obtenía con sus técnicas sugestivas. Muchos de los pacientes de Freud se resistían a la inducción hipnótica y era habitual que los síntomas histéricos reaparecieran después de un tiempo. Por ello, inspirado por la práctica clínica de Breuer, Freud empezó a utilizar como alternativa a la hipnosis el método catártico o «cura por la palabra». Tal método está ejemplarmente expuesto en los Estudios gracias a la presentación de los famosos casos de Anna O., Emmy von N. y Elizabeth von R., entre otros (Freud, 1895/1972b).

Compatibilizado con otras herramientas orientadas a la sugestión, el nuevo método terapéutico consistía en charlar con el psicoterapeuta para tratar de rememorar acontecimientos afectivos y dolorosos de importancia, normalmente los más lejanos en el tiempo y, por ende, los más inaccesibles. El recuerdo de los acontecimientos pasados permitía la descarga o «abreacción» de las emociones profundas asociadas a ellos. Esto producía efectos psicológicos beneficiosos, incluyendo la desaparición de los síntomas histéricos. De hecho, se suponía que tales síntomas no eran más que vías de escape corporal para la energía retenida; la misma que se veía liberada en la catarsis terapéutica gracias a la verbalización del conflicto.

Sin duda, el método catártico prefigura claramente el de la «asociación libre» como propio del psicoanálisis. En él desaparece ya la dirección del terapeuta sobre el trabajo de rememoración del paciente. Lo que se mantendrá constante en el camino recorrido desde la hipnosis hasta la «asociación libre», pasando por el método catártico, serán las posibilidades de liberar el espacio mental de la mera atención consciente; es decir, de ampliar el campo de actividad mental.

En cuanto a la delimitación de las alteraciones mentales, la práctica clínica confirmó progresivamente algo que Freud barruntaba desde años atrás: la distinción entre los trastornos nerviosos de carácter orgánico y los de origen psicológico. La confusión entre ambos se había debido a que estos últimos podían simular la sintomatología motora típicamente asociada a los daños neurofisiológicos (Freud, 1924/1974). Buscando causas alternativas, las experiencias clínicas de Breuer y Freud confirmaron cómo muchos casos de neurosis psicológicas cursaban con problemas de índole sexual en los pacientes. Freud llegó a segurar que había constatado una conexión evidente con episodios de abusos sexuales sufridos en la infancia y perpetrados por personas del entorno familiar o próximo. Un año después, en 1896, elaboró sobre esa base la «teoría de la seducción» que remitía a estos episodios traumáticos del pasado para explicar la aparición de los síntomas histéricos en la edad adulta (Freud, 1896/1972).

La infancia del psicoanálisis: la sexualidad infantil y el complejo de Edipo

El famoso psiquiatra vienés Richard Kraft-Ebing (1840-1902), también profesor de Freud en sus tiempos de estudiante, tildó la tesis de la seducción y la sexualidad infantil como «cuento de hadas científico», motivo más que suficiente para que Freud, herido en su orgullo de hombre de ciencia, revisara su planteamiento. De hecho, también había recibido duras críticas de Kraft-Ebing, e incluso de su admirado maestro Meynert, por plantear que los trastornos histéricos podían ser descritos en hombres y no sólo en mujeres. Freud estaba imbuido en un mar de dudas y decepciones a propósito de la teoría patológica, la práctica clínica y su escaso protagonismo en las instituciones médicas y académicas, motivos que seguramente impulsaron su decisión de autoanalizarse y enfrentarse a las revelaciones ya comentadas sobre sus verdaderos deseos y frustraciones.

Tras el autoanálisis, Freud acometió una reconceptualización —ya plenamente psicoanalítica— de la sexualidad infantil y sustituyó la «teoría del seducción» por el «Complejo de Edipo». Eso sí, todavía preocupado por el juicio de sus maestros, no dio a conocer inmediatamente sus nuevas hipótesis. Como también hizo con su autoanálisis, esperó hasta el nuevo siglo para publicarlas. Muchas de ellas aparecieron por primera vez en los que, sin duda, son los dos textos clave del psicoanálisis: La interpretación de los sueños (Freud, 1900/1972) y Tres ensayos para una teoría sexual (Freud, 1905/1972a).

