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Los trastornos del sueño y las dificultades para dormirse suponen problemas muy frecuentes en la infancia, sin embargo no se recogen como tales entre los trastornos de inicio en la infancia, niñez o adolescencia en el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002), debiendo aplicarse los mismo criterios a niños que a adultos. Considerando sólo los trastornos primarios del sueño, es decir aquellos que no están relacionados con enfermedades, con otros trastornos mentales o con la ingestión de ciertas sustancias, estos trastornos suelen clasificarse en dos grandes categorías (ASDA, 1990; APA, 2000/2002):

  1. Disomnias, que agrupa los trastornos de la cantidad, calidad y horario del sueño. Bajo este epígrafe se incluyen los trastornos de inicio y mantenimiento del sueño (ej. el insomnio) y los trastornos por sueño excesivo o hipersomnias (ej. la narcolepsia y la apnea del sueño).
  2. Parasomnias, que agrupa los acontecimientos o comportamientos problemáticos asociados al sueño. Incluye, entre otros trastornos, los del despertar (terrores nocturnos y sonambulismo) y las alteraciones asociadas al sueño paradójico (pesadillas).

En este capítulo se van a describir sólo los trastornos del sueño en la infancia que con más frecuencia son objeto de tratamiento conductual: el insomnio, las pesadillas, los terrores nocturnos y el sonambulismo. Asimismo, y de acuerdo con algunos autores (Lozano y Rodríguez, 2000; Caballo, Navarro y Sierra, 2001) y con la reciente versión la Clasificación Internacional de los Trastornos del Sueño (International Classification ofSleep Disorders- ICSD2) de la American Academy of Sleep Medicine (2005), se va a estudiar otro tipo de disomnia no considerada en el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002), el Insomnio Conductual Infantil, también conocido como dificultades para dormir en niños menores de 5 años, «trastorno pediátrico del sueño» (Kuhn y Elliott, 2003) o «insomnio infantil por hábitos incorrectos» (Estivill, 1994), por ser uno de los problemas por los que más frecuentemente consultan los padres.

1. Insomnio

1.1. Características y diagnóstico

Se califica como insomnio a la dificultad persistente para obtener un sueño reparador, debido al retraso en el inicio del sueño (insomnio de conciliación o de inicio), a frecuentes interrupciones durante la noche (insomnio de mantenimiento), o bien a un despertar temprano (insomnio tardío o terminal). Aunque prácticamente todas las personas sufrimos en algún momento de nuestra vida dificultades ocasionales para dormir, el diagnóstico de insomnio primario requiere, según el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002), que las dificultades permanezcan durante al menos un mes. Además, la alteración del sueño debe provocar malestar clínicamente significativo y no ser consecuencia del padecimiento de otro trastorno, enfermedad médica o de la ingestión de alguna sustancia.

Criterios para el diagnóstico de insomnio primario según el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002):

  1. Dificultad para iniciar y mantener el sueño o no tener un sueño reparador, durante al menos un mes.
  2. La alteración del sueño (o la fatiga diurna asociada) provoca malestar clínicamente significativo, o bien deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad de la persona.
  3. Esta alteración del sueño no aparece exclusivamente en el transcurso de otro trastorno del sueño como la narcolepsia, el trastorno del ritmo circadiano, el trastorno del sueño relacionado con la respiración o una parasomnia.
  4. La alteración no aparece exclusivamente en el transcurso de otro trastorno mental (ej. trastorno depresivo mayor, de ansiedad generalizada, etc.).
  5. La alteración no es debida a los efectos fisiológicos directos de una sustancia (ej. fármacos, drogas, etc.) o de una enfermedad médica.

Hasta ahora, los sistemas clasificatorios diagnósticos no han diferenciado entre el insomnio padecido por los adultos y el insomnio infantil, sin embargo, algunas de las características de ambos fenómenos son muy diferentes, por lo que según Glaze, Rosen y Owens (2002) se hace necesaria una adaptación de los criterios del DSM para que éstos sean de utilidad en la evaluación y el tratamiento del insomnio infantil. Por ejemplo, al juzgar el malestar que el trastorno provoca no sólo se debería tener en cuenta el criterio del paciente (el niño) sino que sería necesario incluir la valoración que hacen los padres o cuidadores. En este sentido, y como señalan Kuhn y Elliott (2003), es curioso comprobar que los adultos con insomnio se quejan de sus dificultades para dormirse a pesar de sus mejores esfuerzos por conseguirlo; por el contrario, los niños suelen resistirse activamente a dormirse, a pesar de los mejores esfuerzos de sus padres. Asimismo, señalar que la ocurrencia de algunos problemas propios de la infancia, como la enuresis nocturna, o ciertos miedos evolutivos, como el miedo a la oscuridad (aspectos que son tratados en otros capítulos de este manual), con mucha frecuencia pueden ser los responsables de las dificultades del niño para dormirse o para mantener un sueño reparador.

