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El evolucionismo predarwiniano

Frente a lo que se denominaba fijismo, según el cual las especies habían sido siempre iguales y habían sido creadas por Dios independientemente unas de otras, en el siglo xviii —cuando se formuló el concepto moderno de especie biológica— se empezó a discutir acerca de la posibilidad de que las especies se transformaran. El principal naturalista de la época, el sueco Carl Linneo (1707-1778), mantenía una posición fijista muy difundida.

Otros, como el francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (17071788), sugirieron que las especies podían haber sufrido cambios. Buffon elaboró toda una teoría de «las épocas de la naturaleza» según la cual la Tierra habría pasado por siete periodos desde su formación hasta el presente, y diferentes especies habrían sido creadas en diferentes periodos.

Sin embargo, fue el también francés Jean-Baptiste Lamarck (17441829) el más conocido defensor del transformismo, principal punto de vista evolucionista previo a Darwin. Lamarck, a principios del xix , defendió no sólo que las especies habían experimentado transformaciones hasta llegar a su estado actual, sino además que unas habían surgido a partir de otras, incluyendo al ser humano. La transformación de las especies, según ese punto de vista, obedece a leyes. En concreto, Lamarck atribuye las modificaciones a tres causas: las condiciones físicas en que viven los animales, el cruzamiento reproductivo y el principio del uso y el desuso. Es este último principio el que se hizo más famoso. Consiste en afirmar que, cuando el medio cambia, las actividades de los animales cambian a su vez para adaptarse a él y, con ello, cambia también su cuerpo. El uso recurrente de un órgano hace que éste se hipertrofie; en cambio, su falta de uso hace que se atrofie. Pero además Lamarck creía en un principio de transmisión hereditaria que mucho más tarde —a principios del siglo xx — se demostraría imposible, pero que fue ampliamente aceptado incluso por Darwin: la herencia de los caracteres adquiridos, en virtud de la cual los efectos del uso y el desuso sobre los órganos se transmiten a los descendientes.

La obra de Darwin

Una de las principales vías a través de las cuales el discurso científico del siglo xix naturalizó la subjetividad, si no la principal, fue el evolucionismo (Fernández, 2005; Fernández y Sánchez, 1990a; Sánchez y Fernández, 1990). A partir de la obra de Darwin, incluso quienes se oponían al evolucionismo y mantenían posiciones creacionistas tuvieron que elaborar sus argumentos teniendo en cuenta el darwinismo.

En el mundo científico e intelectual éste supuso una revolución y, sobre la base de un acuerdo generalizado en biología en cuanto al hecho de la evolución, no ha dejado de suscitar discusiones hasta nuestros días (Alvargonzález, 1996; Ayala, 2001; Bowler, 2003; Mayr, 1992; Richards, 1998; Ruse, 1983).

En cuanto a las teorías psicológicas, desde finales del siglo xix ya no han podido elaborarse a espaldas del evolucionismo. Y no sólo por la imposibilidad general de producir discursos científicos al margen de la teoría de la evolución, sino también porque en la obra del propio Darwin los componentes psicológicos desempeñaron un papel apreciable.

Charles Darwin (1809-1882) fue un naturalista inglés cuyos libros más importantes fueron El origen de las especies (1859/1985), donde expuso su concepción de la evolución basada en la selección natural, y El origen del hombre (1871/1989), acerca de la evolución de la especie humana. La idea central del primero de estos dos libros es que la evolución consiste en una descendencia con modificaciones regida por la selección natural: los descendientes, aunque conservan rasgos de sus ancestros, poseen también nuevos rasgos que pueden ser más o menos adaptativos y, por tanto, favorecer la lucha por la existencia y la supervivencia. La idea central de El origen del hombre es que el ser humano desciende de algún antepasado más primitivo. En este libro también se realizan comparaciones entre las capacidades psicológicas humanas y las de otras especies. Asimismo, se dedica una parte a la cuestión de la selección sexual, esto es, la elección de pareja reproductiva.

La teoría evolucionista de Darwin fue la que acabó triunfando. La aceptación generalizada de la teoría de la selección natural llegó a finales de los años 30, cuando surgió el denominado neodarwinismo o teoría sintética de la evolución. El neodarwinismo, aún vigente hoy en algunos de sus aspectos, combinaba la teoría darwiniana de la selección natural con:

  1. el redescubrimiento de las leyes de Mendel (leyes de la transmisión de rasgos hereditarios descritas por Gregor Mendel en 1865 y redescubiertas a principios del siglo pasado);
  2. la teoría de la mutación genética como proceso aleatorio (contra el lamarquismo, para el cual el ambiente podía causar mutaciones); y
  3. la genética de poblaciones (apoyando la idea de que la evolución, y en concreto el surgimiento de nuevas especies, puede entenderse como un cambio en las frecuencias de unos genes u otros dentro de las poblaciones de animales).