La sexualidad infantil

En su concepción del desarrollo sexual humano Freud sostiene la existencia de diversas etapas (oral, anal, fálica, de latencia y genital) relacionadas con distintas zonas erógenas del cuerpo del niño. Son zonas especialmente sensibles y están relacionadas con el cumplimiento de funciones orgánicas básicas para el bebé, como mamar, defecar u orinar.

Estas actividades relajan la tensión interna del sujeto, pero las zonas erógenas implicadas en ellas son fuentes de placer por sí mismas. La boca y los labios, por ejemplo, son áreas muy sensibles relacionadas con la alimentación. El estímulo del pezón provoca que los labios del niño se activen e inicien la succión. Con ello se relaja la tensión interna provocada por el hambre. Pero la estimulación oral es placentera por sí misma y si permanece sin satisfacerse durante largo tiempo producirá irritación en el niño. Por eso, toda vez que la estimulación queda deslindada de su función alimentaria primigenia, el bebé podrá superar su displacer oral utilizando sustitutos del pezón como su propio dedo o un chupete.

Lógicamente, a lo largo de la vida del sujeto los estímulos considerados socialmente apropiados para estimular las diversas zonas erógenas irán variando; y así irán apareciendo medios sustitutivos como caramelos, tabaco, alcohol, besos, caricias, etc.

Dentro de ese esquema, una de las funciones orgánicas básicas, la reproductora, aparecería más tardíamente en el desarrollo. Era durante la pubertad cuando se producían los cambios madurativos específicos que la hacían posible. La zona genital cobraba un especial protagonismo, si bien resultaba evidente que en el juego preparatorio amoroso (besos, caricias, etc.) se veían implicadas el resto de zonas erógenas. Desde el punto de vista de Freud, en una persona normal la estimulación de estas zonas generaba una excitación que se ponía al servicio de los impulsos genitales y concluía con el coito. Pero también podía ocurrir que el placer asociado a alguna de las zonas erógenas primitivas fuera más intenso que el producido por la zona genital. En ese caso se desarrollaba lo que en la época de Freud se consideraban perversiones (sadismo, coprofilia, homosexualidad, etc.): el deseo sexual se fijaba en zonas como la boca, el ano, los pies, etc. Alternativamente, también podía darse el caso de que, llegado a la madurez, el sujeto fuera incapaz de canalizar su sexualidad a través de las zonas placenteras. En este caso, aparecía una neurosis y el sujeto en lugar de manifestar una sexualidad normal desarrollaba síntomas histéricos (Freud, 1905/1972a).

Las consecuencias más importantes que se pueden extraer de todo esto son dos. En primer lugar, no existen objetos naturalmente predeterminados para la satisfacción del impulso sexual, más allá de lo que sociedad sanciona como adecuado. En segundo lugar, cualquier persona puede desarrollar una perversión o una neurosis sin necesidad de sufrir un daño neuroanatómico. De hecho, Freud creía que era muy difícil llegar a formar a un individuo totalmente sano desde el punto de vista sexual; esto es, un sujeto que, tal y como exigía la moral burguesa, ajustara estrictamente su actividad coital a un fin reproductor.

El Complejo de Edipo

Tras descubrir en su autoanálisis ciertos sentimientos ambivalentes hacia su padre, Freud llegó a la conclusión de que la «teoría de la seducción» era falsa. Las experiencias sexuales tempranas relatadas por sus pacientes no habrían sido reales, sino fantasías con las que se disfrazaban, a través de síntomas, deseos incestuosos hacia las figuras parentales durante la infancia. En su forma básica, el niño deseaba inconscientemente poseer a la madre para sí mismo y por eso albergaba sentimientos de odio y muerte hacia el padre (Freud, 1900/1972). Esto se produciría durante una etapa pregenital, aproximadamente entre los 3 y 6 años, momento en el que también se desarrolla el miedo a la castración, entendida ésta como castigo o represalia del padre ante los deseos incestuosos. No obstante, los impulsos sexuales relacionados con el Complejo de Edipo terminarían cayendo en un estado de latencia que duraría hasta la pubertad. Durante esta última etapa el complejo se revive para poder elegir un objeto de deseo apropiado, normalmente una mujer evocadora de la propia madre. El sujeto consigue entrar así en la madurez preparado para cumplir con la función reproductora fundamental (Freud 1921/1974).