Recogiendo algunas de las sugerencias realizadas, la American Psychiatric Association (APA, 2012), en su revisión de los criterios para el DSM-5 propone diversas modificaciones que permitirían diagnosticar los casos de insomnio infantil. Por ejemplo, se propone que el criterio de dificultades para iniciar o mantener el sueño se desglose en dos y en ambos casos se especifique que, para diagnosticar insomnio en los niños, éstos deban tener dificultades para iniciar el sueño o para volver a dormirse sin la intervención de un cuidador. Asimismo, se propone incluir un criterio que, en el caso de los niños, recoja la persistente resistencia u otras dificultades a la hora de irse a la cama.

1.2. Epidemiología

La prevalencia de los problemas de insomnio durante la infancia es difícil de estimar ya que, aunque una de las quejas más frecuentes de los padres es la dificultad de sus hijos para conciliar o mantener el sueño durante toda la noche, lo cierto es que muchas de estas quejas, sobre todo las referidas a niños menores de 5 años, estarían reflejando una inadecuada adquisición del hábito del sueño, aspecto que será abordado en un próximo apartado.

Considerando sólo los datos de niños mayores de 5 años, algunos estudios recientes pueden servir para ilustrar la ocurrencia de este trastorno. En un trabajo realizado con una amplia muestra de 1.413 escolares entre 6 y 11 años Nevéus, Cnattingius, Olsson y Hetta (2001) cifran en un 13,9% la frecuencia de problemas de insomnio de inicio al menos una vez a la semana, y en un 38,4% una vez al mes. Utilizando los informes de 635 padres de niños de 6 a 8 años Smedje, Broman y Hetta (2001) informan de la ocurrencia ocasional de problemas para dormirse en un 59,1% de los niños, mientras que sólo el 7,8% presentan estos problemas semanalmente (1 ó 2 veces por semana), y tan sólo un 3,8% los padecen a diario. El porcentaje de padres que señalaba despertares frecuentes (diarios) durante la noche es más elevado, un 10,6%. Estos mismos autores (Smedje, Broman y Hetta, 1999) utilizando los informes de una amplia muestra de padres (1.844) de niños entre 5 y 7 años, encontraron datos ligeramente inferiores (dificultades para dormirse: 58,3% ocasional; 6,3% semanal; 2,2% diario), lo que parece señalar ya la tendencia del incremento en la gravedad del problema con el paso de los años (APA, 2000/2002). Las quejas por episodios frecuentes de despertar durante la noche también son menores que en los niños mayores, siendo diarias en un 8,7% de los casos.

Vemos, en definitiva, que la ocurrencia de episodios aislados de insomnio oscila entre el 38% y el 59%. Sin embargo su prevalencia como trastorno, es decir, con episodios repetidos que provocan malestar, es mucho más baja, con porcentajes que oscilarían, según los datos citados, entre el 2,2% y el 13,9%. En los adolescentes, la prevalencia del insomnio es algo superior, con cifras que oscilarían entre 4-5% (para los que cumplen los criterios DSM-IV para el diagnóstico) y el 14% para aquellos que manifiestan síntomas de insomnio, aunque no cumplan todos los criterios (Johnson, Roth, Schultz y Breslau, 2006; Roberts, Roberts y Chan, 2008).

