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Una parte importante de la responsabilidad del nacimiento de la psicología moderna recae, siguiendo a Georges Canguilhem (2002), en el desarrollo de la física mecanicista en el siglo XVII. Esta nueva concepción de la física se enfrentaba al naturalismo renacentista, de raíz aristotélica, por su atribución de capacidades o poderes a la materia (como, por ejemplo, en su tratamiento de los imanes, que se consideraban dotados del poder de la «atracción magnética»). Alineada con la sensibilidad más puritana y austera de la Reforma, la nueva filosofía natural reservaba el poder activo sólo para Dios. En este contexto, los reformadores cristianos más comprometidos con el desarrollo de la ciencia dieron un giro hacia el mecanicismo, haciendo de la materia algo completamente inerte, sin capacidades. La materia se volvía así algo mecánico, movido únicamente por la mano de Dios. Este fue el marco científico y religioso en el que desarrolló su trabajo René Descartes (1596-1650), que llevaría ese mecanicismo hasta el cuerpo humano.

Formado en la tradición escolástica, Descartes, cuyo contacto con la física le había convencido de la necesidad de desconfiar de los sentidos, se proponía desarrollar un método que nos permitiera ordenar nuestro pensamiento y no confundir lo verdadero con lo falso. A partir de una serie de premisas, la primera de las cuales consistía en no aceptar como verdadero nada que no fuera conocido de forma clara y distinta, se propuso dudar sistemáticamente de todas sus creencias, incluyendo su propia existencia. En el proceso de esa «duda metódica», Descartes concluyó que lo único indudable era que, mientras estuviese pensando, él era algo: existía. Así lo recogió su famosa fórmula cogito ergo sum, «pienso, luego existo».

El «yo pensante» es descrito por Descartes como una sustancia que se distingue por la capacidad de pensar y por ser lo contrario de la materia, es decir: inextensa, indivisible e incuantificable (no ocupa espacio alguno ni depende de nada material para existir). Ese yo, alma inmaterial e inmortal, se presenta en términos radicalmente opuestos al cuerpo.

Descartes se desmarca así de la noción aristotélica y tomista de alma como forma del cuerpo. En su lugar, establece una nueva división ontológica, el famoso «dualismo cartesiano», entre el cuerpo, entendido como una sustancia con todos los atributos de la materia (res extensa), como una máquina cuyas operaciones pueden ser perfectamente explicadas como procesos físicos sin necesidad de recurrir a fuerzas vitales, y el alma en general, la res cogitans, «algo que duda, concibe, afirma, niega, desea, rechaza, que también imagina y siente» (Descartes, 1647/2009, p. 99). De esta división entre cuerpo y yo pensante se desprende una idea de especial importancia, a saber, la realidad del alma inmortal, que le permitía satisfacer tanto su propia fe religiosa como la de los teólogos católicos. Por otro lado, de la división entre alma y cuerpo se desprendía otra idea fundamental: que la presencia combinada de alma y cuerpo sólo se da en el ser humano. Desde el punto de vista cartesiano, los animales carecen de alma; son meras máquinas.

Ahora bien, Descartes quería que los lectores advirtieran que cuando hablaba de yo o res cogitans no estaba hablando del alma en el sentido aristotélico de la palabra, y por eso recurrió al empleo del término «mens», que se refiere únicamente al principio en virtud del cual pensamos, por oposición al de «anima», que se refiere al principio vital por el que nos nutrimos, crecemos y estamos sometidos a las demás funciones que compartimos con los animales (Mengal, 2000 y 2005). A partir de este momento, pues, lo opuesto a «alma» (anima, principio de vida) ya no será la ausencia de vida (lo inanimado), sino el cuerpo, que pasa a entenderse como un autómata. Se desarrolla entonces un nuevo discurso sobre la naturaleza humana y la mente, caracterizada en términos similares a lo que era el alma intelectiva (el pensamiento consciente), del que se ocupará la moderna psicología. A ese discurso contribuirá de forma decisiva el inglés John Locke (1632-1704) con su Ensayo sobre el entendimiento humano (Smith, 1997).

Como Descartes, Locke defenderá, contra el pensamiento aristotélico-tomista, que la mente sólo conoce sus propias ideas —no conoce formas o esencias, ni siquiera objetos en sí mismos—. Sin embargo, a diferencia de Descartes, que defendía el carácter innato de una serie de ideas, como la de perfección y la existencia de Dios (pero también de los axiomas matemáticos y de todas aquellas que representan esencias verdaderas, inmediatas y eternas del estilo de las Ideas platónicas), Locke planteará que todas las ideas provienen de la experiencia (de ahí que se le considere un representante del empirismo, mientras que Descartes lo es del racionalismo). Nuestros contenidos mentales más complejos, pues, no serían sino el resultado de la combinación de las sensaciones particulares que recibimos de la realidad material. Las ideas que suponíamos innatas no se encuentran en los niños ni en los retrasados mentales.

Igualmente, apoyándose en la literatura de viajes, defendía por ejemplo que había pueblos que carecían de algunas ideas como la de Dios. Para ilustrar este planteamiento empirista, Locke se sirve de la metáfora de la mente como una tabula rasa, una pizarra en blanco donde las sensaciones imprimen registros de lo que ocurre en el mundo. Aunque negaba el carácter innato de las ideas, Locke sí admitía capacidades innatas como la reflexión, que nos permite percibir y reflexionar sobre las sensaciones que recibimos del medio físico y nuestras propias operaciones internas.