Para Freud la estructura del Complejo de Edipo sería diferente en el caso de las niñas. La explicación es mucho más alambicada y polémica, y, de hecho, sólo la desarrolló plenamente muchos años después. El Complejo de Edipo femenino estaba basado en la supuesta envidia que la niña sentiría por el pene. La existencia de éste se constataba a través del cuerpo del padre o el hermano, al tiempo que también se advertía su ausencia en la madre.

Supuestamente, esta situación era vivida por la niña como una castración en su propio organismo. En ese punto la niña se orientaría al padre para conseguir el pene y tal deseo se albergaría bajo la posibilidad simbólica de que su progenitor le proporcionara un hijo. Según Freud, si el niño resolvía su Complejo de Edipo en la edad adulta al transferir su amor maternal a su esposa, la niña lo superaba cuando como madre alumbraba un varón (Freud, 1925/1974 y 1931/1974).

Las ideas freudianas sobre la sexualidad infantil han sido motivo constante de polémica; incluso dentro de los adeptos a la escuela psicoanalítica. En la línea de la imagen del «Freud burgués» ya comentada, el Complejo de Edipo reflejaría, de forma estereotípica, la familia nuclear y patriarcal vienesa de finales del siglo XIX y principios del XX. Dentro de esta misma lógica, en la conceptualización del Complejo de Edipo femenino se pueden detectar rastros de los estereotipos y prejuicios misóginos propios de la época (para una discusión de estas cuestiones puede verse Mitchell, 2000).

También se han criticado todos los acontecimientos que rodearon las decisiones tomadas en torno a la «teoría del seducción». Para algunos autores, muchos de los episodios de abusos relatados por los pacientes de Freud eran seguramente verídicos (Mason, 1984, Breger, 2001). Para otros, es posible que la mayoría de los pacientes ni siquiera comentaran nada relacionado con abusos infantiles (Esterson, 1993; Cioffi, 1973; Leahey, 2005). En este caso, habría sido el propio Freud quien habría inducido o, incluso, inventado esos datos para justificar la etiología sexual de la histeria. Pero, sea cual sea el punto de vista, todas las críticas coinciden en que el interés prioritario de Freud era legitimar y reforzar el planteamiento del Complejo de Edipo. Ello le permitía colocar su trabajo en un terreno fundamentalmente psicológico y escapar de la necesidad de aprobación y reconocimiento por parte de las autoridades médicas vienesas. Al fin y al cabo, el desarrollo de sus investigaciones se había topado con la continua descalificación de sus maestros y, consecuentemente, su carrera no había encontrado acogida profesional en las instituciones académicas y sanitarias de Viena —algo en lo que también pesaba su condición judía—. Freud, como Wundt o James, habría encontrado en la psicología una vía de reconocimiento que el establishment médico nunca hubiera permitido.

Dando la vuelta a este mismo argumento, autores como Johnston (2009) han planteado que fue precisamente la elaboración de una explicación prioritariamente psicológica de los cuadros neuróticos —y no su apuesta por el pansexualismo— lo que produjo el rechazo de las tesis de Freud en su propio contexto social y, más concretamente, entre los médicos.

Sea como fuere, la reconceptualización teórica que realiza Freud después de abandonar la teoría de la seducción también es resultado de un intento —más o menos personal, más o menos ambicioso— para hallar repuestas a problemas vitales y socioculturales que, ya en su época, habían rebasado tanto las limitaciones terapéuticas de la hipnosis como, sobre todo, el marco reduccionista de la neurofisiología. Como hemos señalado, el punto de inflexión de esa «crisis epistemológica» puede encontrarse en las estaciones de tránsito que suponen el Proyecto de Psicología para Neurólogos y los Estudios sobre la histeria. Ambas obras plantearon problemas irresolubles para Freud dentro de un marco estrictamente fisiológico, al tiempo que prefiguraron conceptos cruciales del psicoanálisis como «regresión», «inconsciente», «represión» o «asociación libre» (véase Poch, 1988). Sin embargo, no fue hasta la publicación de La Interpretación de los sueños en 1899 cuando estos términos adquirieron todo su significado.

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