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Desde los años 30, una parte de la psicología académica declaró la guerra al psicoanálisis tanto desde un punto de vista teórico como práctico. En ello también colaboró el hecho de que, durante los años 60, el famoso epistemólogo liberal Karl Popper, pusiera el psicoanálisis como ejemplo de saber ajeno al método de la verdadera ciencia. Para Popper, la ciencia se caracterizaba no tanto la acumulación de evidencias y la confirmación de sus hipótesis datos cuanto por la búsqueda de pruebas que pudieran llegar a refutar estas últimas.

Ser susceptible de someterse a la «falsación», esto es, contrastarse con evidencias empíricas que pudieran contradecir las hipótesis mantenidas, es lo que descartaba o convertía una teoría en científica. Según Popper, el problema del psicoanálisis era que estaba formulado de tal manera que era imposible someterlo a la lógica de la falsación; no cabía encontrar datos que lo contradijeran (Popper, 1963/1990; sobre esta cuestión véase también Leahey, 2005).

Ciertamente, Freud siempre utilizó sus casos clínicos de forma confirmatoria, incluso forzando en ocasiones una interpretación exitosa de sus resultados terapéuticos. Pero lo cierto es que ninguna escuela psicológica se ha tomado nunca la falsación demasiado en serio. Hasta las perspectivas que tienen más apego a la metodología experimental revisan los procedimientos de recogida, rechazan datos o retocan componentes no nucleares de la teoría antes de descartarla por completo. A ello hay que añadir que el criterio de la «falsación» fue ampliamente relativizado por la epistemología pospopperiana; algunas de cuyas tendencias han estado mucho más interesadas por las condiciones contextuales, históricas y sociales de la ciencia (Kuhn, 1962/2006; Latour y Woolgar, 1979/1995) y las inevitables dimensiones comprehensivas e, incluso, estéticas y éticas de la misma (Feyerabend, 1970/1993; Putnam, 1987/1994). Para la mayoría de esta posiciones, la ciencia no refleja la realidad tal y como supuestamente es, ya que ella misma supone una creación humana; una construcción de un modelo para entender el mundo y poder actuar en él de acuerdo con ciertos valores.

A pesar de la crítica popperiana, el psicoanálisis continuó evolucionando e impregnando muchos dominios de la cultura psicológica (a este respecto, puede consultarse Bleimarch y Lieberman, 1989 y Fages, 1979; Mitchell y Black, 1995). Vamos a repasar algunos de ellos partiendo de una distinción básica entre los desarrollos puramente psicoanalíticos y la presencia de las tesis freudianas en otras escuelas psicológicas.

El psicoanálisis posfreudiano: hermenéutica y disidencia

El psicoanálisis como hermenéutica: Jacques Lacan

En la misma línea que la epistemología pospopperiana, una parte del psicoanálisis posfreudiano se interesó por las formas de construcción de sentido. Esto está relacionado con la condición hermenéutica que, de por sí, presentaban las tesis de Freud. En origen, la hermenéutica era la disciplina interesada por el significado oculto tras la información manifiesta, labor que tradicionalmente tomaba como objeto de estudio los textos bíblicos y que tenía como finalidad desvelar en ellos el verdadero sentido de la palabra de Dios. Durante el siglo XX este interés por interpretar los mensajes e intenciones ocultas se amplió a cualquier producto cultural (novelas, publicidad, discursos políticos, etc.), circunstancia en la que colaboró muy especialmente el propio psicoanálisis con su obsesiva búsqueda de las causas subyacentes del comportamiento humano. Sin embargo, algunas versiones del psicoanálisis también se preocuparon por trasladar la perspectiva hermenéutica a la construcción de sentidos y narraciones. El objetivo perseguido era capacitarnos para entender nuestras formas de vida y, por tanto, manejarlas o decidir desde criterios más compresivos y fundamentados; todo ello al margen del clásico interés freudiano por dilucidar supuestos traumas originarios (ver Schafer, 1981 y Spence, 1984).

En la tendencia hermenéutica del psicoanálisis es especialmente relevante la labor del psiquiatra francés Jacques Lacan (1901-1981). Lacan adaptó las tesis del estructuralismo lingüístico de Ferdinand de Saussure (1857-1913) al psicoanálisis, concretamente la concepción del gran lingüista francés sobe la relación entre significante y significado. En sus primeros y conocidos seminarios, Lacan declarará así que el psicoanálisis tiene que ver ante todo con el sentido y la palabra, resultando irrelevante plantearse incluso si es o no una ciencia al uso como pretendía Popper. Desde esta perspectiva, Lacan desarrolló una visión de la construcción de la personalidad según la cuál ésta tiene el formato de un discurso un estructura ligüística o narrativa.

