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En los últimos años, se asiste al desarrollo de nuevas perspectivas que se centran en la inclusión de elementos enmarcados en la actualidad dentro del paradigma de la psicología positiva. Por psicología positiva se entiende una nueva forma de analizar los procesos básicos frente a los traumas, trastornos y patologías (o psicología negativa) y en ella se propone el estudio de las emociones placenteras, el desarrollo de las capacidades y la búsqueda de la felicidad (Seligman, 2002). Entre los temas centrales de interés se encuentran el optimismo, la resiliencia, el flujo, la felicidad y el bienestar, el humor, la inteligencia emocional, las fortalezas personales que, si bien habían sido analizados, se han convertido en aspectos centrales de la psicología y reciben amplias contribuciones desde las distintas perspectivas de la psicología (Salanova y López-Zafra, 2011). Asimismo, estos conocimientos se han analizado y aplicado también en el ámbito educativo.

En este caso, el texto se centra, fundamentalmente, en el impacto de las variables emocionales en el desarrollo psicosocial y, en concreto, en la inteligencia emocional y la importancia que los centros educativos tienen en este sentido.

Inteligencia emocional e inteligencia cognitiva

Tradicionalmente se ha sobrevalorado la inteligencia cognitiva de las personas en detrimento de otras cualidades. Sin embargo, la evidencia empírica actual ha mostrado que ser cognitivamente inteligente no es suficiente para garantizar el éxito académico, profesional y personal (Goleman, 1995; Extremera y Fernández-Berrocal, 2003; Jiménez y López-Zafra, 2009). Esta creencia ha conducido al hecho de que, en el ámbito educativo, hasta finales del siglo XX, se hayan priorizado los aspectos intelectuales y académicos de los alumnos, con el convencimiento de que los aspectos emocionales y sociales pertenecían al ámbito privado (Fernández-Berrocal y Ruiz, 2008) y eran completamente independientes.

En el siglo XXI, la postura racionalista extrema, que consideraba la cognición y la emoción entidades dispares y diametralmente opuestas, ha quedado relegada (Mayer, Roberts y Barsade, 2008) y las emociones desempeñan un nuevo papel cultural en la sociedad actual (Zaccagnini, 2008), lo que ha contribuido al hecho de que la investigación dentro del campo de la Inteligencia Emocional (IE) haya prosperado llamativamente en los últimos años, con la exigencia de una mejor y más amplia predicción de criterios que la inteligencia general (Zeidner, Roberts y Matthews, 2008).

El término inteligencia em ocional es un constructo psicológico tan interesante como controvertido que, pese a estar conceptualizado de modos muy diferentes por los autores, es la contribución de la psicología más reciente en el campo de las emociones y se refiere a esa adecuada interacción entre emoción y cognición que va a permitir a la persona un funcionamiento adaptado a su medio (Salovey y Grewal, 2005).

En los últimos años, se han propuesto numerosas definiciones del término IE, por lo que su estudio se ha diversificado en perspectivas bien diferenciadas (modelo mixto frente a modelo habilidad) con el desarrollo de distintos instrumentos y programas de aplicación.

Sin embargo, hay una misma idea central que subyace a todas y consiste en que las competencias emocionales son un factor crucial a la hora de explicar el funcionamiento de la persona en todas las áreas vitales (Mikolajczak, Luminet y Menil, 2006).

En resumen, la IE implica un conjunto de habilidades para procesar y razonar eficazmente respecto a emociones propias y ajenas, que utiliza esta información para guiar nuestros sentimientos y acciones, así como para mejorar la resolución de los problemas y lograr mayor adaptación al ambiente (García-León y López-Zafra, 2009).

Su análisis y aplicación en el ámbito de la psicología social de la educación se está realizando en la actualidad en una doble vertiente:

  • El análisis del efecto mediador de la inteligencia emocional en la salud, en la mejora de las relaciones sociales y de las competencias del profesorado.
  • El análisis de la relación entre inteligencia emocional, éxito académico y ajuste emocional de los estudiantes.