1.3. Etiología

Los factores que pueden influir en los problemas para conciliar y mantener el sueño en la infancia son muy diversos, entre ellos pueden considerarse los factores orgánicos, madurativos, psicológicos, o las condiciones externas (Lozano y Rodríguez, 2000). Estos dos últimos aspectos tienen una especial relevancia para la intervención conductual:

  1. El sueño es una actividad frágil que puede verse dificultada por múltiples condiciones externas al propio niño como: las condiciones del dormitorio (nivel de ruido, temperatura, comodidad de la cama, etc.); hábitos alimentarios (cenas copiosas o demasiado escasas, bebidas estimulantes, etc.); regularidad del ritmo vigilia-sueño; actividades estimulantes durante la tarde noche; realizar en el dormitorio actividades incompatibles con el dormir.
  2. Asimismo, la ocurrencia de nuevas situaciones o acontecimientos (ej. un cambio de colegio, separación de los padres, etc.), o bien las preocupaciones cotidianas del niño por sus problemas (en casa, en la escuela, con los amigos, etc.), así como la existencia de alteraciones emocionales, (ansiedad, tristeza, etc.) derivadas de dichos problemas, suelen interferir en la conciliación y el mantenimiento del sueño.

En un amplio estudio comunitario conducido en Bélgica con población escolar de 6 a 13 años, las conclusiones de los datos aportados por los informantes (padres o cuidadores) señalan como importantes factores predictivos de los problemas de sueño de sus hijos, el ruido y el exceso de iluminación en la habitación durante la noche (Spruyt, O'Brien, Cluydts y cols., 2005). Por otra parte, señalar que aunque en algunas ocasiones el insomnio puede aparecer de forma gradual y en ausencia de un agente causal claro, la mayoría de los problemas de insomnio tienen un inicio repentino coincidiendo con algunas de las condiciones adversas citadas o con alguna otra situación de estrés psicológico, social o médico (APA, 2000/2002). El problema es que, en muchas ocasiones, el insomnio se mantiene tras la desaparición del suceso o condición que lo originó, por un fenómeno de condicionamiento. Es decir, el acto de dormir y todos los elementos con él asociados (habitación, cama, oscuridad, etc.) adquieren un carácter aversivo, por lo que el niño tiende a evitarlos. Asimismo, hay que considerar la posible ganancia secundaria (atención, cuidados especiales, dormir con los padre, etc.) que el niño pueda estar consiguiendo por sus problemas de insomnio, y que puede estar reforzando su comportamiento y contribuyendo al mantenimiento del problema.

2. Insomnio conductual en la infancia (dificultades para dormir en menores de 5 años)

2.1. Características, prevalencia y etiología

La mayor parte de las dificultades para dormir en niños menores de 5 años pueden ser encuadradas en los denominados trastornos pediátricos del sueño (Khun y Elliott, 2003), más recientemente agrupados bajo la etiqueta de Insomnio Conductual Infantil en la Clasificación Internacional de los Trastornos del Sueño (International Classification of Sleep Disorders-ICSD2; American Academy of Sleep Medicine, 2005) y también conocido como insomnio infantil por hábitos incorrectos (Estivill, 1994). Este tipo de insomnio se manifiesta de forma típica en dos momentos, bien mediante la resistencia del niño para irse a la cama o para acostarse y dormirse solo, o bien durante la noche mediante frecuentes interrupciones del sueño y nuevas dificultades tras cada despertar para volver a conciliar el sueño de forma espontánea y sin la ayuda de los padres. Estas manifestaciones del insomnio conductual dan lugar, a su vez, a tres subtipos de diagnóstico según la American Academy of Sleep Medicine (2005):

  1. un tipo de insomnio caracterizado por la dificultad del niño para dormirse sin la ayuda de ciertos elementos o personas asociados a la conciliación del sueño (Sleep Onset Association Disorder), que es el más frecuente en los niños pequeños;
  2. un insomnio caracterizado por el rechazo o la resistencia a acostarse a la hora estipulada (Limit Setting Disorder); y
  3. un tipo de insomnio mixto o combinado, que incluiría conductas problemáticas de los dos primeros tipos.

