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Tras tratar de definir qué son las catástrofes seguidamente describiremos su dinámica, para ello nos basaremos en diferentes estudios de carácter descriptivo y longitudinal. Del conjunto de estas investigaciones podemos plantear las siguientes fases: previa, alerta, shock, reacción, adaptación y reconstrucción de la comunidad. Estos momentos estarían temporalizados en el antes, durante y después.

1. Antes, la fase previa

Las investigaciones descriptivas han postulado la existencia de una fase previa.

Así, las consecuencias de las catástrofes no se pueden tomar como punto de partida, ya que normalmente existe una fase de estado previo que se caracteriza por el grado de preparación de las autoridades y de la comunidad para afrontar la catástrofe (Gieser y Green, 1981 ). Este momento tendría también un carácter educativo, donde se trataría de favorecer una cultura preventiva.

En la fase previa al impacto del hecho negativo, y en sus primeros momentos, es muy frecuente que las autoridades nieguen o minimicen la amenaza. Por ejemplo, cuando apareció la amenaza de la Peste en el Siglo XIV, los médicos y las autoridades buscaron tranquilizar a la población negando la posibilidad de que ocurriera o minimizando su alcance. Se decía que no era la peste, que eran otras enfermedades más benignas, se atribuían los aumentos de mortalidad a causas menos amenazantes (los problemas de alimentación, etc.).

En el caso del SIDA ocurrió algo similar. Así, en Francia se minimizó el riesgo de transmisión por transfusión, con un resultado fatal para muchos hemofílicos (Delumeau, 1993).

En otras catástrofes como en la inundación provocada por la rotura de una presa en Biescas, en Huesca, no se tuvieron en cuenta los informes previos que desaconsejaban la instalación de un camping en el cauce seco de un río. La catástrofe del Prestige (véase Cuadro 9.2) permite ilustrar este pensamiento caracterizado por la minimización de la amenaza por parte de las autoridades.


Cuadro 9.2. Cronograma del Prestige

El 13 de noviembre de 2002, el petrolero Prestige sufrió un accidente frente a Finisterre. Seis días después se hundió, partido en dos y con más de 60.000 toneladas de combustible en sus tanques. El temporal de Fisterra abrió un boquete mortal en el viejo casco del Prestige, un barco que no pasaba ninguna revisión desde 1999, pero fueron una serie de decisiones equivocadas las que lo mandarán al fondo de la plataforma gallega, según denunciaron ya entonces científicos, técnicos y la oposición política.

Centenares de voluntarios acudieron desde el resto de Galicia, de España y del extranjero hasta las playas gallegas para recoger el chapapote. Otra vez, los ciudadanos de a pie cogían la delantera a la Administración. Sólo después los Ministerios correspondientes distribuyeron los monos blancos, guantes y mascarillas que han hecho reconocibles a los voluntarios en todo el mundo. La falta de organización administrativa es un problema común ante este tipo de situaciones, debido a la existencia de una creencia firme en una supuesta capacidad de control.


Normalmente tiende a pensarse que las personas se exponen a circunstancias peligrosas por falta de conocimiento. Sin embargo, el discernimiento de lo peligroso de un lugar, o la exposición a posibles catástrofes, no es un factor suficiente para evitar que la gente se exponga. Generalmente, las personas viven en los lugares en los que pueden sobrevivir aunque sepan que son peligrosos, en particular si no tienen alternativas de cambio.

También es frecuente que las comunidades que tienen que convivir con situaciones amenazantes inhiban la comunicación sobre el peligro y/o lo minimicen.

Por ejemplo, las personas que viven en áreas en que existen ciertas enfermedades endémicas transmisibles, o que viven cerca de centrales nucleares, evitan hablar del tema o evalúan que el problema no les amenaza particularmente a ellos. Las encuestas muestran que a mayor cercanía de una central nuclear más cree la gente que está segura y que no va a suceder una catástrofe (Martín Beristaín y cols., 1999).

2. Antes, la fase de alerta

La fase de alerta está delimitada entre el anuncio del peligro y la aparición de la catástrofe. Este periodo se caracteriza por señales de alerta que dan lugar a un estado de ansiedad útil, es un tiempo para tomar en consideración las medidas de protección. Sin embargo, si esta fase es gestionada sin instrucción e informaciones precisas, puede dar lugar a la propagación de rumores.