Profesorado e inteligencia emocional como competencia

Las investigaciones sobre la IE han encontrado que es un predictor significativo del fun­cionamiento social y personal de la persona y, más en concreto, de su salud mental y social (Martins, Ramalho y Morin, 2010). La IE explicaría cómo hay personas que son más resistentes a los estresores por su capacidad de percibir, comprender y regular tanto sus emociones como las de los demás. En el caso concreto de los profesores y educadores adquiere especial relevancia ya que, tal y como afirman Martínez, Grau y Salanova (2002), este gremio, sin distinción del nivel educativo en que imparten docencia, se enfrenta a diario a demandas muy exigentes y a condiciones laborales que conllevan una alta implicación emocional en el trabajo.

Entre las variables utilizadas para analizar su implicación en el profesorado se encuentran el papel que estas habilidades emocionales y el apoyo social desempeñan sobre los niveles de satisfacción vital en el profesorado (Augusto, López-Zafra, Martínez de Antoñana y Pulido, 2006), así como el afrontamiento del estrés.

Respecto al afrontamiento al estrés se comprueba que los docentes con alta IE utilizan estrategias de afrontamiento más adaptativas ante las diversas fuentes de estrés a la vez que informan de mayor satisfacción laboral (Brackett, F&lomera, Mojsa-Kaja, Reyes y Salovey, 2010).

Asimismo, los maestros con mayor facilidad para identificar una emoción específica durante situaciones de estrés laboral pasarán menos tiempo atendiendo a sus reacciones emocionales e invirtiendo, además, menos recursos cognitivos, lo que les permitirá evaluar alternativas de acción, mantener sus pensamientos en otras tareas o bien llevar a cabo estrategias de afrontamiento activas (Gohm y Clore, 2002; Chan, 2008). En general, si la persona comprende sus experiencias emocionales, estará en mejor posición para conocer cómo debe responder a las demandas laborales (Extremera, Durán y Rey, 2010).

En el caso de profesores de enseñanza primaria, Augusto, López-Zafra y Pulido (2011) proponen un modelo en que:

  • La atención emocional se relaciona con todas las estrategias de afrontamiento (afrontamiento conductual del problema, afrontamiento cognitivo del problema, escape cognitivo, afrontamiento de las emociones y escape conductual).
  • La claridad se relaciona positivam ente con afrontamiento conductual del problema, afrontam iento cognitivo del problema y afrontamiento centrado en las emociones.
  • La reparación emocional se relaciona con estrategias de afrontamiento cognitivo del problema y con afrontamiento centrado en las emociones.

En su conjunto, el modelo que proponen estos autores da cuenta del 39% de la varianza del afrontamiento centrado en las emociones y del 14% del afrontamiento conductual del problema.

En resumen, si bien se ha analizado profusamente el papel mediador de la IE en resultados relacionados con la salud mental y social en distintos ámbitos, aún queda por conocer más sobre el impacto que esta variable puede tener, específicamente, en los docentes. Asimismo, sería conveniente aplicar también pro­gramas de entrenamiento para docentes, como recurso competencia!, para mejorar su bienestar, calidad de vida y afrontamiento de las situaciones que hoy en día se producen en el aula.

Alumnado e inteligencia emocional como competencia

Salovey y Mayer (1990) iniciaron el estudio del papel de las habilidades emocionales en el aprendizaje para lo cual propusieron una teoría de IE en la bibliografía académica (Parker et al., 2004; Humphrey, Curran, Morris, Farrel y Woods, 2007), con la esperanza de integrar la bibliografía emocional en los currículos escolares (Femández-Berrocal y Extremera, 2006). Además, resulta posible fomentar las habilidades de inteligencia emocional mediante programas de educación emocional que se integrarían en los currículos, con la consiguiente mejora de aspectos esenciales de convivencia en las aulas (Acosta, 2008; Bisquerra, 2008; Yus, 2008). Dos aspectos merecen tenerse en cuenta. El primero es el hecho de que existe una relación estrecha entre el desarrollo de la comprensión de las consecuencias y la regulación emocional. El segundo, que la adquisición de esta comprensión se produce en edades tempranas (León-Rodríguez y Sierra-Mejía, 2008), por lo que la familia y la escuela son los ámbitos fundamentales en su desarrollo.

