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A George Herbert Mead se le suele recordar como uno de los padres del interaccionismo simbólico, una corriente sociológica y de psicología social según la cual las relaciones sociales y el comportamiento humano han de entenderse de acuerdo con los significados que las personas otorgan a las cosas y a la conducta de las demás personas. Fue profesor de la Universidad de Chicago y, junto con Baldwin y Vygotski (a quien trataremos en el último tema), uno de los más importantes teóricos de la formación social del yo. Escribió sobre psicología, filosofía, política, estética y sociología. En este epígrafe vamos a exponer sus ideas psicológicas siguiendo de cerca el resumen que Julio Carabaña y Emilio Lamo (1978) hicieron de su obra más conocida (Mead, 1934).

Como buen funcionalista, Mead tenía una concepción activa del sujeto. No lo concebía como un puro producto del ambiente, sino como alguien capaz de transformarlo. Para él, sujeto y ambiente se modifican mutuamente.

Ninguno de los dos son realidades predefinidas, sino que se construyen recíprocamente. En esa construcción son decisivas las funciones psicológicas, que parten de la base de instintos y hábitos que, no obstante, operan siempre coordinados con la inteligencia. Tal y como planteaba Angell, la conciencia entra en juego cuando aparecen novedades. Desde la perspectiva de Mead, ese papel jugado por la conciencia equivalía al del comportamiento inteligente: la inteligencia consiste en un comportamiento consciente que se pone en marcha ante situaciones novedosas, para las que no sirven las acciones realizadas con anterioridad. Como vimos más arriba, esta era una idea muy común entre los funcionalistas y entre los psicólogos comparados de la época.

El acto. Igual que Baldwin o Dewey, Mead teorizaba la coordinación entre individuo y sociedad recurriendo a la psicología. Para él, el sujeto individual se forma sólo en el seno de un grupo social, y la psicología, entendida como psicología social, se ocupa de explicar la interacción entre ambos y la acción del sujeto dentro de su grupo. Además, el método de la psicología ha de ser tan objetivo como el de los conductistas, en el sentido de que debe fijarse en el comportamiento, pero -a diferencia del conductismo- no ha de basarse en un punto de vista mecanicista que elimine los propósitos, las intenciones, lo mental, etc. De hecho, el planteamiento teórico de Mead también recibió el nombre de «conductismo social».

A la hora de estudiar el comportamiento con un enfoque no mecanicista, Mead recurrió al concepto de «acto», en cuyo significado se aprecian connotaciones comunes con las ideas de otros funcionalistas acerca de la conciencia o la actividad adaptativa. Un acto es:

«un impulso que mantiene el proceso vital mediante la selección de ciertas clases de estímulos que necesita. De tal modo, el organismo se crea su ambiente. El estímulo es la ocasión para la expresión del impulso. Los estímulos son medios; la tendencia es la cosa real. La inteligencia es la selección de los estímulos que liberarán y mantendrán la vida y ayudarán a reconstruirla. El propósito no tiene que estar ‘a la vista’, pero la manifestación del acto incluye la meta hacia la cual se dirige el acto. Esta es una teleología natural, en armonía con una manifestación mecánica» -(Mead, 1934, p. 53 n.).

En esta definición aparecen dos ideas que ya hemos encontrado en James, Baldwin y Dewey: 1) que la conciencia o la inteligencia (o, en este caso, el acto) son procesos eminentemente selectivos, y 2) que estímulos y respuestas (actos) se definen recíprocamente, no existen por sí mismos. Los estímulos no son más que mediadores de la actividad, instrumentos de los que el sujeto se vale para llevar a cabo sus acciones, las cuales además son inherentemente propositivas, dirigidas a un fin (teleológicas). Los objetos incorporan ya su funcionalidad. Por ejemplo, un pianista no percibe un piano como un mero estímulo físico, sino como algo que ya forma parte de sus hábitos, de su sistema de acciones: un piano es algo para tocar música.

El gesto. Desde un punto de vista social, y siguiendo con el argumento de Mead, un acto supone una coordinación de acciones individuales. Su fundamento y su origen —filo y ontogenético— es el gesto, que es una acción que funciona como un estímulo para la acción de otro sujeto, quien a su vez emite gestos que reobran sobre el otro. La referencia de un gesto, su significado, no radica tanto en el estado psicológico de quien lo emite cuanto en su efecto sobre quien lo recibe. Además, el gesto es en cierto modo algo objetivo, porque quien lo emite se hace consciente de su efecto y el significado del gesto es compartido, sirve para todos. Por tanto, es gesto es un símbolo. Todos conocen su significado y se atienen a él.

