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Cada vez más conductores jóvenes están implicados en accidentes de tráfico. En este sentido, las estadísticas confirman que el grupo de edad más propenso a sufrir accidentes de circulación es el formado por jóvenes menores de 30 años (Observatorio Nacional de Seguridad Vial, 2010). La mayor frecuencia de víctimas de este rango de edad suele explicarse por la falta general de experiencia y por las peculiares características psicológicas de este grupo de edad. Entre los factores que intervienen más directamente en la ocurrencia de siniestros se han destacado la deficiente habilidad para percibir y reaccionar eficazmente ante posibles riesgos o la tendencia a implicarse voluntariamente en conductas de alto riesgo. Esto ha llevado a plantear que la implicación de los jóvenes en accidentes se explica, en buena medida, por la forma en que el joven juzga y decide actuar cuando conduce un vehículo. La tendencia a participar en situaciones arriesgadas es una de las características más analizadas en los estudios psicológicos sobre los jóvenes conductores (v., entre otros, los trabajos de Montoro, Carbonell, Sanmartín y Tortosa, 1995; Pérez et al., 2002; Caballero et al., 2003; Arias et al., 2008). Así, una gran parte de estos ha generado teorías cognitivo-conductuales centradas esencialmente en los constructos de motivaciones, expectativas, creencias, atribuciones, valores e intereses, entre otros. Aunque, sin ninguna duda, los modelos más aplicados analizan cómo las actitudes influyen sobre nuestra conducta y, más recientemente, cómo la experiencia emocional explica un porcentaje importante de la intención de conducta.

Carbonell, Montoro, San Martín y Tortosa (1995) han propuesto dos ejes centrales en torno a los cuales se articulan las predicciones de la conducta de riesgo y la motivación para evitarlas. Concretamente, en su estudio partían de un eje de gravedad percibida y otro que contemplaba la probabilidad percibida del riesgo. Los autores llaman la atención sobre su utilidad para definir programas de acción.

Las acciones deben encaminarse, según plantean los autores, a cambiar la opinión de los usuarios relativa a la frecuencia (ej. los usuarios pueden percibir la situación de conducir a alta velocidad durante mucho tiempo como poco frecuente y muy grave, cuando en realidad es muy frecuente y muy grave).

Tejero y Carbonell (1995) llevan a cabo un programa de intervención con jóvenes para la prevención de conductas de riesgo al volante. En su estudio trabajan sobre temas como el exceso de velocidad, conducir bajo los efectos del alcohol u otras drogas, no usar el cinturón de seguridad o no utilizar el casco.

Las entrevistas con los participantes sugieren que la realización efectiva de prácticas de riesgo está estrechamente asociada con el estilo de diversión (salir de fiesta, beber y coger el coche). Entre los resultados más importantes de cara a la intervención, los autores encuentran que, comparando a los conductores de alto y bajo riesgo, los primeros se caracterizaban por ser hombres, con más experiencia en la conducción (permiso de conducir de más de 6 años y conducen más kilómetros anuales), con mayor número medio de multas y más implicación en accidentes. Además, este grupo muestra mayor intención de realizar conductas de riesgo, son personas que evalúan mejor esas prácticas de riesgo (actitud) y se sienten menos presionados por los otros significativos (norma social subjetiva).

A la luz de estos resultados, los autores concluyen que la intervención debería estar dirigida al cambio en el grado de importancia que se concede a las consecuencias negativas de realizar prácticas de riesgo. Así, la percepción de las consecuencias negativas influiría más en la decisión de la conducta y provocaría un cambio en el grado de importancia que se concede a las ventajas asociadas a las prácticas de riesgo.

Se plantea la conveniencia de utilizar mensajes persuasivos que ataquen al centro de creencias, como las que se esconden tras las expresiones si se es buen conductor, no es peligroso conducir en situación de riesgo o si se tiene experiencia, no es peligroso conducir en situación de riesgo. Estos ataques tendrían como objetivo destapar el hecho de que son creencias erróneas. Las creencias asociadas con las ventajas que acarrean las conductas de riesgo (tiempo, dinero, etc.) se atacarían tras relativizarlas en función de la magnitud de las consecuencias aversivas (incidentes, accidentes, multas, retirada de puntos y del permiso de conducir, entre otras), y ofrecer alternativas.

Convendría reforzar la norma social subjetiva: incidir en los acompañantes para que actúen como fuente de presión social que disuada al conductor de alto riesgo de realizar conductas arriesgadas.

Finalmente, es conveniente desarrollar programas de formación que capaciten al conductor para gestionar el accidente. A modo de ejemplo, en un DVD editado por la Dirección General de Protección Civil y Emergencias DGPCE (2002) sobre el túnel de Somport en Huesca se indica que la circulación dentro de ese espacio debe ser la siguiente:

  • Mantener una distancia de seguridad entre vehículos de 100 m para los ligeros y de 150 m para los pesados.
  • No sobrepasar los 80 km/h y no bajar de los 50 km/h.

Y en caso de incidente o avería, el conductor debe:

  • Encender las luces intermitentes.
  • Aparcar en un apartadero o a la derecha.
  • Apagar el motor.
  • Dejar puesta la llave de contacto.
  • Abandonar el vehículo.
  • Pedir ayuda desde el teléfono de emergencia.

Además, según el plan de apoyo psicosocial para las emergencias en el túnel de Somport, y como señalan Ayala et al. (2008) y Leo (2003), en caso de accidente deben minimizarse las consecuencias para los afectados. En este sentido, es importante dar respuesta a las necesidades básicas de los afectados mediante la facilitación de lugares de acogida, transporte, manutención, información, acompañamiento, mediación y gestión de recursos específicos, sin olvidamos del impacto emocional que pueden producir en los afectados determinadas actuaciones derivadas de la gestión de la emergencia.

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