Por su parte, en las comunidades habituadas a la catástrofe, por ejemplo gente que vive cerca de ríos que se desbordan o que está acostumbrada a hacer frente a los tornados, esta fase puede dar lugar a un comportamiento de indiferencia aparente, que corresponde ya sea a la resignación o a la negación del peligro, centrándose, por tanto, en actividades cotidianas (Gieser y Creen, 1981).

En el caso de las masacres de lxcán en Guatemala en los años 80 (ODHAG, 1998), las formas de negación del peligro, por parte de la gente, como pensar por ejemplo que no podía pasarles nada, y la falta de mecanismos de comunicación y de alerta inmediata, hicieron que muchas personas permanecieran en sus comunidades a pesar de la inminencia del peligro y fueron posteriormente asesinadas.

Entre los factores que influyen en la falta de respuesta ante la inminencia del peligro están:

  1. la dificultad de abandonar las pertenencias, tierra, etc.;
  2. la dificultad de creer en lo que está sucediendo "eso no puede pasar aquí";
  3. la creencia de que la protección vendrá de un ente sobrenatural (Dios);
  4. la falta de información clara y concreta;
  5. el tiempo que pasa la población en alerta;
  6. la experiencia previa que se tenga de situaciones similares;
  7. la organización de la alerta inmediata;
  8. la credibilidad de la fuente que transmite la información sobre la amenaza; y
  9. la difusión de rumores contradictorios que restan fuerza a la indicación de huir o refugiarse (ODHAG, 1998).

3. Durante, las fases de shock y reacción

La fase de shock, breve y brutal, corresponde a una alteración afectiva, sensación de irrealidad, suspensión de las actividades cotidianas y desconcentración de la atención. Este periodo es muy breve y no sobrepasa, generalmente, unas horas (Gieser y Creen, 1981).

Según las investigaciones longitudinales sobre las respuestas a catástrofes como la erupción de un volcán inmediatamente después del shock se produce una fase reacción, que dura normalmente entre 2 y 3 semanas tras del hecho. En ella se observa alta ansiedad, intenso contacto social y pensamientos repetitivos sobre lo ocurrido, así como la aparición de conductas adaptativas de ayuda y salvamente (Pennebaker y Harber, 1993).

En general, es frecuente que inmediatamente después del impacto, la gente se movilice, esta movilización del soporte social ha obtenido una importante variabilidad de acepciones. Fritz (1961) habla de esta movilización en términos de la cohesión de la comunidad y benevolencia.

Aunque en pocos instantes, especialmente en muchas regiones del mundo, hay instituciones que ofrecen ayuda a los gobiernos, los afectados suelen utilizar en principio sus redes de apoyo. El modelo de ayuda recibido está fundamentado en una pirámide, a saber: familia, seguido del soporte de sus amigos más próximos, vecinos, congregaciones religiosas y los servicios de las ONG (Organizaciones No Gubernamentales).

Estos servicios de las ONG deben apoyar iniciativas comunitarias ya existentes, para ello será básico que determinen qué estaba haciendo la comunidad afectada para ayudarse mutuamente y buscar maneras de reforzar esas acciones. Por ejemplo, si están organizando actividades educativas, pero necesitan recursos como papel y útiles de escritorio, cabe apoyar sus actividades aportando lo necesario, pero prestando especial atención en no crear dependencias (IASC, 2007).

Además, es importante considerar una de las normas gubernamentales más obvia y es que la ayuda se distribuya en función de las necesidades familiares, la prioridad es sobre las víctimas más necesitadas económicamente. Sin embargo factores como la raza o la etnia pueden determinar la distribución de estas ayudas (Kaniasty y Norris, 2004).

Por su parte, es en la fase de shock y durante las primeras reacciones cuando los medios de comunicación informan de la situación, esta información es muy importante ya que nos permite conocer el alcance de los daños ocasionados, pero también tiene efectos perniciosos (véase Cuadro 9.3).