La percepción, la reflexión sobre lo que percibimos y la facultad de conservar las ideas simples durante un tiempo (memoria) serían los primeros pasos del conocimiento, a los que seguirían operaciones mentales como la combinación de ideas simples en ideas complejas (por ejemplo, la idea de belleza procedería de combinar las de color y forma), la comparación de ideas particulares entre sí (ideas de relación, causa y efecto, identidad, etc.) y la abstracción, que aísla y separa a una idea de todas las que le acompañan en la vida real (Gondra, 1997).

La aproximación de Locke a la experiencia está sin duda relacionada con la mirada científica de la modernidad, pero también, como en el caso de Descartes, con asuntos de fe y salvación (Smith, 1997). En una Europa devastada por las guerras entre católicos y protestantes, conocer los límites y fundamento del entendimiento humano en la experiencia podía favorecer la aceptación de la tolerancia en materia religiosa.

Aunque los planteamientos de Locke podían abrir (y abrieron) la puerta al relativismo, su análisis del entendimiento humano tenía más que ver con la búsqueda de un fundamento del orden moral que no residiese en una razón transcendente, divina, sino en las leyes de la naturaleza. Así por ejemplo explicaba las pasiones (amor, deseo, esperanza, miedo...) como ideas derivadas de las sensaciones de placer y dolor, en las que se apoyaba también para explicar el fundamento último de la acción: actuamos cuando el dolor supera al placer, para escapar de la incomodidad. Por otro lado, el papel otorgado a la experiencia le hizo conceder una gran importancia a la educación, algo que tendría gran influencia en filósofos posteriores como Jean Jacques Rousseau (1712-1778).

A lo largo del siglo XVII, indagar en el funcionamiento de la mente en la línea inaugurada por Locke constituirá una preocupación fundamental para la mayoría de los pensadores. Su influencia tanto en Inglaterra como en Francia será fundamental a este respecto. De hecho, en Francia entusiasmaba todo lo inglés, especialmente el empirismo de Locke y la física de Newton. Allí su Ensayo sobre el entendimiento humano se convertirá en un pilar fundamental para el desarrollo de las ciencias humanas. Voltaire (1694-1778) por ejemplo mostraba su admiración por el logro que suponía explicar la razón humana del mismo modo en que un anatomista explica las partes del cuerpo. Y llevando al extremo su empirismo se desarrollarán doctrinas como el sensualismo, de la mano de Etienne Bonnot de Condillac (1714-1780), que reducirá todo lo mental a sensaciones, negando la existencia de facultades del alma, incluida la reflexión. No ocurrirá lo mismo en el ámbito germano, donde se plantearía una concepción alternativa, abriéndose una nueva tensión: entre una concepción mecanicista de la mente, entendida como un escenario de asociaciones entre sensaciones e ideas, propia de la tradición empirista británica y francesa, y su concepción en términos de una conciencia en la que se reflejarían las leyes lógico-matemáticas conforme a las cuales se estructura el mundo, propia de la tradición racionalista alemana.

Así, el filósofo racionalista alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) contestará la obra de Locke con unos Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (publicación póstuma, en 1765, redactado entre 1703-1704). Como Descartes, Leibniz admitía la existencia de ideas innatas y desconfiaba de la experiencia sensible como base del conocimiento. Para él, el empirismo, al carecer de garantías acerca de la validez del conocimiento que tenemos del mundo a través de la experiencia, abría la puerta al escepticismo. A la vez, sin embargo, como hiciera unos años antes el también filósofo racionalista Baruch Spinoza (1632-1677), Leibniz se enfrentaba al dualismo cartesiano entre mente (res cogitans) y mundo material (res extensa). Mientras que el racionalismo de Spinoza sostenía que solo podía existir una sustancia, la divina, en una doctrina panteísta que identificaba a Dios con la naturaleza, Leibniz afirmaba la existencia de infinitas sustancias, «mónadas», que serían las unidades básicas constituyentes del conjunto del universo, de la realidad (una especie de «átomos», pero no inertes). Según su Monadología (1714), cada una de estas mónadas estaría en cierto modo «viva» (animada) y poseería un cierto grado de conciencia. Aquellas mónadas provistas de percepciones conscientes y razón formarían el «reino de los espíritus». Como forma de combatir el escepticismo, Leibniz planteó que entre dicho reino (la razón) y el «reino de la naturaleza» (el mundo físico), habría una «armonía preestablecida» por Dios que garantizaría la verdad del conocimiento.

Si la filosofía de Locke y de su principal seguidor, David Hume (1711-1776), contribuirán al desarrollo de una psicología empirista y asociacionista, el sistema de Leibniz sentará las bases de lo que será la psicología de habla germana, que caracterizaría la mente como actividad (frente a la pasividad defendida por las tradiciones más empiristas) y unidad (frente a la idea de mente como agregado de sensaciones) (Smith, 1997).

El énfasis que todos estos nuevos sistemas metafísicos, tanto continentales como británicos, pondrán en el poder de la razón sentará las bases para el desarrollo de la Ilustración a lo largo del siglo XVIII. Pero serán sobre todo los escritos de Locke y su recepción en Francia, en una filosofía natural que vendría a socavar las bases teóricas del Antiguo Régimen, los que tendrían un mayor impacto en ese sentido. Además, su defensa de la libertad de conciencia como derecho fundamental sería el pivote en torno al cual girarían los demás derechos y libertades que la Revolución Francesa exigía. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, adoptada en 1789 por la Asamblea Constituyente, marcaría la consagración del individualismo moderno (Dumont, 1985).

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