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Kant supone un punto de inflexión en la historia de la filosofía y el inicio de la filosofía contemporánea. Su obra se considera habitualmente una síntesis entre el racionalismo, en el que se forma con Martin Knutzen (1713-1751), filósofo wolffiano y admirador de la física de Newton, y el empirismo de Hume, cuyo escepticismo vino a alejarle de la pretensión de alcanzar, mediante el mero uso de la razón y la deducción, el conocimiento objetivo de realidades que están más allá de la experiencia posible (como Dios, el alma o el mundo en su totalidad).

La filosofía crítica: los límites del conocimiento

La Crítica de la Razón Pura (1781) constituye una indagación acerca de las condiciones en que podemos conocer. Kant trataba de superar el racionalismo de Descartes, Leibniz y Wolff, según el cual la razón nos permite conocer (mediante la deducción) realidades transcendentes, que están más allá de nuestra experiencia; pero no quería caer en el escepticismo de Hume, para quien todo conocimiento proviene de la experiencia (mediante inducción) y nunca podemos tener una certeza absoluta del mismo.

El punto de partida de Kant es examinar cómo funcionan las ciencias por excelencia, a saber, la física y la matemática, analizando el tipo de proposiciones (juicios sintéticos a priori) que encontramos en estas ciencias, para ver si la metafísica, que se ocupa de los fundamentos últimos del mundo físico y psíquico, puede aportar un conocimiento semejante: universal, necesario y nuevo. Según su argumento, todo conocimiento requiere la concurrencia de dos facultades mentales: la sensibilidad, por la que conocemos los objetos sensorialmente, y el entendimiento, por el que los pensamos, es decir, los colocamos bajo un concepto. Los conceptos son en su mayoría a posteriori, vienen de la experiencia (como los de «perro» o «mesa», que elaboramos a partir de la percepción de múltiples perros o mesas, mediante la abstracción de aquellos rasgos que comparten). Pero para poder comenzar a pensar, necesitamos de partida de algunos conceptos a priori, previos a la experiencia. Estos conceptos a priori o puros (que recuerdan a las ideas innatas del racionalismo) son lo que Kant llama «categorías». Estas categorías, lógicas y necesarias, que el entendimiento impone a la experiencia, son las que nos permiten hacer el tipo de juicios que encontramos en las ciencias y afirmar o no ciertas verdades en relación con los fenómenos. Al igual que el entendimiento, la sensibilidad también tiene sus formas a priori: el espacio y el tiempo, que no tienen un origen empírico, sino que son precisamente la condición de posibilidad del conocimiento sensible o empírico.

Así pues, para Kant, que intenta superar la dicotomía entre el conocimiento puramente racional (deductivo) y el puramente empírico (inductivo), el conocimiento sería una síntesis de sensibilidad y el entendimiento. Las categorías del entendimiento sólo se pueden aplicar a los objetos que, a través de los sentidos, se dan en nuestra experiencia, lo que Kant denomina fenómenos. En ningún caso podemos aplicarlos a lo que queda más allá de nuestra experiencia sensible, a lo que llama noúmenos o «cosas en sí», que serían las cosas independientemente de su relación con nuestros sentidos. Pues bien, según Kant todos los objetos trascendentes de los que se ocupa la Metafísica (el alma, el fundamento último del mundo físico y Dios) pertenecerían a la realidad «nouménica» y por tanto nunca podríamos tener de ellos una intuición o percepción sensible. El uso de la razón para pensarlos resulta, por ende, inadecuado y da lugar a contradicciones y errores de razonamiento (paralogismos).

Por ejemplo, la categoría de unidad es válida si la usamos para pensar una mesa, pero no para pensar en Dios como una realidad. Igualmente, la categoría de causalidad es válida si se aplica a la relación entre fenómenos (como calentar agua a 100 grados y que ésta hierva), pero no para atribuir a Dios que sea la causa del mundo.

Del mismo modo, los argumentos utilizados por los racionalistas para afirmar que el alma es una sustancia, que es simple o inmortal constituyen para Kant falacias lógicas. No hay modo de fundamentar un conocimiento teórico, racional y certero de las cualidades del alma humana a priori; jamás podremos demostrar teóricamente su verdad. El alma inmortal, como Dios, no constituirá nunca objeto de un conocimiento científico, sino de fe. Kant le niega así a la psicología racional la posibilidad de ser una ciencia, en el sentido en que lo son la matemática y la física. Ahora bien, ¿qué ocurre con la psicología empírica, que se basa en la observación y experiencia de lo que pasa en nuestra mente, de nuestras propias operaciones mentales?

El lugar de la psicología empírica

Ya desde sus Lecciones de metafísica de los años setenta, Kant rechazaba la inclusión de la psicología empírica en la metafísica, donde se la situaba, a su juicio, erróneamente. En la medida en que la psicología empírica no había dejado de crecer, estando cerca de alcanzar la dimensión de la física empírica, Kant consideraba que debía seguir el ejemplo de esta. Estableciendo un cierto paralelismo con la física empírica, Kant pensaba que la psicología empírica debía separarse de la metafísica y enseñarse de forma autónoma en la universidad. Sólo así podría alcanzar su plena extensión (Vidal, 2008).

Ahora bien, el paralelismo entre la física empírica, como ciencia de los «fenómenos del sentido externo», y la psicología empírica, como ciencia de los «fenómenos del sentido interno», no iba más allá de justificar su autonomía como disciplina. En los Primeros principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza (1786), Kant dividía las ciencias que se ocupan de la naturaleza en las ciencias históricas, que describen y sistematizan los fenómenos, y en las propiamente científicas, que buscan su explicación causal. Si los fenómenos del sentido interno y sus leyes de funcionamiento se prestaran a la matematización y al establecimiento de conexiones causales, la psicología empírica sería una doctrina de este segundo tipo. Pero esto era para Kant algo imposible por las limitaciones de la introspección.

