En la fase previa al impacto del hecho negativo o catástrofe (inundación, epidemia o pandemia) y en sus primeras etapas, es muy frecuente que las autoridades y la colectividad nieguen o minimicen la amenaza. Uno de los errores más frecuentes durante la fase previa a las catástrofes es el sesgo de normalización: las autoridades suelen ocultar o minimizar la información amenazante, aunque se esté al borde de la catástrofe.
Por un lado, ante la información negativa, la primera reacción es de incredulidad y la gente suele tender a buscar nuevas fuentes que confirmen la amenaza, más que a tomar medidas de precaución de forma inmediata. Además, las autoridades tienden a dar información confusa, por temor a sembrar el pánico así como por la tendencia a “normalizar” y minimizar las amenazas (Omer y Alon, 1994) o la predominancia de intereses económicos o políticos (Martín Beristain, 2000).
La investigación con víctimas del holocausto puso de relieve cómo la gente se negaba a reconocer las señales de amenaza que le rodeaban (Bettleheim, 1970). Del mismo modo, los residentes en una aldea griega en Chipre se negaron a aceptar la evidencia de la inminente invasión turca (Loizos, 1981). Lo que muestra que la normalización y minimización de la amenaza es bastante frecuente no sólo en catástrofes naturales, sino también en episodios sociopolíticos.
La típica actitud de normalización del peligro se puede ejemplificar con el caso británico de las vacas locas: “durante los primeros seis meses después que se produjera la primera víctima, el Gobierno decretó un embargo informativo sobre la cuestión para evitar que cundiera una alarma injustificada y luego se mantuvo durante un tiempo excesivo el mensaje de que la carne de vacuno inglesa era perfectamente sana” (Costa, 2000).
Este fenómeno de normalización se puede explicar tanto por el miedo al pánico colectivo, como por procesos de pensamiento grupal que han precedido y facilitado catástrofes provocadas por el hombre y por el propio miedo a las repercusiones que la enfermedad pudiera tener en el mercado. Un informe oficial de la UE explicaba su posición en 1990: “Vamos a pedir oficialmente al reino Unido que no publique más resultados de sus investigaciones” (CE/12 octubre/1990).
Es decir, las élites que tomaban decisiones ante situaciones de riesgo generalmente suprimían las opiniones e informaciones contradictorias con un curso de acción optimista e ignoraban las alternativas. Procesos similares se manifestaban ante las epidemias. Así cuando aparecía la amenaza de la Peste, los médicos y las autoridades buscaban tranquilizar a la población negando la posibilidad de que ocurriera o minimizando su alcance. Se decía que no era la peste, que eran otras enfermedades más benignas, se atribuían los aumentos de mortalidad a causas menos amenazantes (los problemas de alimentación, etc.); se decía que la enfermedad era una invención de las autoridades.
Actitudes colectivas similares emergían ante el caso del cólera en el siglo XIX. En el caso del SIDA ha ocurrido algo similar: por ejemplo, en Francia se minimizó el riesgo de transmisión por transfusión, con un resultado fatal para muchos hemofílicos (Delumeau, 1993).
Se supone que el pensamiento grupal emerge en situaciones de alto estrés con una baja probabilidad de encontrar una opinión mejor que la facilitada por el líder (Myers, 1995). La catástrofe de las “vacas locas” en Gran Bretaña y la explosión del Challenger permiten ilustrar el proceso de pensamiento grupal que da pie a las catástrofes. En el primer caso a una epidemia mortal que se estima provocará una mortalidad significativa a largo plazo, debido al contagio de humanos por el mal de Creutzfeld–Jacob, provocado por el consumo de productos cárnicos de reses afectadas por la epidemia de Encefalía Bovina Espongiforme (EBE) o mal de las vacas locas, producto probable de la alimentación de éstas con derivados de carne y huesos de otros animales. En el segundo caso a un sonado fracaso del programa espacial de la NASA que provocó la muerte de toda una tripulación espacial.
Reflejando este estado de alto estrés por la amenaza de los intereses económicos británicos, en el caso de la catástrofe sanitaria inglesa, cuando se relacionó las vacas locas y el mal de Creutzfeld–Jacob, el Gobierno y la opinión pública británica reaccionaron ridiculizando las alegaciones europeas y luego se puso en pié de guerra tras el boicot a la carne británica impuesta por la Unión Europea (Costa, 2000). Cuando la NASA desarrollaba el proyecto del Challenger estaba sometida a fuertes presiones económicas y de tiempo, además de enmarcar su actividad en la guerra fría y la lucha por el dominio del espacio ante los rusos (Myers, 1995).