El insomnio conductual o por hábitos incorrectos es uno de los problemas más frecuentes en la clínica infantil. Por ejemplo, Sadeh, Mindell, Luedtke y Wiegand (2009) estiman que afecta a una proporción de entre el 20 y 30% de los niños menores de 3 años; en nuestro país, Caballo y cols. (2001) estiman que, en alguna medida, afecta a más del 30% de los niños de entre 6 meses y 5 años de edad. El problema, que normalmente se inicia ante la falta de recursos de los padres para afrontar las primeras dificultades de sueño del bebé, suele agudizarse con el paso del tiempo cuando los padres, ante las continuas dificultades de su hijo para conciliar el sueño, intentan introducir nuevos cambios en sus costumbres (cantarle, mecerle, darle de comer, darle agua, acostarse con él, llevarle a su cama, etc.) para intentar que el niño se duerma (Estivill, 1994) consiguiendo evidentemente, que tales conductas queden asociadas al inicio del sueño y que cada vez sea más difícil que el niño concilie el sueño de forma autónoma. Asimismo, los problemas pueden agravarse aún más según el niño va creciendo y es capaz de expresar verbalmente sus quejas, su resistencia y oposición a las normas que los padres intentar implantar y sus demandas, o según va adquiriendo mayor autonomía y puede levantarse de la cama para meterse en la cama de los padres.

Vemos, por tanto, que este trastorno se explica básicamente por un problema de aprendizaje: la deficiente adquisición de unos adecuados hábitos de sueño y el reforzamiento de las conductas inadecuadas del niño. Es decir, suele producirse cuando los padres no han sabido trasmitir al niño el aprendizaje de una rutina que le permita establecer las adecuadas asociaciones que le señalan que es la hora de dormir y que, por tanto, debe permanecer solo en su cuna o cama, hasta quedarse dormido. Junto a esto, lo normal es comprobar que los comportamientos inadecuados del niño (llorar, gritar, etc.) han sido reforzados por los padres cuando acuden a ver qué le pasa, o le consuelan para que se calme, quedando así instaurados en el repertorio habitual del niño, y manteniendo sus dificultades para dormir. Finalmente, señalar que el padecimiento de problemas persistentes de insomnio conductual en la infancia, además de repercutir en la salud y estado anímico del niño, suele acabar afectando a toda la familia, pudiendo provocar disfunción familiar e incluso repercutiendo sobre la calidad de vida y el estado de ánimo de los padres (Segarra, 2010).

3. Pesadillas

3.1. Características y diagnóstico

Las pesadillas son episodios de ensoñación que producen un miedo intenso en el niño y que provocan su despertar. Normalmente se trata de un sueño largo que se centra en una situación que supone una amenaza para el niño, ya sea por peligro físico (ej. persecuciones, accidentes, etc.), o psíquico (ej. vergüenza, fracaso, etc.). Estos sueños no suelen corresponderse con situaciones reales, aunque en algunos casos pueden reproducir una situación traumática vivida por el niño. Al despertarse, el niño responde adecuadamente al entorno mostrando en todo momento contacto con la realidad y prevaleciendo la sensación de angustia; además, puede relatar el contenido del sueño y describir detalladamente qué es lo que le ha producido el miedo. En todo caso el diagnóstico requiere, según el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002), que las pesadillas o la alteración que provocan los despertares cause un malestar clínicamente significativo o un deterioro en alguna de las áreas del funcionamiento del niño.

Criterios para el diagnóstico de pesadillas según el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002):

  1. Despertares repetidos durante el sueño nocturno o las siestas diurnas provocados por sueños extremadamente terroríficos y prolongados que dejan recuerdos vividos, y cuyo contenido suele centrarse en amenazas para la propia supervivencia, autoestima o seguridad. Los despertares normalmente ocurren en la segunda mitad del período de sueño.
  2. Cuando la persona se despierta del sueño terrorífico, recupera rápidamente el estado orientado y vigil.
  3. Las pesadillas, o la alteración del sueño producida por los continuos despertares, provocan malestar clínicamente significativo o deterioro laboral*, social o de otras áreas importantes de la actividad de la persona.
  4. Las pesadillas no aparecen exclusivamente en el transcurso de otro trastorno mental (ej. trastorno por estrés postraumático) y no se deben a los efectos fisiológicos directos de una sustancia (ej. fármacos, drogas, etc.) o de una enfermedad médica.

* Nótese que son criterios aplicados a adultos.

Al tratarse de un problema que aparece durante la ensoñación, su ocurrencia se limita casi exclusivamente a la fase de sueño REM. Por este motivo pueden aparecer en cualquier momento del sueño nocturno, aunque su aparición es mucho más frecuente en la segunda mitad de la noche en la que los períodos de sueño REM son más largos.

