Ciertamente, en la historiografía reciente, pocas biografías intelectuales han merecido tantas páginas y reflexiones como la de Freud (a los estudios biográficos mencionados en el epígrafe anterior es imprescindible añadir, como mínimo, los de Roazen, 1986, Gay, 1988, Forrester, 2001 y, más recientemente, Zaretsky, 2012). Su correspondencia personal, por ejemplo, ha recibido una atención interpretativa desmesurada; al menos comparada con la que se ha prestado a la de cualquier otra figura relevante del pasado de nuestra disciplina (véase, por ejemplo, Freud, 2008). Al margen del balance negativo al que, a propósito de Freud, llegan muchas de estas investigaciones, de ellas podemos extraer, al menos, dos conclusiones. En primer lugar, que el interés de Freud por los motivos ocultos, primarios y egoístas del comportamiento y la actividad humana alcanzó, finalmente, un éxito considerable: ni siquiera su propia vida y obra han podido escapar a la propuesta. En segundo lugar, que los recientes análisis historiográficos desmitificadores de la «personalidad» de Freud también pueden verse como el colofón de un importante empeño para desprestigiar a toda costa el psicoanálisis; una tendencia crítica que tiene, en sí misma, profundas raíces históricas.
Originalmente, la oposición a la obra de Freud se localizó sobre todo en torno a su controvertida teoría sexual de la motivaciones humanas; propuesta contra la que se adujeron críticas de carácter tanto moral como disciplinar. Las críticas morales fueron especialmente virulentas en vida del propio Freud, en el contexto burgués de la Viena de fin de siglo, primero, y bajo la perspectiva degeneracionista del régimen Nazi, posteriormente.
Su «escandalizadora» visión pansexualista, egoísta y animal de la naturaleza humana chocó frontalmente con la hipocresía moralista del momento histórico-social que le tocó vivir. Sin embargo, cuando la moral victoriana empezó a desmoronarse o, incluso, mucho después, durante la «revolución sexual» de los años 60, la obra de Freud continuó, significativamente, en el punto de mira. Agotadas las suspicacias morales, como si se tratara de preservar a toda costa la condición «controvertida» de su figura e ideas, las críticas teórico-epistemológicas retomaron la cruzada contra su trabajo.
Paradójicamente, donde antes se habían señalado los excesos cientificistas del psicoanálisis por reducir el comportamiento humano a impulsos animales, ahora se subrayaban sus carencias epistemológicas. Coincidiendo con el auge del conductismo en los años 30 y 40, se empezó a denunciar la falta de criterios sistemáticos en la recogida y ordenación de sus datos y demostraciones, así como el discutible éxito real de sus terapias (Eysenck, 1952 y 2004; Skinner, 1954/1972).
Estas críticas teórico-epistemológicas son las que han retomado modernamente las perspectivas psicológicas más experimentalistas, señalando la falta de rigor científico de Freud a la hora de elaborar sus teorías. Y, sin duda, esta opinión también es coherente con las narraciones historiográficas contemporáneas que aseguran que el psicoanálisis terminó siendo desterrado de las facultades de psicología por sus carencias científicas (Caparrós, 1984; Leahey, 2005) y encontró refugio en otros espacios académicos relacionados, principalmente, con las humanidades (arte, lingüística, filosofía, antropología, historia, etc.). Pero, en realidad, esto sólo es relativamente cierto para parte del mundo anglosajón o los países que, como España, han construido sus instituciones y tradiciones psicológicas a imagen y semejanza de aquel. Muchas facultades de Psicología en Centroeuropa, Latinoamérica o los propios Estados Unidos siguen acogiendo, en mayor o menor medida, contenidos psicoanalíticos. Al menos, es difícil encontrar programas de estudio de nuestra disciplina donde no aparezcan asignaturas que incorporen, de algún modo, epígrafes o ideas provenientes del psicoanálisis. A todo ello hay que añadir su vigencia en el ámbito de intervención clínica, donde buena parte de las corrientes psiquiátricas modernas continúan considerándolo, en su versión ortodoxa freudiana u otras alternativas, una herramienta clínica imprescindible. La propia estructura formal y relacional de una sesión clínica en psicología aplicada, sea cual sea la adscripción teórica, replica, en buena medida, la que desarrolló Freud para tratar a sus pacientes.
Igualmente, sería pertinente matizar o contextualizar adecuadamente la cuestión específica del rigor metodológico y científico del psicoanálisis; sobre todo teniendo en cuenta que, dentro de la historia de la psicología, ningún otro autor ha recibido tantas críticas a ese respecto como Freud.
No está de más, por tanto, hacer hincapié en dos cuestiones. Por un lado, es importante subrayar que el método experimental no es el único procedimiento que la ciencia ha utilizado y aún utiliza para construir conocimiento. Pensemos en las predicciones de la física elaboradas desde modelos puramente matemáticos, o los hallazgos de la etología o la antropología a través de métodos observacionales en situación natural. Por otro lado, es fundamental poner en relación los métodos y objetivos freudianos con su propia época, respecto de la cual parecieron, en buena medida, subversivos y revolucionarios. Al fin y al cabo, antes de la popularización del psicoanálisis, los baños fríos, los electroshocks, las intervenciones quirúrgicas, y otros tratamientos invasivos radicales eran las técnicas terapéuticas más habituales en los psiquiátricos y balnearios (Decker, 1999, Leahey, 2005).
Si no tenemos en cuenta esas condiciones, la obra de la mayoría de los personajes relevantes para la historia de la psicología tampoco resistiría un juicio científico riguroso; máxime si éste se elabora desde las exigencias del actual protocolo experimental. Desde luego, no quedarían en buen lugar W. James y su interés por la experiencia espiritual (James, 1902/1994), W. Wundt y su preocupación por el método histórico-comparativo (Wundt, 1912/1926), Watson y la discutible ética científica de algunos de sus trabajos (Watson y Rayner, 1920) o Skinner y su proyecto militar de condicionar palomas capaces guiar misiles (Skinner, 1960/1972). Curiosamente, a diferencia de todos ellos, la crítica que recibe la obra de Freud por anticientífica es tan persistente como la vigencia de su obra (sintomáticas son las recientes y encendidas críticas de Webster, 2005; Meyer, 2007; Fuentes, 2009 y Onfray, 2011), y, como hemos tratado de señalar, parece indisociable de una atención desmesurada a la estrecha y —supuestamente— «perversa» relación entre su construcción teórica y sus motivos personales.
Desde nuestra perspectiva, tomar distancia de esta «teoría de la sospecha» —que, de hecho, él mismo colaboró a inculcar con éxito en el corazón de la cultura occidental— permite abrir otras posibilidades para ponderar su obra. En esa línea, nuestra intención en este capítulo es recontextualizar los orígenes de la teoría psicoanalítica dentro de las tendencias sociales, intelectuales y científicas de su propia época. Después de ello, atenderemos a los ejes fundamentales de la teoría freudiana y los desarrollos y rectificaciones que introdujo el propio Freud posteriormente. Cerraremos el capítulo con una referencia al legado psicoanalítico en las diferentes órbitas de la cultura psicológica y su continuidad en la actualidad.