Así pues, el concepto básico de la teoría darwiniana es el de selección natural. Darwin lo formuló haciendo converger contenidos procedentes de varios ámbitos: la zoología y la botánica, la geología y la paleontología, la embriología, las prácticas de selección artificial (de los ganaderos, agricultores, criadores de caballos, gallos y perros de caza, jardineros, colombófilos, etc., que realizaban cruces para seleccionar variedades de plantas o razas de animales que presentaran las características deseables) y la demografía malthusiana. En cuanto a la zoología y la botánica, fue sobre todo el viaje que realizó entre 1831 y 1836 en el bergantín Beagle (Darwin, 1839/1984 y 1887/1993) lo que le llevó a recabar datos sobre plantas y animales de diversos lugares del mundo. Mediante la comparación entre las características morfológicas de plantas y animales, y en función de sus semejanzas y diferencias según los distintos ambientes, conjeturó filiaciones evolutivas (filogenéticas) entre unas y otras especies. Surgía así la idea de que entre las especies semejantes existe parentesco filogenético.

Por su parte, la geología y la paleontología sugerían asimismo a Darwin relaciones entre estratos geológicos y épocas de las que podrían proceder los fósiles, algo que reforzaba su interés por la relación entre las especies y su medio.

Por lo que respecta a la embriología, cuando Darwin comenzó a elaborar su teoría estaba en boga la ley biogenética. Aunque ha habido varias versiones de esta ley, básicamente consistía en relacionar la morfología adulta de animales inferiores con la de animales superiores en su estado embrionario. De ahí la denominada teoría de la recapitulación sistematizada por el alemán Ernst Haeckel en 1866 —expresión usada normalmente como sinónimo de ley biogenética—, según la cual la ontogenia recapitula la filogenia, es decir, las fases que atraviesa un organismo durante su vida individual (ontogenia) corresponden, de forma abreviada, a las que atravesaron sus antepasados durante la evolución (filogenia). Pues bien, Darwin incorporó la teoría de la recapitulación (Richards, 1998) al interpretar que las similitudes entre fases embrionarias y estadios filogenéticos primitivos demostraban su concepción de la evolución como descendencia con modificaciones regida por la selección natural: si el embrión recuerda a estados filogenéticos primitivos es porque no ha sido afectado por la selección natural y, por tanto, su morfología no ha tenido que ajustarse a las demandas del ambiente.

En cuanto a las prácticas de selección artificial (los injertos de plantas o los cruces de animales que presentaban ciertos rasgos deseables de resistencia, olfato, docilidad, fertilidad, etc.), Darwin las proyectó en la naturaleza e imaginó que las condiciones físicas y sociales del medio habían contribuido a la supervivencia de los más aptos. Es decir, los individuos mejor adaptados al entorno o los que mejor se habían sabido adaptar a él habían sobrevivido y habían legado a sus descendientes sus rasgos adaptativos. En esto consiste la selección natural. Es la propia naturaleza, metafóricamente hablando (puesto que no lo hace de forma intencionada), la que selecciona unas u otras variedades de plantas y unos u otros linajes de animales, que con el paso del tiempo acaban aislándose (es decir, ya no se cruzan entre sí) y dando lugar así a especies distintas.

El árbol filogenético, tal y como se lo imaginaba Darwin, consistía en una enorme ramificación de especies a partir de un antepasado troncal común. Aquí también entra en juego la preocupación por la clasificación taxonómica, característica de la ciencia de la época y procedente del siglo anterior, de autores como Linneo. Darwin no tardó en sospechar relaciones de parentesco evolutivo sugeridas por las similitudes morfológicas y fisiológicas entre distintas clases de organismos. Desde un punto de vista darwinista, la taxonomía podía adaptarse a un formato evolutivo, dinámico, donde las categorías clasificatorias derivaban unas de otras debido a la descendencia con modificaciones. Las categorías más generales (por ejemplo, mamíferos) englobaban a otras más específicas (perros, gatos, humanos, delfines...) porque aquéllas habían constituido troncos o ramas principales de donde estas últimas habían derivado como ramas secundarias.