3.2. Epidemiología

Se trata de uno de los trastornos del sueño más frecuentes en la infancia. Su prevalencia real es difícil de determinar ya que su ocurrencia, además de variar con la edad, depende tanto de quien realice el informe (padres o niños) como del criterio de frecuencia que se adopte. Algunos datos de estudios en los que los padres informaban sobre las pesadillas de sus hijos, pueden servir para ilustrar esta diversidad de cifras. Así, Smedje y cols. (1999) informan de la ocurrencia de episodios ocasionales de pesadillas en un 57,6% de los niños. Sin embargo, en sólo el 3,1% de los casos se informa de episodios tan frecuentes (al menos 1 ó 2 por semana) como para suponer un problema serio, que aparece incluso asociado a otros problemas de sueño como despertares nocturnos, sueño intranquilo, terrores nocturnos o resistencia para acostarse. Con niños de 6 a 8 años, estos mismos autores (Smedje y cols., 2001) informan de la ocurrencia ocasional de pesadillas en un 55%, de 1 a 2 episodios por semana en el 4%; 3 a 4 episodios por semana en el 1,1%; y de 5 a 7 episodios por semana en el 0,3% de los casos. En nuestro país, el informe de los padres de una muestra de escolares alicantinos de 3.° a 6.° de primaria (8-11 años) revela una frecuencia semanal de pesadillas de 1,9% (Canet-Sanz y Oltra, 2007). Finalmente señalar los datos de un estudio más reciente (Coolidge, Segal, Coolidge y cols., 2010), en el que la prevalencia global de pesadillas calificadas como terribles por los padres de niños de 4 a 17 años, fue estimada en un 6.4%.

Cuando el informe lo realizan los niños, la frecuencia suele ser ligeramente mayor. Así, en un trabajo realizado por Schredl, Fricke-Oerkermann, Mitschke y cols. (2009) con una amplia muestra de niños alemanes de 10 años, la ocurrencia de pesadillas frecuentes fue estimada en un 2.5% cuando se atendía al informe de los padres, mientras que cuando la estimación era hecha por los niños, la ocurrencia ascendía al 3.5%. Asimismo, en el ya citado estudio de Nevéus y cols. (2001) realizado con niños de entre 6 y 11 años, el 51% de los niños informa padecer episodios de pesadillas cada mes; el 4,9% cada semana, y el 0,5% cada noche.

Los datos que de forma global se ofrecen en el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002) cifran entre un 10 y un 50% los niños de 3 a 5 años que padecen pesadillas frecuentes; asimismo se señala que los primeros episodios suelen aparecer entre los 3 y 6 años, disminuyendo su ocurrencia con el paso de los años. En adultos la ocurrencia de episodios aislados se estima en un 50% de la población.

3.3. Etiología

Aunque la etiología de las pesadillas no está suficientemente clara, su ocurrencia suele relacionarse con situaciones problemáticas que ocurren mientras el niño está despierto (Nielsen y Levin, 2007), con síntomas de ansiedad (Nielsen, Laberge, Tremblay y cols., 2000) o con factores genéticos (Coolidge y cols., 2010). La aparición de las pesadillas puede coincidir con momentos en los que el niño ha tenido que enfrentarse a alguna situación nueva, para la que no disponía de los recursos adecuados, como un cambio de colegio, separaciones maternas, hospitalizaciones, etc. Asimismo, los episodios frecuentemente pueden relacionarse con la presencia de elevados niveles de activación durante la tarde noche (ej. ver películas de miedo) o con la ocurrencia de situaciones ansiógenas durante el día.

Las relaciones entre nivel de ansiedad y ocurrencia de pesadillas ha sido estudiada por Mindell y Barrett (2002). Estos autores, utilizando un cuestionario que cumplimentaban tanto los niños como sus padres, valoraron la ocurrencia de ambos fenómenos en una muestra de 60 niños de entre 5 y 11 de edad. Los resultados confirman la existencia de una relación entre los niveles de ansiedad de los niños y la ocurrencia de pesadillas; asimismo se comprueba que los niños que percibían sus pesadillas como más angustiosas tenían mayor nivel de ansiedad (rasgo) que los niños que informaban tener pesadillas poco atemorizantes. Por otra parte, Coolidge y cols. (2010) han investigado recientemente la heredabilidad de las pesadillas y su comorbilidad con el trastorno de ansiedad generalizada (TAC), en una amplia muestra de estudiantes de 4 a 17 años. Los resultados parecen indicar la existencia de una fuerte influencia genética en las pesadillas, que daría cuenta de un 51% de la varianza fenotípica; por el contrario, la evidencia de correlación genética compartida con el TAG fue muy pequeña.

