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La identificación con el grupo o grupos a los que el individuo pertenece es un aspecto fundamental de su identidad social. Cuando esa pertenencia se hace saliente en la mente de la persona, la identificación social puede promover el deseo de beneficiar a su grupo en conjunto, sin tener en cuenta los resultados personales. Esta es la conclusión inequívoca a la que llegaron Dawes, van de Kragt y Orbell (1988; Caporael, Dawes, Orbell y van de Kragt, 1989) tras 10 años de investigación sobre decisiones en dilemas sociales. En las 39 condiciones experimentales analizadas en todos esos estudios se repite el mismo patrón: cuando no existe en los participantes conciencia de pertenecer a un grupo común, la cooperación es menor y, si se produce, se debe a las expectativas que la persona tiene de que le sea devuelto el favor en el futuro (principio de reciprocidad), o a recompensas por cooperar o castigos por no hacerlo, o a las consecuencias de esa acción para la propia reputación, o a una cuestión de conciencia.

En cambio, si se les hace sentirse miembros de un grupo (en este caso, simplemente permitiéndoles comunicarse entre sí durante 10 minutos), los participantes cooperan mucho más, incluso cuando se elimina la posibilidad de cualquiera de los incentivos externos e internos, es decir, los refuerzos colaterales antes mencionados. Para evitar que pudieran existir ese tipo de refuerzos, se tomaron las siguientes precauciones: los participantes no se conocían entre sí antes de la sesión; sólo se les permitía tomar una decisión; sus elecciones eran anónimas; y se evitaba la interacción entre ellos antes y después de la sesión experimental.

El efecto hallado sobre la conducta de cooperación se debe a una serie de cambios que se producen, tanto en el individuo como en su interpretación de la situación, cuando se percibe a sí mismo más como miembro de un grupo que como persona individual. Estos cambios están relacionados con las cogniciones, las emociones y la conducta:

  • El beneficio del grupo se convierte en la máxima prioridad, por lo que las conductas que lo promueven y las personas que las realizan son juzgadas de forma mucho más positiva (se las considera leales, dignas de confianza y generosas) que cuando se adopta una perspectiva individual. Por la misma razón, las acciones que buscan aprovecharse del esfuerzo de los demás, que desde un punto de vista individual pueden parecer astutas y racionales, cuando se juzgan desde la óptica de la identificación grupal se consideran actos de traición despreciables.
  • Cuando las personas colaboran entre ellas, tienden a dar por supuesto que los demás miembros del grupo también van a contribuir al bien colectivo, más que perjudicarlo, es decir, se genera un sentimiento de confianza mutua. Es curioso cómo, el mismo proceso cognitivo que lleva a las personas a desconfiar de las demás cuando no existe conciencia de grupo, puede provocar el sentimiento contrario cuando sí se da esa conciencia. En ambas situaciones se produce un sesgo de falso consenso, que consiste en pensar que los demás harán lo mismo que yo: si busco mi propio beneficio (o si coopero), creo que los demás también lo harán. Ese sentimiento de confianza mutua es esencial para la cooperación. En las investigaciones de laboratorio sobre dilemas sociales se ha encontrado que la gente que confía en los demás suele cooperar más con otros miembros del grupo (Parks, Henager y Scamahorn, 1996).
  • Las normas que favorecen la cooperación y el compromiso con el grupo se convierten en guías para la conducta individual. Esto hace que las personas prefieran seguir estas normas en lugar de buscar su beneficio personal. En uno de los estudios del equipo de Robyn Dawes se encontró que los participantes seguían aportando su contribución, incluso cuando sabían que no era necesario para aumentar el beneficio conjunto ni, por tanto, el suyo propio (podrían ganar más si se guardaban su contribución y se beneficiaban del reparto de los beneficios globales).

En uno de los trabajos más citados en esta área de investigación, Marilynn Brewer y Roderick Kramer (1986) crearon en el laboratorio una situación que representaba un dilema sobre recursos comunes.

Los participantes se sentaban en cabinas individuales con un ordenador, pero se les decía que había otros en las demás cabinas realizando la misma tarea. Los investigadores emplearon dos condiciones experimentales: a la mitad de los participantes se les hizo desarrollar identificación con su grupo, ya la otra mitad no. Éstos últimos fueron tomados como grupo de control. Esta manipulación experimental se consiguió con un procedimiento tan simple como decirles, a unos, que el pago que se les daría por participar en el experimento se decidiría para el grupo en conjunto y, a los otros, que se haría por separado para cada individuo. Compartir una suerte común con el resto del grupo fue suficiente para modificar la conducta, reduciendo significativamente la cantidad de recursos que los participantes de la condición de identificación cogían del fondo común cuando se les daba la oportunidad. Es interesante destacar que la influencia de la identificación en la conducta fue evidente sólo cuando los recursos se estaban agotando, lo cual es lógico porque el conflicto entre el interés individual y el bienestar colectivo, es decir, el dilema social, no es muy llamativo cuando existe abundancia de recursos para todos.

En esta investigación también se estudiaron otras variables interesantes para el tema que nos ocupa. En concreto, la influencia del tamaño del grupo y la del tipo de dilema social. Muy resumidamente, se encontraron los siguientes resultados:

  1. la cooperación descendía cuando el grupo era más numeroso;
  2. la identificación con el grupo conseguía contrarrestar el efecto del tamaño del grupo en el dilema de recursos comunes, pero no en el de bienes públicos, en el que los participantes debían ceder un recurso que ya tenían, en lugar de renunciar a tomar algo que no era todavía suyo.