Desde el inicio del estudio de la IE, numerosos autores han sugerido que la adquisición de destrezas emocionales es un requisito previo para que los estudiantes puedan acceder al material académico tradicional que se les presenta en clase y, por ello, la formación en competencias socioemocionales de los estudiantes se está convirtiendo en una tarea necesaria que la mayoría de los docentes considera primordial (Extremera y Fernández-Berrocal, 2004; Bisquerra y Pérez, 2007; Pena y Repetto, 2008). A pesar de las grandes expectativas generadas por la educación emocional, algunos autores señalan que el camino recorrido todavía es corto y que es primordial analizar el conocimiento científico acumulado (Acosta, 2008); entre otros motivos porque, en este caso, parece que la IE desempeña un papel de influencia mediacional más que de influencia directa en muchos aspectos que han sido analizados, sobre todo, en estudiantes universitarios aunque también en estudiantes de enseñanza secundaria.

Este reconocimiento de los aspectos emocionales, como factores determinantes de la adaptación de las personas a su entorno, ha contribuido al surgimiento de un interés renovado por el estudio de la influencia de la IE en el rendimiento académico, así como de otras variables motivacionales y actitudinales.

Se considera que la influencia de los aspectos afectivos (bienestar y satisfacción) es constante durante el proceso de enseñanza y aprendizaje y, por tanto, tienen consecuencias para los escolares (Adell, 2006). Sin embargo, los trabajos en que se ha examinado la relación entre éxito académico y competencia emocional y social han aportado, en el mejor de los casos, resultados poco coherentes e, incluso, contradictorios (Humphrey et al, 2007).

Al centrarse en las investigaciones que recurren a autoinformes que evalúan la inteligencia emocional percibida, los resultados señalan la existencia de relaciones moderadas, aunque significativas, de los factores emocionales con el rendimiento académico (Pérez y Castejón, 2007), incluso cuando se controla el efecto de la inteligencia psicométrica tradicional (Schutte et al., 1998; Gumora y Arsenio, 2002; Petrides, Frederickson y Furnham, 2004; Pena y Repetto, 2008). Las investigaciones más recientes en que se han empleado medidas de ejecución (como el test de inteligencia emocional Mayer-Salovey-Caruso [Mayer-Salovey Caruso Emotional Intelligence Test, MSCEIT]) han encontrado correlaciones positivas y significativas entre IE y rendimiento académico (Gil-Olarte, Palomera y Brackett, 2006).

A pesar de que se ha llevado a cabo mucha investigación en este campo, a la luz de los resultados obtenidos hasta el momento, no se puede establecer la validez predictiva del constructo IE respecto al rendimiento debido a las dificultades que plantea su estudio. Sin embargo, en general, la gran mayoría de los estudios realizados recientemente apoya la relación existente entre IE y éxito académico, y también muestran la validez discriminante e incremental del constructo, lo que demuestra que la IE está relacionada con el nivel académico y con la competencia social siempre y cuando se controlen variables como la inteligencia general y las características de personalidad (Femández-Berrocal y Extremera, 2006; Pena y Repetto, 2008).

Si la relación no parece que sea tan directa ¿cómo contribuyen las habilidades emocionales al rendimiento académico? Jiménez (2009) resume varios elementos que pueden ayudar a comprender cómo se puede producir esta relación.