4. Terrores nocturnos

4.1. Características y diagnóstico

Los terrores nocturnos son episodios de despertar brusco que suelen suceder en el primer tercio de la noche, durante las fases de ondas lentas (NREM).

Son muy alarmantes ya que el niño pasa de forma brusca de estar profundamente dormido a incorporarse en la cama, gritando y con una elevada activación autonómica (sudor, taquicardia, hiperventilación, etc.). A pesar de tener los ojos abiertos y muchas veces fijos en un punto, el niño no está totalmente despierto y no responde a los estímulos externos (ej. los padres que le hablan).

Si llega a despertarse puede tardar varios minutos (que a los padres se les hacen eternos) y cuando lo consigue se muestra desorientado y confuso. A la mañana siguiente lo normal es que no se acuerde del episodio y, si recuerda algo, los contenidos no son muy elaborados, sólo alguna escena aislada de terror. Además de los aspectos señalados, el diagnóstico de terrores nocturnos según el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002) requiere que su padecimiento provoque un malestar clínicamente significativo o un deterioro acusado.

Criterios para el diagnóstico de terrores nocturnos según el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002):

  1. Episodios recurrentes de despertares bruscos, que generalmente se producen durante el primer tercio del sueño y que se inician con un grito de angustia.
  2. Durante el episodio, aparición de miedo y signos de activación vegetativa de carácter intenso, como taquicardia y sudoración.
  3. La persona muestra una falta relativa de respuesta a los esfuerzos de los demás por tranquilizarle.
  4. Existe amnesia del episodio: el individuo no puede describir ningún recuerdo detallado de lo acontecido durante la noche.
  5. Los episodios provocan malestar clínicamente significativo, o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad de la persona.
  6. La alteración no es debida a los efectos fisiológicos directos de una sustancia (ej. fármacos, drogas, etc.) o de una enfermedad médica.

Las pesadillas y los terrores nocturnos son dos tipos de trastornos del sueño que, a pesar de tener considerables diferencias, se confunden con frecuencia. Para facilitar su comparación, en la Tabla 4. se muestran las características de cada uno de dichos trastornos, de modo que las similitudes y diferencias entre ambos resulten más evidentes.

Tabla 4. Diferencias entre las pesadillas y los terrores nocturnos. Modificado de Buela-Casal y Sierra (1994) y Wicks-Nelson e Israel (1997).

Pesadillas Terrores Nocturnos
Se producen en la segunda mitad de la noche. Se producen en el primer tercio de la noche.
Las vocalizaciones, si existen, son silenciosas El niño se despierta llorando, gritando y vocalizando.
Activación fisiológica moderada. Intensa activación fisiológica: sudor, aumento frecuencia cardiaca, dilatación pupilar.
El niño se incorpora en la cama. Los movimientos son ligeros o ausentes. El niño se incorpora en la cama. Existe actividad motora y agitación.
Responde fácilmente al entorno. En todo momento existe contacto con la realidad. Dificultad para responder al entorno. No existe contacto con la realidad.
Frecuentemente se recuerda el episodio. No se recuerda el episodio, o sólo levemente.
Los contenidos son elaborados. Los contenidos son muy poco elaborados.
Bastante comunes. Poco frecuentes.

4.2. Epidemiología

También en el caso de los terrores nocturnos encontramos que los datos sobre su prevalencia en la infancia son difíciles de estimar y varían ampliamente de unos estudios a otros, en función de la edad de la muestra, de los informantes y de los criterios utilizados, sobre todo la frecuencia. En el DSMIV-TR (APA, 2000/2002) se estima entre el 1 y el 6% la prevalencia de episodios esporádicos de terror nocturno. Smedje y cols. (1999) encuentran cifras algo más elevadas: el 7,3% de los niños de 5 a 7 años, y el 8,2% de los niños de 6 a 8 años (Smedje y cols., 2001). Cuando la muestra se restringe a los niños que acuden a consulta de pediatría, los porcentajes se elevan considerablemente: un 39,1% de los niños de pre-escolar, y un 19,2% de los niños en edad escolar (Archbold, Pituch, Panahi y Chervin, 2002). En general, su ocurrencia de forma aislada se considera como un fenómeno bastante frecuente en la infancia; así Wilson y Nutt (2010) señalan que entre el 30% y 40% de los niños han presentado al menos un episodio en su infancia. Sin embargo, la ocurrencia de episodios frecuentes (1 ó 2 por semana) es mucho menor, estimándose en tan sólo un 0,6% (Smedje y cols., 1999, 2001).

