La Ilustración no había tardado en encontrarse con un movimiento crítico con la idea de progreso, la hegemonía de la razón universal y el despotismo ilustrado (resumido en la expresión «todo para el pueblo, pero sin el pueblo»). En su desarrollo tuvo una gran influencia la figura de Jean Jacques Rousseau (1712-1778) que, aunque pertenecía a la filosofía ilustrada francesa junto a Voltaire y Montesquieu, se alejaba de estos por el tono más sentimental y popular de sus escritos. Rousseau reivindicaba frente a los artificios e hipocresías de su tiempo la vuelta a cierta autenticidad, y criticaba los logros de la civilización por conllevar la degradación moral del ser humano. Defendía además una educación no sujeta a normas y dirigida a fomentar la creatividad.
Junto a Rousseau, en el impulso del romanticismo en Alemania resultó clave la figura de Johan Georg Hamann (1730-1788), un contemporáneo de Kant profundamente anti-racionalista y místico que apelaba a los sentidos y las pasiones, a la imaginación y a la creación literaria. Hamann influyó en particular en el joven Johann Gottfried Herder (174-1803), quien participó en el movimiento literario conocido como Sturm und Drang (tormenta e ímpetu). El manifiesto de este movimiento, que anuncia el romanticismo, se opone a los cánones del clasicismo y academicismo artísticos y literarios. Contra la filosofía ilustrada francesa Herder escribirá, en pleno apogeo de su carrera, Otra filosofía de la historia para la educación de la humanidad (1774), donde presenta una interpretación de la historia humana como un despliegue del espíritu en su pluralidad. Frente al ateísmo ilustrado, privilegia la religiosidad y la espiritualidad; y frente a lo que considera un cosmopolitismo «afrancesado» (como el que defendía Kant), pone en valor las diferencias y los nacionalismos. La historia aparece como un juego de identidades culturales (pueblos), cada una de las cuales constituiría la expresión de algún aspecto particular de la humanidad. Cada pueblo, además, habría disfrutado en su interior de su particular momento de esplendor, si bien se trataría siempre de perfecciones incompletas. Las diferentes culturas aparecen para Herder como «individuos colectivos» que, siendo particulares, tendrían a la vez en sí mismos un cierto valor universal, en tanto que representarían una edad de la humanidad en su conjunto (Mayos, 2004).
Junto a Herder, otros representantes del movimiento Sturm und Drang serán Johann Wolfgang Goethe (1749-1842), cuya novela pondrá en valor la expresión de la subjetividad individual y las emociones extremas, con personajes dominados por grandes pasiones, y Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), un historiador del arte que reivindicará los valores de la Antigüedad Clásica y su ideal de belleza. Winckelmann contrapondrá dicho ideal, basado en la nobleza, la simplicidad y la proximidad a la naturaleza, a la pedantería y vanidad de su época, vinculando la perfección del arte (alcanzada a su juicio en la Grecia del siglo v a. C.) con el despegue de la libertad. La influencia de Winckelmann, asociada a la de Rousseau, suscitará de hecho todo un movimiento de investigación sobre lo que se llamará el «mundo griego», estrechamente ligado a las corrientes que transformarán la cultura alemana a finales del siglo xviii y principios del siglo XIX.
Figuras como Friedrich Hölderlin (1770-1843), Novalis (1772-1801), Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) o Friedrich Schiller (1759-1805), alumnos todos ellos de Kant, como Herder, culminarán el desarrollo del romanticismo y del idealismo, exaltando, frente a la hegemonía de la razón defendida por la Ilustración, todo lo que hay en el ser humano de instintivo, sentimental y espiritual. Para Schiller, por ejemplo, la concepción ilustrada del hombre, al reprimir los sentimientos y pasiones, obstaculiza su desarrollo y lo deforma convirtiéndolo en un «monstruo».
Una idea de humanidad así concebida, distorsionada y antinatural, le impide precisamente crear la obra de arte más bella y a la que en última instancia está destinada: la construcción de una sociedad justa, de una verdadera libertad política.
Los autores románticos aportan así su propia visión del ser humano y de la historia. Parten ciertamente de la concepción de la naturaleza y del mundo humano propias de la Ilustración como un inmenso proceso que la ciencia puede conocer, pero ven ese mundo y esa naturaleza como la manifestación necesaria de Dios o del espíritu (Geist) —concepto que desarrollará el idealismo absoluto hegeliano— . Dentro de este movimiento se desarrollará una nueva filosofía de la naturaleza, que defenderá una concepción más organicista del mundo natural (recogida por Darwin), frente al mecanicismo procedente de Descartes. Pero los desarrollos del romanticismo y del idealismo serán especialmente importantes en el campo de los fenómenos socioculturales, donde se empiezan a investigar y valorar culturas profundamente diferentes a las de la Europa del siglo xviii , como la cultura griega, la Edad Media occidental o la India antigua, estudiando todos aquellos aspectos relacionados con su religión, poesía, arte o filosofía. Dichas culturas o pueblos se conciben como manifestaciones de los diferentes modos en que el espíritu se despliega a lo largo de la historia (Volkgeist).
Esta idea de espíritu, que se remonta a los conceptos de pneuma y anima de la filosofía antigua y del pensamiento cristiano, tomará un nuevo giro en este momento. Será desarrollada fundamentalmente por Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) en su idealismo absoluto, el principal sistema filosófico de principios del XIX. Se trata de una idea de espíritu ligada a la idea de Dios, pero más próxima a las vertientes místicas del protestantismo; de un Dios que está más allá del mundo a la vez que es inmanente a él (Jaeschke, 1998), que se expresa en las diferentes culturas y en la historia humana en su conjunto.
La tradición romántica constituirá así una influencia fundamental en el desarrollo de la filosofía posterior a Kant, en especial para el Idealismo absoluto (Fichte, Schelling, Hegel), que en parte reaccionará contra su filosofía crítica. Si, como planteaba Kant, sólo podemos conocer las cosas tal y como se nos presentan a la experiencia (fenómenos o «cosas para mí»), y no la realidad subyacente (el noúmeno o «cosa en sí»), la nueva filosofía idealista concluirá entonces que lo único real es nuestro pensamiento. Desde esa perspectiva, se planteará que toda ciencia debe ser construida a priori.