La conclusión que parece extraerse de toda esta línea de investigación es que la identificación con el grupo es una herramienta potente para motivar la cooperación en situaciones que plantean un dilema social. Pero, ¿es así en cualquier tipo de dilema? ¿Qué ocurre cuando hay más de un grupo implicado? En una situación como la que se propone en el dilema del prisionero, por ejemplo, donde no es el individuo frente al grupo, sino un individuo (o un grupo) frente a otro individuo (u otro grupo), no parece tener mucha cabida el proceso de identificación grupal. ¿O sí?

Cuando la identificación obstaculiza la cooperación

En una investigación sobre el empleo de estrategias cooperativas y competitivas, Insko, Schopler, Hoyle, Dardis y Graetz (1990) utilizaron el dilema del prisionero para analizar lo que se conoce como "efecto de discontinuidad individuo-grupo». Este efecto constituye uno de los fenómenos más confirmados en la literatura: existe una tendencia inequívoca a que las relaciones entre grupos sean menos cooperativas (o más competitivas) que las relaciones entre individuos. Si consideramos que los grupos están formados por individuos, este efecto no parece tener mucho sentido. Para que lo tenga es necesario admitir que algo ocurre cuando un individuo actúa como integrante de un grupo, que no se produce cuando lo hace como persona individual, o viceversa. A eso se refiere el término "discontinuidad". Tan potente es este efecto que se ha puesto de manifiesto incluso cuando los grupos están formados por dos personas cada uno.

Se han ofrecido diversas explicaciones de este fenómeno, entre ellas la hipótesis de la desconfianza basada en esquemas y la hipótesis del apoyo al egoísmo compartido. La primera sugiere que, a la hora de interactuar con otro grupo, las personas mantienen expectativas más negativas sobre el comportamiento del oponente que cuando interactúan con un individuo. Es decir, debido a que se tiene un esquema competitivo de la conducta de los grupos, se espera de éstos que compitan y se actúa en consonancia con esas expectativas. En el contexto del dilema del prisionero, cuando los que juegan son participantes individuales, las expectativas serán más consonantes con la cooperación. Sin embargo, la estrategia más racional en el caso de un juego entre grupos será no cooperar, puesto que se espera que el otro elija competir. En este sentido, la elección de la estrategia estaría motivada por el miedo a perder, más que por el deseo de ganar.

Por su parte, la hipótesis del apoyo al egoísmo compartido propone que la interacción entre los miembros del mismo grupo hace que éstos se apoyen mutuamente para perseguir el propio interés, algo que no ocurre cuando el juego es entre individuos aislados. De acuerdo con esta segunda hipótesis, la motivación que guía la elección de la estrategia es la ambición por ganar.

Para comparar las estrategias de decisión individuales y grupales, Insko y sus colegas emplearon como participantes sólo a individuos. En una de las condiciones experimentales los participantes estaban aislados, y jugaban al dilema del prisionero cada uno individualmente contra otro. En otra condición experimental los participantes estaban reunidos en grupos de tres y, para jugar al dilema, se les pedía que eligieran un representante del grupo, que sería el que jugaría contra el representante de otro grupo. Las variables dependientes eran dos: el tipo de estrategia elegida y la cantidad de puntos conseguidos en el juego.

Lo que los investigadores querían poner a prueba (su hipótesis de investigación principal) era que las personas se comportan de forma distinta cuando actúan defendiendo sus propios intereses que cuando tienen que defender los intereses del grupo al que representan. Este procedimiento permitía demostrar con más fuerza el efecto de discontinuidad dentro de la propia persona, además de reproducir más fielmente la forma en que se producen los contactos intergrupales en muchas situaciones de la vida real (entre diplomáticos, negociadores, abogados, etc.).

Los resultados mostraron que, cuando actuaban como miembros de un grupo, los participantes competían más, cooperaban menos y, al final, conseguían menos puntos que cuando actuaban como individuos (Tabla 10.1).

Tabla 10.1. Media de elecciones realizadas y puntos conseguidos por los individuos que actuaban a título personal y los que representaban a un grupo (Insko et al. 1990).

Variables dependientes Individuos Representantes
Elección competitiva 1.00 10.14
Elección cooperativa 19.00 9.86
Puntos ganados 156 128
Nota. Puesto que había 10 turnos de elección, el máximo de elecciones para cada opción era 20 (10 por cada uno de los dos participantes en el juego). Los puntos que aparecen en la tabla representan la media por individuo en cada condición.

Como se puede apreciar en la Tabla 10.1, se confirma el efecto de discontinuidad. En cuanto a la posible explicación de dicho efecto, en su estudio, Insko y sus colaboradores pusieron a prueba las dos hipótesis antes mencionadas, y encontraron que tanto el miedo a perder como la ambición por ganar contribuyen al efecto de discontinuidad. Los investigadores extraen de estos datos una conclusión que puede resultar inquietante: es probable que ambas motivaciones actúen de forma cíclica, de manera que, cuando el otro grupo da muestras de voluntad de cooperación, el miedo a perder disminuye y aumenta la tentación de explotar esa buena voluntad en beneficio propio.

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