La edad de aparición suele ser entre los 4 y los 12 años, alcanzando su máximo entre los 2-3 años, con una disminución gradual hasta el principio de la adolescencia (Wilson y Nutt, 2010), momento en el que suelen remitir de forma espontánea. En la infancia los terrores nocturnos son más frecuentes en los niños que en las niñas.

4.3. Etiología

No parece haber una única causa responsable del origen de los terrores nocturnos, aunque algunos factores parecen jugar un importante papel en su etiología (Lozano y Rodríguez, 2000):

  1. Factores genéticos: el hecho de que los terrores nocturnos suelan estar asociados a otras alteraciones del despertar, como el sonambulismo, así como la alta incidencia entre familiares, hace pensar en una base hereditaria para este trastorno.
  2. Factores madurativos: ya que el trastorno tiende a desaparecer con el paso de los años, lo que podría estar señalando la existencia de un retraso madurativo del sistema nervioso central.
  3. También se ha asociado la aparición de los terrores nocturnos al consumo de algún tipo de sustancias (como el alcohol o los ansiolíticos), a los estados febriles y al cansancio, ya que en estas circunstancias suelen aumentar las fases de sueño lento en la que normalmente aparecen los terrores.
  4. Situaciones de ansiedad vividas durante el día pueden hacer que el niño se acueste en estado de agitación, situación que normalmente predispone a la parición de los terrores.

Esta última hipótesis que relaciona el padecimiento de los terrores con situaciones de ansiedad es una de las más ampliamente aceptadas. De hecho, en la infancia el inicio de los episodios de terror nocturno suele estar asociada con situaciones traumáticas recientes, como la muerte de un familiar, la separación de los padres, o la hospitalización del niño (Buela-Casal y Sierra, 1994; 2001). En este sentido, en el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002) se señala que la fatiga y el estrés físico o emocional incrementan la probabilidad de ocurrencia de los episodios; aunque, por otra parte se destaca, que la incidencia de trastornos psicopatológicos en los niños con terrores nocturnos no parece ser superior a la de la población general. Finalmente, señalar que aunque no se conoce el mecanismo de transmisión hereditaria, sí parece haber alguna predisposición genética, comprobándose en muchos casos la existencia de antecedentes familiares de terrores nocturnos y sonambulismo (Szelenberger, Niemcewicz y Dabrowska, 2005).

5. Sonambulismo

5.1. Características y diagnóstico

El sonambulismo es un conjunto de comportamientos que suceden, al igual que los terrores nocturnos, en el primer tercio de la noche durante las fases de ondas lentas, y que comprende conductas como sentarse en la cama sujetando o moviendo las sábanas o la almohada (en los episodios leves), hasta realizar actividades más complejas como caminar por la casa (deambular), o comportamientos automáticos como vestirse, peinarse, abrir o cerrar puertas y ventanas, etc. Durante el episodio el sonámbulo suele estar pálido, manteniendo los ojos abiertos y fijos y, aunque ve y puede evitar los objetos a su paso, no responde a los estímulos ambientales, resultando inútiles las llamadas e intentos de despertar de los padres.

Normalmente el episodio dura entre unos minutos y media hora, finalizando cuando el niño, de forma espontánea, vuelve a la cama o a cualquier otro lugar y sigue durmiendo. Si se despierta (o le despiertan) durante el episodio se mostrará confuso y desorientado y con evidentes signos de ansiedad, pudiendo incluso mostrar comportamientos agresivos hacia la persona que le ha despertado (Raich y Calzada, 1992). En todo caso, el episodio no se recuerda a la mañana siguiente. Al igual que en los restantes trastornos del sueño, para el diagnóstico es necesario que el sonambulismo cause un malestar clínicamente significativo o un deterioro acusado en el funcionamiento normal del niño.

