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En el ámbito anglosajón, el empirismo de Locke encontró su continuidad más inmediata en George Berkeley (1685-1753), uno de sus mayores admiradores. Como ya hicieran Spinoza (1632-1677) y Leibniz (16461716), Berkeley pretendía combatir el problema de la relación entre la mente y el mundo inaugurado por Descartes. Si lo único que podemos conocer son los contenidos internos a nuestra mente (las ideas), es difícil estar seguros de que tales contenidos se correspondan con objetos externos.

Berkeley enfrentó el problema con su famoso lema esse est percipi («ser es ser percibido»). Mientras que para Locke las ideas de la mente tenían su origen en la experiencia externa, en objetos reales del mundo exterior, para Berkeley estas ideas serían todo lo que existe, siendo únicamente la coexistencia habitual de ciertos conjuntos de sensaciones (provenientes de diferentes sentidos) lo que nos llevaría a creer en la existencia de esas relaciones en la realidad externa y en la permanencia de los objetos más allá de nuestra percepción subjetiva de los mismos. Para Berkeley, la única garantía de su realidad sería la existencia de Dios, único ser capaz de estar percibiendo simultáneamente todas las realidades del universo. La presencia de las cosas en la mente de Dios es lo único que asegura la existencia de las mismas; de no ser así sólo cabría escepticismo absoluto.

En su teoría perceptiva sobre la permanencia de los objetos como resultado de la coexistencia de sensaciones, Berkeley manejaba una concepción en cierto modo asociacionista de la mente. Pero será Hume quien sistematizará la doctrina asociacionista, profundizando además en el escepticismo que Berkeley trataba precisamente de evitar. Si todo nuestro conocimiento proviene de la experiencia, como defienden los empiristas, según Hume, dado que nuestra experiencia es limitada, nunca podemos tener la certeza absoluta de nada. Por ejemplo, la afirmación (inductiva) «todos los cisnes son blancos» dejaría de ser cierta en el momento en que apareciera uno negro. Por lo mismo, no tenemos garantía alguna de que mañana vaya a salir el sol; sólo sabemos que hasta hoy ha salido todos los días. Las creencias son meros hábitos.

Hume vendría a culminar la sustitución de la metafísica por la psicología como base de las demás ciencias, clasificando los contenidos de la mente y estableciendo las leyes mediante las que estos se asocian. Las impresiones —que distingue de las ideas por su mayor fuerza y vivacidad— provenientes de la sensibilidad se moverían en nuestra mente como átomos en un sistema mecánico, determinados por una especie de gravitación natural. El equivalente psicológico de las leyes newtonianas de la física serían la ley de la semejanza y la ley de la contigüidad, según las cuales aquellas sensaciones que se parecen entre sí y/o que aparecen juntas (en el espacio o en el tiempo) se unen entre sí y dan lugar a ideas más complejas. Nuestras ideas de causación (el establecimiento de una relación de causa-efecto entre dos fenómenos) se deberían también a la ley de contigüidad, es decir, serían el resultado de hábitos mentales basados en nuestra experiencia pasada, que nos ha enseñado que una determinada sensación va siempre seguida de otra, sin que ello pruebe relación causal alguna entre ambas.

Hume, que rechazaba cualquier discurso metafísico sobre el carácter divino del alma, extiende a la filosofía moral esta crítica al racionalismo, que para él caía en la metafísica y se basaba en definiciones puramente especulativas, sin fundamento en la experiencia, de las cosas. Hume defendía que aquello que guía nuestra acción no es el entendimiento sino las pasiones, cuya raíz situaba en el sentimiento de placer y de dolor.

Como Locke, Hume pensaba que lo que mueve las pasiones siempre se puede analizar en términos de placer y dolor, y que es en esas sensaciones donde residen nuestras nociones de lo que es bueno y malo. Así, la virtud produciría impresiones agradables y el vicio, impresiones incómodas. En todo caso, el principio de placer y dolor se complementaría con un principio de empatía, según el cual tenemos una inclinación a tener sentimientos positivos hacia nuestros semejantes, la cual se desarrolla gracias a nuestra comunidad de ideas, orígenes, etc. Esto alejaba a Hume de otros planteamientos empiristas basados en el egoísmo, que hacían residir en la búsqueda del placer personal toda explicación de la acción.

Con ciertas semejanzas, pero con un sentido religioso ajeno a Hume, un contemporáneo suyo, David Hartley (1705-1757), médico de profesión a la vez que teólogo, se proponía demostrar que la mente humana está diseñada por Dios para avanzar hacia la virtud y la felicidad. Los medios dispuestos para ello serían precisamente el principio del placer y el dolor como determinantes de la conducta (buscamos el primero y evitamos el segundo) y la asociación de ideas. Inspirado como Hume por Newton, Hartley adoptó su teoría de las vibraciones nerviosas para proporcionar un sustrato fisiológico a las leyes de la asociación. Según esta teoría, los nervios contendrían unas partículas imperceptibles que vibrarían con el contacto sensorial. A cada asociación de ideas correspondería un conjunto de vibraciones. La explicación de la mente y de la conducta en estos términos, por la que ganaría muy posteriormente el reconocimiento en la historia de la psicología científica, tendría sobre todo una gran repercusión en el ámbito de la filosofía moral. Aunque por un lado se le acusó de un excesivo determinismo y materialismo que comprometía la libertad de elección humana, por otro lado, especialmente desde posiciones reformistas, sus ideas se utilizaron para defender la necesidad de cambiar la sociedad y las condiciones materiales que nos determinan (Smith, 1997).

Fue justamente en el marco del pensamiento reformista, y muy especialmente en el del pensamiento social utilitarista guiado por el principio de maximización del placer y minimización del dolor, donde el análisis asociacionista de la mente alcanzaría principalmente su culminación. Lo hizo con la figura de James Mill (1773-1836), cuyo Análisis de los fenómenos de la mente humana (1829), fundamentado en la doctrina utilitaria de Bentham, proponía diseccionar la mente humana hasta encontrar sus componentes más básicos. A diferencia de sus predecesores, Mill sólo aceptaría un principio asociativo: el de la contigüidad (simultánea y sucesiva), que sería suficiente para dar cuenta de la complejidad de toda la vida mental. Según su concepción de la mente, las sensaciones simples se combinarían como las piezas de un mecano, siguiendo el mismo orden en que fueron recibidas y sin alteración alguna. Llevando al extremo la metáfora de la tabula rasa y convencido de la plena maleabilidad de la mente, Mill puso en práctica sus ideas educativas con su propio hijo, John Stuart Mill (1806-1873), que heredó también su filosofía utilitaria y asociacionista.

Frente a esta tradición empirista y asociacionista, que dibuja una imagen de la vida mental fundamentalmente pasiva y mecánica, la tradición racionalista alemana, que ya había contestado a Locke en la figura de Leibniz, mantendrá una concepción de la vida mental más activa.

No obstante, el diálogo y las interferencias entre ambas tradiciones, así como con el materialismo francés, serán constantes. La lectura de Hume constituye precisamente una de las claves del despertar de Kant de lo que él mismo denominó su «sueño dogmático».

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