La terapia de conducta, más conocida en los últimos años como terapia cognitivo conductual, es el resultado del desarrollo del conocimiento científico desde sus orígenes al momento actual. Desde las aplicaciones pioneras de la modificación de conducta hasta el momento actual en el que se habla de las denominadas terapias de conducta de 3ª generación, la terapia de conducta se ha visto enriquecida en sus fundamentos teóricos y empíricos.
El paso del tiempo que nos trae a la situación actual de la terapia de conducta es un ejemplo de diversas inconsistencias, propias de la condición humana a la que no es ajeno el psicólogo y el científico. La primera es la que confunde el descubrimiento individual con el científico. Algunos autores y personas consideraron un gran hallazgo el que la terapia de conducta se fijara en lo cognitivo, como elemento fundamental del ser humano. La terapia de conducta nunca dejó de fijarse en lo cognitivo. Forma parte del comportamiento como elemento de respuesta y del medio ambiente, como antecedente y/o consecuencia, de la conducta, incluso desde el conductismo Mediacional como constructo que media la relación concreta entre un determinado contexto y la respuesta. Si lo que viene a decirse es que lo cognitivo es tan importante como para constituir la causa del comportamiento, esto es aceptable sólo cuando haya datos que señalen que lo que precede a determinado comportamiento es un determinado pensamiento o actividad cognitiva concreta.
Otro tema es el que confunde la teoría con la práctica. Ningún terapeuta de conducta que se precie dirá que el miedo, la ansiedad o el estrés no tengan un valor adaptativo, sin embargo, y siendo así, los mensajes que se envían a los pacientes y a la sociedad son: técnicas de control del estrés, reducción del malestar, combatir la ansiedad, etc. Lo que decimos es que el estrés es malo, también la ansiedad, la angustia el malestar y cualquier otra condición desagradable. Esto plantea una incongruencia obvia entre los fundamentos y la práctica de la terapia de conducta y altera de forma nada despreciable la intervención terapéutica, pues no es lo mismo decirle al paciente que debe adaptarse a una condición adversa y buscar medios para que afecte lo menos posible a su vida, que decirle, si quiera implícitamente, que es posible controlarla y hacerla desaparecer.