Cuadro 9.3. El impacto de los medios de comunicación tras la catástrofe

Los medios de comunicación tienen un impacto ambivalente, ya que por una parte pueden dan a conocer lo que ocurre, ofrecer información sobre cómo enfrentar la catástrofe o dónde solicitar ayuda. Pero, por otro lado, pueden complicar la recuperación posterior, al generar informaciones contradictorias y a magnificar o ignorar determinados problemas. Así, en primer lugar, los mass media tienden a trivializar y simplificar complejos problemas emocionales (ej. mostrando a personas muy fuera de control).

En segundo término, tratan a personalizar los problemas, creando por tanto problemas de confidencialidad sobre las personas implicadas. Además, actúan frecuentemente de forma invasiva y obstaculizando la actividad de los equipos de rescate o a los supervivientes que están ayudando. En muchas ocasiones los medios de comunicación tienden a crear mitos con respecto a las personas implicadas por ejemplo en un rescate, haciendo que la persona elegida sea una "estrella" y se destaque del resto de los afectados, generando envidias o criticas y, a menudo, además se le vea "congelada" en su imagen de héroe o afectado ejemplar.

Finalmente, los medios cambian rápidamente de interés abandonando a los afectados y a los equipos de trabajo, que después de haber permaneciendo unos minutos bajo los focos se van a sentir, nuevamente, aislados e ignorados.


4. Después. Fase de adaptación y reconstrucción

Alrededor de dos meses después de la catástrofe se da una fase de adaptación, que se caracteriza por actividades de organización social y reconstrucción de la vida cotidiana. En este periodo la gente tiene que aprender a vivir con una cierta normalidad y reconstruir sus proyectos vitales a pesar del impacto de la situación vivida.

Hay cuatro aspectos clave desde el punto de vista de los afectados que deben tenerse en cuenta, a saber: el proceso de duelo, el miedo frente a la incertidumbre del futuro, la sobrecarga por los trabajos de reconstrucción, y la superación de la "condición" de víctimas. En este sentido, un líder de la comunidad de Xamán, en Guatemala, describía esta etapa varios meses después de la masacre, cuando se llevaron a cabo numerosos proyectos de cooperación al desarrollo junto el seguimiento del proceso judicial y la reconstrucción de su proyecto cooperativo de producción, en los siguientes términos: más hambre, más sueño, más trabajo, más cansancio, más quejas y demandas, preocupación por el futuro y que las metas y logros del trabajo se retrasan (ODHAG, 1998).

El efecto a largo plazo se puede manifestar bajo la forma de sobrecarga de trabajos y de miedos frente al futuro (miedos de epidemias, problemas con los recursos, los créditos o la justicia) o secundarios al impacto de los hechos, como secuelas psicosomáticas, síntomas traumáticos, etc. Estas secuelas disminuyen sustancialmente pero pueden afectar a algunos grupos o personas de manera más específica (ej. personas sin apoyo familiar, ancianos, niños).

En esta fase también se producen esfuerzos por el retorno a la autonomía y a la actividad social. A más largo plazo, se instala frecuentemente una mentalidad de postcatástrofe, con resignación, aceptación de lo sucedido, del "destino", culpabilidad y actitud de dependencia en relación con los poderes públicos. Ahora bien, también es importante señalar que el vivir una catástrofe tiene efectos positivos (ver resiliencia).

Hay que indicar que en las catástrofes humanitarias, la convergencia hacia el lugar de diferentes equipos de ayuda o presencia de instituciones nacionales o internacionales puede producir otros efectos, tanto económicos, al encarecer la vida (ej. se ha señalado que en el caso de las ayudas humanitarias en África, la llegada de occidentales con dólares aumenta el coste de los alimentos), como poner a la comunidad en una situación de dependencia clientelística.

Por tanto, hay que tomar en cuenta no sólo los efectos positivos sino también los efectos perversos de la ayuda humanitaria. Por ejemplo, en el caso de Xamán, la llegada de muchas ofertas de proyectos económicos y ONG, a la vez que suponía un apoyo, generó en la comunidad una dinámica de respuestas rápidas y una actitud de acaparar recursos. Esa dinámica activó las expectativas y demandas de una población que ya había vivido en el refugio mexicano conviviendo con las ONG y dependiendo del apoyo de la ayuda (Martín Beristaín y cols., 1999).

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