En todo caso, la propuesta lacaniana es muy amplia, compleja y variante desde el punto de vista conceptual, y, además de los lingüísticos, incorpora también elementos filosóficos y matemáticos (véase Fink, 2007).

Aquí sólo resumiremos algunos cuestiones básicas relacionados con su perspectiva del desarrollo del sujeto. En ellos la importancia hermenéutica otorgada al lenguaje se entremezcla con otros aspectos más reconocibles del psicoanálisis clásico.

En la base del desarrollo humano Lacan coloca el «estadio del espejo», un momento vital crucial gracias al cual un sujeto que todavía no dominaba ni el lenguaje ni su cuerpo empieza a reconocerse a sí mismo como un yo.

Para ello es necesario que en algún momento del desarrollo se vea reflejado como totalidad en un semejante. El niño debe ser capaz de identificarse o, más bien, confundirse espacialmente con ese otro. En un principio, estará atrapado por esa imagen externa a él que le aporta, sobre todo, un sentido propio de unidad corporal. Pero empezar a entender la existencia corporal y psicológica del Otro es imprescindible para entender más adelante la del propio Yo (Lacan, 1995). Esta construcción primitiva de la propia imagen está relacionada con lo que Lacan denominó registro de «lo imaginario», caracterizado por un pensamiento basado sólo en imágenes, sin presencia de lenguaje.

Junto a lo «imaginario» Lacan define los registros de «lo real» y «lo simbólico». El primero estaría relacionado con todo aquello de la realidad y la experiencia que nunca se podrá expresar mediante el lenguaje, quedando por fuera de toda representación posible y, por tanto, careciendo de sentido para el sujeto. Lo simbólico, por su parte, está ligado al lenguaje y permite la incorporación de las reglas sociales una vez que posee un dominio competente del mismo. El vínculo social mediado por el lenguaje permite, de hecho, dar forma a lo representado por el Otro y alcanzar plenamente la construcción del Yo (Lacan, 1983 y 1987). El yo del registro imaginario, aunque evita la fragmentación de la experiencia, no tiene por qué ajustarse a la realidad. De hecho, si el sujeto queda inmovilizado en este aparecen perturbaciones alienantes como la esquizofrenia, la paranoia, etc.

En línea con el lugar central otorgado a la palabra, Lacan también planteó que el inconsciente estaba estructurado como un lenguaje. Llevando más allá las tesis saussreanas, supuso que un significante —el sonido o la palabra— no siempre estaba en contacto con un único significado —un concepto—. Más aún, en el discurso del sujeto el significante remitía sobre todo a otros significantes. En este sentido, entendió las condensaciones freudianas como metáforas mientras que los desplazamientos actuarían como metonimias (toman la parte por el todo o el todo por la parte). En las teorías de Lacan, por tanto, el material más importante del que disponen analista y analizado es la palabra: las ideas reprimidas producen los síntomas y por ello es necesario retraducirlas y religarlas con el sistema o cadena de significantes que tenga sentido dentro de la vida del sujeto (Lacan, 1975).

Trabajar en la interpretación del discurso permite, por tanto, restituir los vínculos con el mundo. En todo caso, el inconsciente siempre es una fuerza inagotable que domina e impulsa el deseo subyacente del sujeto.

Todavía más que la de Freud, las teorías de Lacan han sido acusadas de oscurantistas, incomprensibles e incluso deficientes en el uso y entendimiento de ciertos conocimientos como los matemáticos (Sokal y Bricmont, 1999). La escuela lacaniana también ha sido tachada de sectaria por construir una jerga conceptual que sólo está al alcance de los iniciados en ella.

Al margen de esta polémica, es indudable que Lacan se esforzó por establecer un diálogo directo con los textos de Freud, lo cual le llevó a remarcar la importancia de los aspectos lingüísticos que atraviesan la obra del padre del psicoanálisis. En esto se puede establecer una distinción clara y básica entre las tesis radicalmente hermenéuticas de Lacan y el resto de escuelas posfreudianas.

Matar al padre: los discípulos disidentes

Aunque algunos discípulos de Freud como Karl Abraham (1877-1925), Sandor Ferenczi (1873-1933), Anna Freud (1895-1982) o Ernest Jones se mantuvieron próximos a la ortodoxia del maestro, el psicoanálisis terminó estallando en diferentes escuelas. El motivo fue que Freud, haciendo buena la figura del padre que había desarrollado en sus tesis, quiso mantener un control férreo sobre la correcta interpretación y desarrollo de su teoría.

Prácticamente, de cada polémica con un discípulo surgió una nueva escuela, si bien todas asimilaron el cimiento psicobiológico freudiano del que más adelante se distanciaría la escuela lacaniana. Con todo, cada perspectiva reformó y destacó el aspecto que más le interesaba del freudismo.

