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Aunque no procedía directamente de Darwin, sino que fue ligeramente anterior (además él lo criticó), el denominado darwinismo social supuso una extensión del darwinismo a la interpretación de la organización y evolución de la sociedad humana. Su máximo representante fue el filósofo inglés Herbert Spencer (1820-1903), que comenzó basándose en Lamarck y luego intentó incorporar a su concepción del evolucionismo algunas ideas darwinianas. Spencer ponía en un primer plano la competencia entre individuos como motor del progreso social y rechazaba la injerencia estatal en la sociedad (Spencer, 1884). Para este autor, la sociedad que respete esa competencia disfrutará de una prosperidad generalizada y representará la cima de la evolución biológica, cultural y moral.

Cercana al darwinismo social, con el que compartía el innatismo, estaba una tendencia más difusa que podemos denominar hereditarismo. Es la idea de que todas las capacidades psicológicas humanas, o al menos las básicas, son innatas e inmodificables, o en el mejor de los casos difíciles de modificar. Como puede suponerse, esta idea tuvo y sigue teniendo multitud de versiones, unas más radicales que otras, aunque normalmente ha ido y va ligada —al igual que el darwinismo social— a la justificación de ciertos proyectos políticos basados en la (supuesta) desigualdad natural de los seres humanos.

Uno de los principales hereditaristas de finales del siglo XIX fue Francis Galton (1822-1911), primo de Darwin y uno de los pioneros de la psicometría. Galton fue un darwinista social y uno de los principales promotores de la eugenesia, de la cual ofreció la primera sistematización. La eugenesia consiste en la práctica de la selección artificial para conseguir la mejora biológica de la especie humana. Es eugenésico, pues, todo control de la reproducción humana con fines profilácticos, terapéuticos o selectivos.

Galton suele tratarse en historia de la psicología como creador de los test de inteligencia, aunque a veces se valora más positivamente la creación de los mismos que realizó un poco después en Francia Alfred Binet (1857-1911), orientados a la detección de niños «subnormales» para proporcionarles una educación especial. En todo caso, James McKeen Cattell, quien acuñó la expresión »test mental» en 1890, importaría a los Estados Unidos las pruebas de Galton. Lo que buscaba Galton era un procedimiento de medición mental orientada a detectar un factor general de inteligencia, precursor del célebre factor g definido por su seguidor Charles Spearman en 1904. De acuerdo con sus convicciones eugenésicas, Galton proponía utilizar las pruebas de inteligencia para averiguar quiénes debían emparejarse y, por tanto, reproducirse.

No es casual que uno de los ámbitos en que se ha desarrollado el hederitarismo en psicología haya sido la psicometría, y en especial la medición de la inteligencia (López Cerezo y Luján, 1989). Aquí el antecedente del hereditarismo contemporáneo fue el inglés Cyril L. Burt (1883-1971), interesado también por la eugenesia. A principios del siglo pasado conoció el trabajo de Galton y entró en contacto con Charles Spearman y Karl Pearson, otro de los padres de la psicometría. Burt realizó trabajos sobre la herencia del cociente intelectual que después de su muerte fueron objeto de una sonada polémica, al ser acusado de inventar datos. En la década de los 70 la teoría hereditarista de la inteligencia se reactivó de la mano de los trabajos de autores como los norteamericanos Arthur R. Jensen (1923-2012) y Richard J. Herrnstein (1930-1994) o el alemán afincado en Inglaterra Hans J. Eysenck (19161997), este último alumno de Burt y quizá el más popular en los países de habla hispana debido a la traducción de varios libros suyos (Eysenck, 1966/1988, 1972/1986, 1973/1981). En los años 70 y 80 fue bastante conocida la polémica de Eysenck con el norteamericano Leon J. Kamin (1927-), quien acusó a los defensores del hereditarismo de malinterpretar e incluso manipular datos, realizar generalizaciones indebidas y dejarse llevar por una ideología derechista, incluyendo prejuicios racistas (Eysenck y Kamin, 1981/1990; Kamin, 1974/1983).

A mediados de los 90 generó una nueva controversia un libro escrito por Herrnstein junto con Charles A. Murray, titulado The bell curve [La curva acampanada], donde se defiende que la inteligencia general (el factor g) es en gran medida hereditaria, se sugiere una relación entre raza e inteligencia, se plantea que existe una alta correlación entre inteligencia y nivel socioeconómico, y se plantea que los individuos más inteligentes tienden a ascender en la escala social independientemente de su procedencia social (Herrnstein y Murray, 1994; véanse también los textos de Block, 1997; Gould, 1984/1986 y Kamin, 1995).

El hereditarismo ha recibido numerosas críticas (Gould, 1984/1986; Kamin, 1974/1983; Lewontin, Rose y Kamin, 1984/1996; McKinnon, 2012; The Ann Arbor Science for the People, 1977/1982). Se ha argumentado que las teorías hereditaristas de la inteligencia (y de los rasgos psicológicos en general) parten de una concepción errónea de la heredabilidad, asumen como incontrovertibles versiones cuestionables de la relación entre biología y comportamiento, emplean correlaciones estadísticas como relaciones causales, dan por buena acríticamente la idea de que se puede medir la inteligencia (y los rasgos psicológicos en general), están preñadas de ideología, omiten los mediadores socioculturales del comportamiento, etc.

Las teorías hereditaristas de la inteligencia constituyen un buen ejemplo de cómo los discursos psicológicos llevan implícitas concepciones del ser humano y, con ellas, agendas políticas. El hereditarismo se apoya en una determinada idea de la naturaleza humana (Stevenson y Haberman, 2010) y a partir de ella sugiere cómo debería organizarse la sociedad. Así, se han justificado científicamente el sexismo (Browne, 1998/2000), el racismo (Lynn, 2010) o el clasismo (Herrnstein y Murray, 1994).

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