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En el momento en que la psicología surge como disciplina, las ciencias naturales desempeñaban una función esencial dentro de un amplio proceso de naturalización de un concepto de sujeto que hasta entonces había sido definido en términos principalmente filosóficos (como en el caso de Kant). En general, a finales del siglo XIX el discurso científico va colonizando ámbitos hasta entonces reservados a la filosofía, la teología o la reflexión moral. Los criterios para decidir qué es lo verdadero o lo bueno comienzan a basarse en la ciencia entendida en términos de un método universal que garantizaría la obtención de conocimiento objetivo. Sería una especie de conjunto de reglas racionales que, si se aplican cuidadosamente, nos permiten acceder a la verdad acerca de la naturaleza, incluyendo la naturaleza humana. Ahora bien, esta concepción de la ciencia es ella misma filosófica: procede sobre todo de la filosofía positivista, promovida desde principios del siglo XIX por autores como el francés Auguste Comte (1798-1857). Según el positivismo, la ciencia constituye un conocimiento objetivo y universal basado en un método aplicable a cualquier ámbito de la realidad para formular leyes obtenidas a partir de hechos empíricos y que además deberían servir de fundamento para el gobierno de la sociedad y de nuestra conducta.

No es que la psicología se emancipara de la filosofía y viniera a estudiar científicamente lo que hasta entonces había sido objeto de la mera especulación filosófica (la mente o la conducta humana). Aparte de que los «padres» de la psicología también hacían filosofía, no hay manera separar la ciencia de la filosofía —el propio concepto de ciencia es filosófico—, y de hecho todas las «escuelas» psicológicas lo son porque se basan en principios filosóficos específicos. En realidad, la idea de la superación de la filosofía por parte de la ciencia es ella misma una idea filosófica procedente del positivismo. Lo que ocurrió no fue que la psicología científica reemplazara a la psicología filosófica, sino que la concepción según la cual la ciencia permitiría acumular indefinidamente conocimiento objetivo y resolvería los problemas sociales —una concepción que también hundía sus raíces en la Ilustración— se extendió también al ámbito de las teorizaciones sobre el sujeto y las prácticas de subjetivación.

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