Entre los muchos discípulos de Freud podemos destacar los siguientes:

  • Wilhelm Reich (1897-1957), que unió marxismo y psicoanálisis para proponer la destrucción de toda barrera represora y una liberación completa del instinto sexual;
  • Otto Rank (1884-1839), que fue más allá de la idea de sublimación, la norma social y el racionalismo freudiano para reivindicar la función motivadora e inspiradora de la ilusión y las emociones sobre las grandes tareas artísticas y científicas y las relaciones sociales;
  • Melanie Klein (1882-1960), que se interesó especialmente por el desarrollo infantil y su relación con los primeros sentimientos de ansiedad y placer durante el amamantamiento; o
  • Karen Horney (1885-1952), que propuso una versión feminista del psicoanálisis negando la envidia del pene y denunciando las trabas culturales para el adecuado desarrollo personal y sexual de las mujeres.
  • Sin embargo, los planteamientos que históricamente han gozado de más popularidad han sido los de dos discípulos de Freud cuya ruptura con el maestro fue especialmente dramática: el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung (1875-1961) y el médico austriaco Alfred Adler (1870-1937).

La influencia de Jung sigue vigente en la actualidad a través de la obra de autores contemporáneos como James Hillman (1999, 2000). Jung fue el discípulo predilecto de Freud y, por su condición de gentil, el maestro depositó en él toda la esperanza de que el psicoanálisis transcendiera el círculo de médicos judíos al que, en un principio, había quedado circunscrito. Al igual que Freud, Jung descartó el valor terapéutico de la hipnosis y desarrolló su propio método terapéutico basado en la asociación libre de palabras. Defensor y confidente de Freud tras leer La interpretación de los sueños, se separó progresivamente de la ortodoxia freudiana insatisfecho con la estrecha concepción de las motivaciones humanas. Jung coincidía con Otto Rank en que toda la vida emocional del sujeto no podía reducirse al poder perverso de las energías sexuales. En concreto, creía que las tendencias y fines de la acción humana podían provenir de múltiples fuentes.

Participarían de formas primigenias o «arquetipos» arraigados en un inconsciente colectivo ancestral y común a toda la humanidad. Esta perspectiva también requería una reformulación de las teorías culturales de Freud.

De un modo que recuerda los planteamientos de la metafísica idealista y la psicología de los pueblos, Jung consideró que los productos culturales de las diferentes civilizaciones derivaban de la acción inconsciente de unos u otros arquetipos (Jung, 2009 y 2010). También especuló sobre las dimensiones parapsicológicas y místicas del alma humana, ámbito de estudio que Freud rechazó completamente desde su militancia biologicista y positivista.

Parte de las tesis de Jung recogen también influencias de otro gran representante de la así llamada «psicología profunda» dentro de la tradición psicoanalítica: Alfred Adler. Como Jung o Rank, Adler se distanció pronto del pansexualismo freudiano para poder desarrollar sus propias ideas desde su planteamiento del «complejo de inferioridad». Emergente durante la infancia, este complejo provocaba que la vida de todo sujeto fuera un continuo esfuerzo de superación personal. El concepto era resultado de combinar la perspectiva freudiana con la idea de «voluntad de poder» de raíz nietzscheana para referirse al motor que impulsaba al sujeto hacia algún tipo de finalidad inconsciente; todo ello bajo condiciones establecidas en el seno de su comunidad o «constelación» familiar. La tendencia de todo sujeto es superar su complejo de inferioridad originario exagerando las propias virtudes, pero una resolución inadecuada del proceso podía dar lugar a un complejo de superioridad y, llevado al extremo, a una personalidad megalómana (Adler, 1912/1993). Adler pensaba que la personalidad sana se desarrollaba gracias a un trabajo cooperativo y comunitario desde la infancia. Por este motivo, dedicó buena parte de su actividad intelectual a elaborar métodos de prevención para los primeros años de vida, la mayoría de ellos basados en la definición de objetivos concretos y relacionados con el bien común (Adler, 1929/1967). Su pragmatismo, optimismo y colectivismo fue muy bien recibido en los círculos intelectuales estadounidenses más progresistas (Hale, 1971 y 1995).

En todo caso, hay en Adler, como en los psicoanalistas Otto Rank, Anna Freud, Karen Horney, Erik Erikson y, sobre todo, Heinz Hartmann (189-1970), un interés por trabajar el reforzamiento del Yo y sus estrategias para el afrontamiento de problemas. Buena parte del psicoanálisis posfreudiano consideró estas cuestiones como la mejor vía para alcanzar una personalidad equilibrada y adaptada al medio social; incorporando incluso, como habían hecho Jung y Rank, dimensiones positivas en la expresión de lo emocional.