En este contexto de alto estrés, se desarrolla una tendencia a la búsqueda del consenso que refuerce lo correcto de la decisión “optimista” tomada ante la amenaza de catástrofe:
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Ilusión de invulnerabilidad y creencia en la superioridad del grupo y de sus decisiones: los grupos desarrollan un optimismo excesivo que les hace ignorar los peligros. En el caso de las vacas locas, “de los científicos se esperaba que dieran todas las respuestas, pero su falta inicial de pruebas concluyentes fue interpretada por las autoridades como si el contagio no fuera posible”. En 1990, después de que el Gobierno prohibiera la venta de médula espinal y cerebro, y de que se sacrificaran miles de reses infectadas con EBE, el Ministro de Agricultura aseguró que no había pruebas en ninguna parte del mundo de que la enfermedad pudiera infectar al hombre y le dio en público una hamburguesa a su hija de cinco años. Aún en 1995, manifestando esta ilusión de invulnerabilidad, su sucesor en el Ministerio de Agricultura seguía manteniendo que el contagio era imposible. Cuando en 1996 el Ministro de Sanidad británico anunció que la transmisión parecía posible, había ya 10 muertos, en el año 2000 habían muerto 77 personas como consecuencia del mal de las vacas locas y se estima que hay miles de afectados (Costa, 2000; Ferrer, 2000). En el caso del Challenger, los administradores pidieron a los ingenieros que mostraran que el cohete no podía funcionar –lo que estos no podían hacer claro está– y mostraron la ilusión de invulnerabilidad (las peores alternativas eran poco probables). El resultado final fue que este explotó como un fuego de artificios (Myers, 1995).
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Racionalización y punto de vista estereotipado del oponente: los grupos tienden a descartar los desafíos justificando y racionalizando sus decisiones, en vez de contrastar y reflexionar sobre ellas. Además consideran a sus enemigos como intrínsecamente malos o equivocados. En el caso de las vacas locas, políticos, medios de comunicación e incluso artistas clamaron contra una campaña continental para hundir el sector agropecuario británico; racionalizando colectivamente lo correcto de la posición británica de negar la epidemia y percibiendo estereotipadamente a sus críticos como enemigos continentales del Reino Unido (Costa, 2000).
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Auto–censura, presión hacia la conformidad, ilusión de unanimidad y personas que controlan la información o guardianes de la mente: se tiende a rechazar a los que cuestionan la idea del grupo, se ocultan los recelos y se auto–censura la información crítica, y esto crea una ilusión de unanimidad. Además, algunos miembros protegen al grupo de la información que cuestionaría la efectividad o moralidad de la decisión o curso de acción tomada. En el caso de las vacas locas, los diferentes departamentos del Gobierno Británico ocultaban datos entre ellos y difundían únicamente los estudios favorables a la idea que no había peligro para los humanos al consumir productos cárnicos. Mostrando la presión hacia la conformidad, los titulares de agricultura fueron presionados por el partido de Gobierno y por los ganaderos para que mantuvieran la confianza a base de promover la carne autóctona. Se creó un ambiente de falsa seguridad, con declaraciones basadas en una selección de la información positiva.
Finalmente, actuando como guardianes de la mente, altos funcionarios de la Administración inglesa informaron a sus Ministros de forma tardía, errónea o selectiva. Por ejemplo, en 1986 el Ministerio de Agricultura inglés reconoció a la EBE como enfermedad que debería ser notificada, aunque el titular de Agricultura no fue informado hasta 1987 (Ferrer, 2000; Gurruchaga, 2000; Costa, 2000). En el caso del Challenger hubo presiones para la conformidad: los administradores de las compañías que trabajaban para la NASA le pidieron a los ingenieros que “opinaran como administradores y no como ingenieros” (en otras palabras que dejarán de poner obstáculos al lanzamiento del Challenger). Se creó una ilusión de unanimidad, sondeando únicamente a los administradores e ignorando a los ingenieros en una consulta sobre el lanzamiento. Finalmente, dado que algunas personas se erigieron en guardianes de la mente y censuraron las críticas de los ingenieros, el ejecutivo que tomó la decisión final nunca se enteró de las preocupaciones de los ingenieros de las compañías que fabricaron el Challenger (Myers, 1995).
Como producto de estos procesos, los grupos fallan en examinar las alternativas a la opción optimista elegida, buscan deficientemente la información que la cuestione, fallan al re–evaluar las alternativas y al elaborar planes de contingencia. En el caso de las vacas locas el departamento inglés de sanidad, además de mantener durante un tiempo excesivo el mensaje que la carne no implicaba riesgos, no supo imponer las necesarias normas de higiene para evitar que la carne infectada entrará en la cadena alimenticia y falló asegurarse que los mataderos desechaban las medulas espinales y los bazos, las partes mas peligrosas para el contagio (Ferrer, 2000).
Interrogados sobre la frecuencia de esta actitud de minimización de las elites ante las catástrofes, cerca de dos tercios de personas de estudios superiores encuestadas creían que más del 75% de las veces las autoridades del Tercer Mundo no entregan información realista sobre lo que ocurre en una catástrofe para evitar el pánico, mientras que la mitad de las mismas personas pensaban que esto ocurría entre el 50 y 75% de las veces en España. La media para su país era significativamente más baja (M=2,83) que la otorgada al Tercer Mundo (M=3,41), sugiriendo un sesgo de favoritismo endogrupal, así como un relativo optimismo ilusorio.