Los trastornos del comportamiento perturbador suponen hoy en día uno de los diagnósticos más frecuentes en las unidades de salud mental infantojuvenil, tanto en España, que supone algo más de la mitad de las consultas clínicas que se realizan (Ballesteros, Imaz y Geijó, 2010) como fuera de nuestras fronteras (Munkvold, Lundervold y Manger, 2011).
La prevalencia estimada, tanto del trastorno negativista desafiante como del trastorno disocial, se sitúa entre un 2 y un 16%, según las distintas investigaciones. En un reciente estudio publicado en nuestro país se aprecia que la prevalencia de los trastornos del comportamiento perturbador es de aproximadamente un 18% (López-Soler y cols., 2009).
Un dato que merece la pena tener en cuenta es que la frecuencia de los trastornos del comportamiento perturbador aumenta en función de la edad.
Algunos estudios indican que cualquiera de estos trastornos son más frecuentes en la adolescencia, en una proporción de 2 a 1 (Emberley y Pelegrina, 2011).
Por lo que respecta a la prevalencia en función del sexo, existe un consenso entre los distintos autores al considerar que estos trastornos son aproximadamente tres veces más frecuentes entre los chicos que entre las chicas (Cardo y cols., 2009). No obstante, estas diferencias tienden a disminuir a medida que se avanza en la edad de los jóvenes, apreciándose que las diferencias entre chicos y chicas en la adolescencia son menores (Moreno y Revuelta, 2002).
En cuanto a la evolución de los trastornos del comportamiento perturbador, cabe decir que se reconoce la existencia de un continuo que va desde la normalidad hasta los trastornos disocíales, pasando por los problemas de conducta característicos del desarrollo evolutivo normal del niño, los problemas paternosfiliales, los comportamientos antisociales en la niñez o adolescencia y el trastorno negativista desafiante. En este sentido, los factores que determinarán la presencia y la significación de un trastorno clínicamente significativo serán: la edad, la frecuencia y la intensidad de los problemas que presenta el menor.
Muchos de los comportamientos considerados negativistas o disocíales surgen de forma natural durante el desarrollo evolutivo. De esta forma, y a modo de ejemplo, el comportamiento de desobediencia de un niño de 2 ó 3 años de edad ante la prohibición de los padres de tocar la televisión o la conducta agresiva de un niño que aún no ha adquirido un nivel de expresión verbal adecuado, pueden considerarse conductas normales y necesarias para que el niño desarrolle las sensaciones de independencia y autonomía, las cuales le permitirán conocer el mundo a través de su interacción con él (Campbell, 1993). No obstante, la generalización y el mantenimiento de esos comportamientos a lo largo de los años será lo que determine la presencia de los problemas de conducta o de los trastornos del comportamiento perturbador ulteriores.
Otro de los factores que permite determinar la presencia de un cuadro clínicamente significativo será la frecuencia de las conductas consideradas problemáticas. El hecho de tener una rabieta o de discutir con los adultos de manera esporádica, no suele suponer un problema para los padres o profesores.
No obstante, la repetición de este tipo de comportamientos probablemente llevará a los adultos que se relacionan con el menor a requerir una atención especializada para intentar resolver el problema.
Insistiendo en la idea del continuo que se aprecia dentro de los problemas del comportamiento perturbador en base a la edad, a la frecuencia y a la intensidad de las conductas problemáticas, cabe decir que el trastorno negativista desafiante suele iniciarse antes de los 8 años de edad y raramente después de la adolescencia. Por lo general, el inicio del trastorno es gradual, se mantiene durante meses o años con conductas disruptivas leves o infrecuentes, para después producirse una mayor repetición y generalización del problema (desde el entorno familiar hacia otros contextos), instaurándose, de este modo, el trastorno de comportamiento. Asimismo, el DSM-IV-TR señala que existe una proporción significativa de casos en los que el trastorno negativista desafiante se convierte en un antecedente evolutivo del trastorno disocial, aunque no todos los niños con trastorno negativista desafiante se convertirán en disocíales (APA, 2002).
Por último, cabe considerar que muchas acciones disocíales, como, por ejemplo, el uso de armas, violaciones, robos con enfrentamiento o destrozos, debido a la elevada magnitud de sus consecuencias, serán consideradas problemáticas y objeto de intervención clínica desde un primer momento, aunque la frecuencia de ocurrencia sea baja.