Extrapoladas a Norteamérica de la mano de los psicoanalistas judíos que huían del nazismo, este tipo de perspectivas centradas en el yo también se coordinaron bien con el individualismo de la cultura norteamericana.

Con ello, las técnicas terapéuticas ganaron en personalismo al tiempo que se distanciaban de dos importantes referentes europeos. Por un lado, el influjo pernicioso y determinante que Freud había otorgado en origen a los instintos sexuales, el inconsciente y el Ello. Por otro, el lugar fundamental que la escuela lacaniana —muy influyente en el mundo francófono y latinoamericano— otorgaba al vínculo social y a la figura del Otro. En las décadas de los 40 y 50 apareció la así llamada «Psicología del Yo», una de las técnicas terapéuticas de base psicoanalítica más populares en los Estados Unidos hasta el día de hoy. Su influencia se puede rastrear en la psicología humanista y, más modernamente, la llamada psicología positiva. Este tipo de perspectivas persiguen garantizar a toda costa la autorrealización, felicidad, competencia y adaptabilidad del sujeto individual; perspectiva que, en alguna versión extrema, puede llegar a hacer abstracción de cualquier tipo de circunstancias (económica, ética, social, cultural, etc.) que rodee y explique la situación del sujeto en cuestión.

El Psicoanálisis y las escuelas psicológicas contemporáneas

Contra lo que a veces se supone, el legado de Freud en psicología no se ha restringido a las escuelas psicoanalíticas. Las teorías freudianas repercutieron, de una u otra manera, en buena parte del pensamiento psicológico desarrollado antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Los principios psicoanalíticos se debatieron y se siguen debatiendo hoy en día en diversos campos psicológicos. Así, Skinner creía acertada la opinión freudiana de que el ser humano se movía, en último término, por motivaciones inconscientes muy básicas y ligadas a lo biológico (Skinner, 1954/1972). También dentro de las teorías del aprendizaje, la denominada hipótesis de la frustración-agresión exploró la controversia entre la primera teoría freudiana de la frustración y su posterior subsunción en el instinto de muerte, decidiendo a favor de la primera (Dollard, Doob, Miller, Mowrer & Sears, 1939). Dentro del cognitivismo, algunos de los primeros experimentos de Jerome Bruner estuvieron orientados a constatar la función de la censura frente a la aparición de palabras tabú (Bruner y Postman, 1947; Postman, Bruner y McGinnis, 1948).

Pero más importante aún es quizá la influencia de Freud sobre los dos psicólogos más relevantes en la teorización del desarrollo infantil, Vygotski y Piaget. Como parte del principio de placer, Freud había señalado un «proceso primario» según el cual el sujeto podía recurrir a una imagen mental o al recuerdo de un objeto para satisfacer un deseo concreto y reducir el estado de tensión o displacer orgánico. Lógicamente, al producirse el territorio del inconsciente, la representación de tal objeto se sometía a la lógica psicoanalítica de la condensación o desplazamiento. Freud también había formulado un «proceso secundario» ligado, en este caso, al principio de realidad, que implicaría una planificación racional relacionada con la consecución eficaz y real del objeto deseado. Según Kozulin (1994), la cercanía de estos planteamientos freudianos a los procesos mediados y no mediados propuestos por Vygotsksi es evidente. Concretamente, Vygotski consideraba que el arco de posibilidades para la conceptualización de un objeto se desplegaba desde la mera operación perceptiva inmediata —muy similar al proceso de condensación freudiano— hasta un proceso racional y altamente mediado por símbolos y palabras concretas.

Piaget, por su parte, asumió en un primer momento la lógica del principio del placer. De hecho, aunque terminó renegando expresamente del psicoanálisis, la vigencia de tal principio en su obra es perfectamente perceptible en la manera de entender el impulso básico de la actividad infantil. En su planteamiento, los niños pequeños mostrarían un pensamiento egocéntrico que los orientaría a la búsqueda del placer y la realización de deseos, al margen del interés por la realidad. Éste sólo aparecería progresivamente, a través de los estadios madurativos del desarrollo en los que la imaginación iría pasando a un segundo plano (Mayer, 2005). Tal idea provocó precisamente la crítica de Vygotski, quien, a diferencia de Freud y Piaget, consideraba que la actividad del niño siempre estaba orientada a la realidad, aunque fuera de una manera primitiva y germinal. La «irrealidad» genuina sólo podía aparecer en momentos posteriores de desarrollo, cuando la imaginación se aliaba con el pensamiento verbal para ser capaz de manejar situaciones virtuales; esto es, al margen de sus contextos espacio-temporales reales (Kozulin, 1994).

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