Kant sí admitiría, según Sturm (2006), la posibilidad de una psicología empírica matemática, científica, si se fuera más allá de la mera introspección y se respetaran ciertas condiciones, como la definición cuantitativa de los estados mentales en relación con las propiedades cuantitativas de los estados físicos y la existencia de un dispositivo experimental con el que manipular los grados de intensidad de los estados mentales. Esta sería precisamente la línea que seguirían más adelante los trabajos de Johann Friedrich Herbart (1776-1841), la psicofísica de Gustav Theodor Fechner (1801-1887) y la psicología experimental del propio Wilhelm Wundt (1832-1920). Ahora bien, el mismo Kant no exploraría esa vía, sino otra: la de una descripción y clasificación de los fenómenos mentales como núcleo de una antropología o ciencia general del ser humano. Con ella iría también más allá de la introspección; pero no para introducir la medida ni la experimentación, sino para observar las acciones públicas de los seres humanos. En ningún caso Kant pretendía ofrecer una explicación causal determinista de la acción, algo que habría entrado en contradicción con su defensa de la libertad.

La psicología empírica como fundamento de la antropología

Las primeras lecciones de antropología que Kant ofrece, a principios de los años 1770, se apoyan precisamente en un capítulo de psicología empírica del libro Metafísica de Alexander Baumgarten (1714-1762), un autor de orientación wolffiana. Aunque sus crecientes recelos ante la introspección le llevarían a desarrollar su propio material, que iba a publicar tras su retiro de la universidad, la estructura de su curso se basó siempre en una división de las tres facultades mentales básicas (que utilizaba también en la filosofía crítica): la facultad de conocer, el sentimiento de placer y dolor y la facultad de desear. Esta psicología empírica, convertida en núcleo de su Antropología desde un punto de vista pragmático (1798), pretende ser, como el título indica, un conocimiento del ser humano como ciudadano del mundo, útil para la vida, que ponga el acento en lo que éste, «en tanto que ser libre, hace o puede y debe hacer de sí mismo», y no en la exploración de lo que «la naturaleza hace del hombre» (que correspondería a un punto de vista fisiológico) (Kant, 1798/2004, p. 11).

Para avanzar en dicho conocimiento, Kant subraya la importancia de la apertura a lo diferente: de los viajes, o al menos la lectura de libros de viaje (él nunca se movió de Königsberg, la ciudad donde nació), además del conocimiento de nuestros propios conciudadanos y compatriotas, con el objetivo de alcanzar un conocimiento que sea general y no sólo local. En el plano metodológico, señala las dificultades para hacer de esta disciplina una ciencia formal, así como sus reservas ante la introspección e incluso la observación de la acción. Kant advierte de que cuando nos sentimos observados y examinados dejamos de mostrarnos tal y como somos. Además, examinarnos a nosotros mismos es muy difícil, sobre todo en el caso de las emociones, porque el mero hecho de observarnos altera ya nuestro propio estado de ánimo. Muchos de nuestros hábitos, por otra parte, están ligados a unas circunstancias concretas y aunque parezcan una especie de «segunda naturaleza» pueden cambiar si cambia la situación. En realidad, admite Kant, más que «fuentes para la antropología» (y la psicología, habría que añadir), lo que tenemos son «medios de apoyo: la historia, las biografías, incluso el teatro y las novelas» (Kant, 1798/1994, p. 13). A este respecto, nos aclara, la ficción no supone ningún problema pues la construcción de los personajes se apoya al fin y al cabo en la observación del ser humano.

La primera parte de la antropología kantiana describe y clasifica los fenómenos mentales, a la vez que prescribe: nos enseña a situarnos en nuestra propia cultura y entrar en sus reglas. Mientras que en su filosofía crítica se dedicaba, por así decir, a explorar el lado «positivo» de las facultades, la antropología se ocupa sobre todo de sus límites y riesgos (Foucault, 2010). Su exposición de la facultad de conocer nos lleva así del conocimiento de uno mismo (incluyendo la desviación hacia el egoísmo) al conocimiento a lo demás través de los sentidos, la imaginación, la memoria, la adivinación o el sueño, dedicando un largo análisis a las deficiencias y enfermedades del espíritu. La segunda parte se ocupa de las manifestaciones «externas» a través de las cuales podemos conocer el interior de la persona: su carácter, temperamento y fisonomía. Distingue aquí diversas clases de conducta humana, ocupándose también del género, de los diferentes pueblos y de la especie humana en su conjunto. Kant defiende que el ser humano se caracteriza por crearse a sí mismo, pues tiene la capacidad de perfeccionarse según los objetivos que él mismo elige.

El desarrollo histórico de la humanidad implica para Kant en último término agentes que modelan su propio destino, y lo hacen inventando nuevas reglas de compromiso, nuevas instituciones sociales. En definitiva, el conocimiento del ser humano, de sus facultades y capacidades, está para Kant al servicio de un proyecto de emancipación, de un ideal de convivencia y sociedad (con leyes justas, gobiernos no despóticos, etc.) propio de la Ilustración. Su antropología se sitúa así en la línea de la filosofía ilustrada de la historia, que busca bajo el cúmulo de acontecimientos que se suceden y precipitan en la revolución francesa y subsiguientes revoluciones liberales, el sentido que guía el devenir de la Humanidad.

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