Criterios para el diagnóstico de sonambulismo según el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002):

  1. Episodios repetidos que implican el acto de levantarse de la cama y andar por las habitaciones en pleno sueño, y que normalmente tienen lugar durante el primer tercio del sueño.
  2. Durante los episodios, el individuo tiene una mirada fija y perdida, se muestra relativamente arreactivo a los intentos de los demás para establecer un diálogo con él y sólo puede ser despertado a base de grandes esfuerzos.
  3. Al despertar (tanto en pleno episodio como a la mañana siguiente) la persona no recuerda nada de lo sucedido.
  4. A los pocos minutos de despertarse del episodio, el individuo recobra todas sus facultades y no muestra afectación del comportamiento o las actividades mentales (aunque en un primer momento puede presentar desorientación o confusión).
  5. Estos episodios provocan malestar clínicamente significativo, o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad de la persona.
  6. La alteración no es debida a los efectos fisiológicos directos de una sustancia (ej. fármacos, drogas, etc.) o de una enfermedad médica.

5.2. Epidemiología

La ocurrencia aislada de algún episodio de sonambulismo es relativamente frecuente; así en el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002) se señala que entre el 10 y el 30% de los niños han experimentado al menos un episodio. La revisión de los datos aportados en las investigaciones al respecto revelan, una vez más, diferencias considerables en función de los criterios en ellos considerados (edades, criterio de frecuencia, etc.). Así en el estudio ya citado de Smedje y cols. (1999) con una muestra de niños entre 5 y 7 años, se señala que el 7,6% sufren ocasionalmente episodios de sonambulismo; esta cifra se eleva al 10,6% con edades comprendidas entre 6 y 8 años (Smedje y cols., 2001). Considerando una muestra de niños entre 6 y 10 años, Nevéus y cols. (2001) cifran en un 6,3% la ocurrencia de episodios mensuales de sonambulismo. Cuando se considera únicamente una muestra de niños que acuden a consulta de pediatría, las cifras se incrementan ligeramente: un 9% en los niños de pre-escolar y un 18,4% en los de edad escolar (Archbold y cols., 2002).

La prevalencia del sonambulismo como trastorno, es decir, con episodios repetidos que provocan malestar, es mucho más baja, con porcentajes que oscilan entre el 1 y el 5% (APA, 2000/2002). En nuestro país, en el trabajo citado de Canet-Sanz y Oltra (2007) con una muestra de alicantinos prepuberales (811 años), el informe de los padres aporta una frecuencia semanal de sonambulismo del 1,4%. Aunque el problema puede aparecer a cualquier edad, los episodios suelen comenzar entre los 4 y 8 años, siendo la máxima prevalencia entre los 10 y 14 años (Buela-Casal y Sierra, 1994; 2001). La evolución del problema suele ser benigna; tras su persistencia durante unos cuantos años, lo normal es que desaparezca en la adolescencia. El curso clínico del sonambulismo suele ser similar al de los terrores nocturnos por lo que, como señalan Wilson y Nutt (2010), es muy probable que ambos trastornos sean variantes de una misma patología subyacente; de hecho algunos autores (Szelenberger y cois., 2005) señalan que ambos trastornos son manifestaciones de un mismo continuo nosológico, en el que los terrores sería la manifestación más severa y el sonambulismo la más leve (Espinar, 1998).

5.3. Etiología

Tampoco en el caso del sonambulismo parece existir una única causa responsable de su ocurrencia, atribuyéndose ésta a diversos factores (genéticos, madurativos, psicológicos y ambientales). Puesto que un 80% de los sonámbulos tienen antecedentes familiares de sonambulismo (o de terrores nocturnos), se supone que existe alguna forma de transmisión genética, aunque el mecanismo responsable de dicha transmisión no ha sido identificado (APA, 2000/2002). Otro de los factores estudiados ha sido la inmadurez del sistema nervioso central, siendo la superación del problema con la edad una prueba a favor de este argumento. Estas explicaciones son compatibles con el hecho de que la mayor frecuencia de los episodios suele estar relacionada con acontecimientos psicológicos y ambientales, como situaciones de estrés, fatiga, ruidos, distensión vesical o medicación (Lozano y Rodríguez, 2000).

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