En resumen, el análisis de la IE en el ámbito académico ha resultado de interés, fundamentalmente, porque se puede producir una relación con el rendimiento académico y el éxito o fracaso de los alumnos. Sin embargo, se comprueba que el efecto de las competencias emocionales es mucho mayor cuando afectan otros elementos que van a tener incidencia en la formación global de la persona. Así, el elemento psicosocial es un factor de gran importancia. Por ejemplo, se producen resultados que aportan evidencia de que la IE autoinformada se relaciona significativamente con actitudes prosociales concretas. Además, la actitud prosocial de ayuda y colaboración y la dimensión atención emocional (un componente de la IE) predicen el nivel de adaptación social de los estudiantes, informado por su profesor (Jiménez y López-Zafra, 2011).

Este último resultado vincula la percepción de los alumnos que tiene el profesor con el nivel de inteligencia emocional que muestran los alumnos y este es un tema clásico en la psicología social de la educación: las expectativas del profesor. Parece que los resultados de las autoras muestran la importante influencia de las expectativas de los profesores sobre la valoración del rendimiento de los alumnos (Jiménez, 2009). Debe recordarse que las expectativas y opiniones de los maestros dirigen la atención y organizan la memoria, por lo que pueden atender y recordar la información que coincida con sus expectativas iniciales a la hora de informar sobre su comportamiento con los alumnos y posiblemente se produce el efecto de la profecía autocumplida, también llamada efecto Pigmalión en el contexto educativo por Rosenthal y Jacobson (1968), autores que encontraron que hay cierto grado de verdad cuando el profesor espera que el estudiante logre el nivel que previamente ya se había estimado.

En experimentos llevados a cabo por Rosenthal y Jacobson se demostró que aquellos estudiantes previamente calificados como buenos estudiantes y presentados al maestro como alumnos con un aprovechamiento académico excelente (aunque no lo tenían, por haber sido seleccionados aleatoriamente) finalmente obtuvieron mejores calificaciones.

De ello se infiere que, cuando el profesor posee una expectativa positiva sobre sus alumnos, estos tienden a mejorar en su ejecución académica. Este fenómeno continúa vigente por el hecho de que aquellos alumnos sobre los cuales se tienen expectativas más altas, acaban obteniendo un rendimiento mayor (Woolfolk, 1999).

Recientemente, también se ha comprobado, en una muestra de alumnos de Educación Secundaria Obligatoria (ESO), que la atención a las emociones de IE es la dimensión que presenta mayor poder predictivo sobre la valoración que el profesor realiza del alumno (β = 0,29; t = 2,98; p < 0,01). Esto implica que a los alumnos con buena percepción de sus sentimientos y emociones, con capacidad para vivenciarlos y etiquetarlos, se los percibe dotados de mejores habilidades sociales, con menor distorsión de pensamientos y que, además, resultan menos violentos para sus profesores.

Cuando se analiza por separado a chicos y chicas, se produce un resultado significativo. Los chicos con capacidad más elevada para sentir y expresar los sentimientos de forma adecuada van a ser mejor valorados por sus profesores que las chicas (β = 0,42; t = 3,16; p = 0,00 frente a β = 0,15; t = 1,01; p = 0,32, respectivamente).

Esto puede deberse al hecho de que, de manera estereotipada, se tiende habitualmente a ver a los chicos como más duros, con una expresión de sentimientos más pobre, con mayor insensibilidad, entre otros aspectos similares.

Por ello, cuando muestran mayor capacidad de sentir y expresar sus sentimientos, los profesores tienden a valorarlos más positivamente que a las chicas, de las cuales se espera una expresividad mayor y más ajustada (Echevarría y López-Zafra, 2011).

En definitiva, el ámbito educativo se configura como un ámbito de análisis y aplicación de la psicología social, en el cual aún queda mucho recorrido por explorar y donde se observa la necesidad de establecer programas de intervención de educación emocional tanto para alumnos como para profesores.

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