Ahora bien, el emisor del gesto no reacciona a éste igual que el receptor. Por ejemplo, un león no se asusta de su propio rugido. Esto implica que el gesto permite suspender la acción, diferirla. El comportamiento no consiste en reacciones automáticas o mecánicas a los estímulos, sino que los gestos suspenden esas reacciones y permiten el control del comportamiento. Finalmente, el gesto es el fundamento de la adopción de roles sociales, puesto que quien lo emite sabe cuál será su efecto previsible en quien lo recibe y, de este modo, cada uno desempeña una función diferente en la relación social, que sin embargo es cambiante: los roles se modifican, se hallan sometidos a procesos de desarrollo y transformación.

Lenguaje y pensamiento. Según Mead, el lenguaje y el pensamiento llevan aún más lejos el carácter simbólico de la acción gestual. Gracias a ellos, no es necesario emitir directamente gestos. Basta con pensarlos. Es como si los gestos, en vez de hacerse manifiestos, se interiorizaran. Ahora bien, dado que los gestos se definen por la interacción social, el pensamiento es constitutivamente social. Expresado de otro modo: si la acción gestual consiste en una influencia recíproca entre un sujeto y otro, y si el pensamiento es una suerte de acción gestual interiorizada, entonces el pensamiento es de naturaleza social. Pensar es como mantener una conversación consigo mismo. Pero las herramientas mediante las cuales se mantiene esa conversación proceden de las interacciones sociales, ya que los significados de la acción gestual se basan en éstas. Además, el hecho de que las acciones gestuales sean simbólicas y su significado sea compartido hace que la propia conciencia que cada sujeto tiene de sí mismo sea también de índole social. La interacción entre los sujetos, que tiene lugar a través de las acciones gestuales, funciona como un juego de espejos en que los sujetos se reflejan y se ven a sí mismos.

El sentido del yo no procede del interior, sino del exterior, de las respuestas que los demás sujetos dan a las acciones que uno realiza. Es así como uno se da cuenta progresivamente de que es un yo distinto a los demás yoes. En cada yo se refleja la estructura de las interacciones sociales. Dicho de otro modo: puesto que uno no se puede percibir a sí mismo pero sí puede percibir a los demás, el único modo que uno tiene de percibirse a sí mismo es haciendo una equivalencia con lo que percibe en los demás, una equivalencia que le permite darse cuenta de que él es como los demás. Mead otorgaba una importancia esencial al lenguaje como medio a través del cual cada sujeto se convierte en persona, esto es, en alguien con conciencia de sí mismo y de su rol social. El lenguaje potencia la función simbólica de la acción gestual: amplía las posibilidades de verse a sí mismo como desde fuera, adquiriendo conciencia del lugar que uno ocupa en el juego de interacciones.

El «otro generalizado». Mead llamaba «otro generalizado» al conjunto de disposiciones funcionales de todos los sujetos en los cuales uno se refleja.

Las disposiciones funcionales son aquello a lo que antes nos referimos con el ejemplo del pianista: la estructura de las acciones del sujeto, inextricablemente ligada a los objetos sobre los cuales recaen esas acciones, objetos que no son meras cosas físicas sino invitaciones a la acción. El otro generalizado es la comunidad a la cual pertenece el individuo, entendida como el conjunto de actitudes —valores, sentimientos, creencias, hábitos, etc.— que el individuo toma de dicha comunidad y hace suyos. Al igual que otros funcionalistas, como Dewey, Mead buscaba un principio de armonización entre el individuo y la sociedad, y el concepto de otro generalizado es ese principio. Mead suponía que el individuo es activo: aunque se forma socialmente, no es un mero reflejo de su entorno social. Sin embargo, y precisamente porque se forma socialmente, no puede existir sin ese entorno. De ahí la necesidad de que ambos se coordinen, se articulen. El otro generalizado garantiza esa coordinación.

Por lo demás, el otro generalizado tiende a universalizarse. Puede extenderse desde la comunidad próxima —la familia o el vecindario— hasta una comunidad más amplia, equivalente a la nación e incluso a la Humanidad. Y en Mead encontramos algo que ya encontrábamos en Dewey: la concepción de la democracia como un instrumento para la universalización del otro generalizado. La democracia es un sistema político en el que la igualdad y las diferencias individuales se armonizan: consciente de su unión inextricable con los demás, cada cual se responsabiliza de la vida en común y al mismo tiempo ésta permite la libre expresión de la singularidad de cada cual.

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