Por último, la demografía del británico Thomas Malthus (1766-1934), y en concreto la idea de este autor según la cual los recursos naturales crecen en progresión aritmética mientras que la población humana crece en progresión geométrica, proporciona a Darwin la base para imaginar la lucha por la vida como competencia por unos recursos que siempre son limitados. Malthus suponía que la supervivencia de individuos y naciones dependía de su ingenio. Ahora bien, Darwin no necesariamente pensaba la lucha por la existencia en términos de pura competencia o pelea despiadada. También cabía la colaboración. La lucha por la vida y la supervivencia del más apto simplemente se referían al hecho de que los organismos, presionados por las circunstancias ambientales y por sus propias necesidades fisiológicas, deben sobrevivir, y ello constituye el motor del cambio evolutivo.

Selección natural y psicología

La obra de Darwin no incluye una teoría psicológica propiamente dicha. Sólo hay en ella elementos de psicología asociacionista procedente de la filosofía empirista (según la cual los contenidos de la mente serían resultado de la asociación de sensaciones o de sensaciones y movimientos) y una distinción general entre inteligencia (creación de hábitos), hábitos (entendidos como inteligencia automatizada) e instintos (hábitos hereditarios) que era bastante típica en la época. No obstante, la presencia de lo psicológico en la obra de Darwin puede detectarse en su teoría sobre la expresión de las emociones, sus reflexiones sobre el instinto y en la propia idea de selección natural. La noción de instinto, como ahora veremos, es transversal a ambas.

En cuanto a la expresión de las emociones, Darwin (1872/1984) es­tudió las expresiones faciales y corporales de las diferentes emociones en varias especies y en varias culturas humanas, concluyendo que existe una continuidad entre los animales y el ser humano y que las emociones humanas básicas son universales. La teoría darwiniana sobre las emociones era básicamente lamarquista: suponía que acciones que en momentos pasados de la evolución habían sido voluntarias, inteligentes, se habían acabado automatizando en forma de hábitos y finalmente se habían convertido en instintos, o sea, en acciones innatas y heredadas.

En cuanto a la selección natural, un problema importante era el del papel del comportamiento (o lo psicológico) en la evolución. Aquí se cruzaban cuestiones de psicología comparada y problemas relativos a la teorización de los instintos en su relación con los hábitos y la inteligencia. La extensión a la naturaleza de la idea malthusiana de la lucha por la existencia en circunstancias de escasez de recursos suponía que aquello que los animales consiguen hacer para adaptarse a esas circunstancias y explotar mejor los recursos disponibles es decisivo para su supervivencia. Es muy fácil entender esta idea en el sentido de que los animales más inteligentes o más capaces de aprender soluciones innovadoras son los que sobrevivirán. Esto sitúa lo psicológico en el centro de la selección natural y, por ende, de la evolución. Esta cuestión sería central para la psicología funcionalista norteamericana y la psicología comparada. Pero Darwin no ofreció una teoría clara al respecto. Se limitó a considerar algunas de las que se barajaban en la época, acercándose a veces a posiciones lamarquistas (según las cuales la función crea el órgano) o incluso mecanicistas (en el sentido de excluir la inteligencia de los animales) (Sánchez, 2009). A pesar de que él mismo lo utilizaba, Darwin advertía que el lamarquismo, al poner por delante el aprendizaje de nuevos hábitos y subordinar a éste el surgimiento de los órganos, constituía una suerte de creacionismo camuflado, pues parecía suponer que el animal decide qué órgano necesita. Pero Darwin también desconfiaba de la solución mecanicista, según la cual el órgano simplemente produce la función. Desconfiaba de esta perspectiva porque anulaba el sentido de la lucha por la existencia: si los organismos son como marionetas carentes de inteligencia, entonces no se puede hablar de novedades adaptativas; el éxito o el fracaso en la competencia por los recursos se encuentra predeterminado de forma innata, no depende de la inteligencia o el aprendizaje. De hecho, Darwin (1877/1983) criticaba la noción de lo que en aquel momento se llamaban instintos perfectos, esto es, conductas supuestamente innatas que se desplegaban en las circunstancias necesarias sin necesidad de aprendizaje alguno. Si fuera así —razonaba—, lo normal sería que las especies se extinguieran debido a la rigidez de su repertorio de comportamientos, incapaz de adaptarse al más mínimo cambio del ambiente.

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