Los problemas del comportamiento alimentario denominados «menores» por Gavino (1995; 2002) y Gavino y Berrocal (1995), son problemas más o menos cotidianos que, habitualmente, no llegan a cronificarse, ni a presentar complicaciones que pongan en peligro la vida del niño. Sin embargo, dada su ocurrencia diaria (e incluso varias veces por día), pueden representar un grave problema para el equilibrio familiar y para la adaptación escolar del niño y requerir intervención psicológica. Asimismo, hay que considerar que, en algunos casos, la alteración de la alimentación puede dar lugar a una pérdida significativa de peso o a un retraso en la ganancia normal según la edad del niño, por lo que deben ser objeto de atención especializada tanto médica como psicológica.
En este último caso, es decir cuando los problemas de alimentación llevan afectando al peso del niño de forma significativa durante al menos un mes, sin que puedan ser atribuidos a una enfermedad médica ni a otro trastorno mental y su inicio es anterior a los 6 años, podría establecerse el diagnóstico de «trastorno de la ingestión alimentaria en la infancia o niñez» según el DSMIV-TR (APA, 2000/2002).
Criterios para el diagnóstico de «Trastorno de la ingestión alimentaria de la infancia o la niñez» según el DSM-IV-TR (APA, 2000/2002):
- Alteración de la alimentación manifestada por una dificultad persistente para comer adecuadamente, con incapacidad significativa para aumentar de peso o con pérdidas significativas de peso durante un periodo de al menos un mes.
- Esta alteración no se debe a una enfermedad gastrointestinal ni a otra enfermedad médica asociada (ej. reflujo esofágico).
- El trastorno no se explica mejor por la presencia de otro trastorno mental (ej. trastorno de rumiación) o por la no disponibilidad de alimentos.
- El inicio es anterior a los 6 años de edad.
Los criterios para el diagnóstico de los trastornos de la ingesta han sido cuestionados por diversos autores (Davies, Satter, Berlín y cols., 2006), ya que no parecen reflejar toda la amplitud y variedad de aspectos implicados en los problemas infantiles relacionados con la alimentación. Estos autores subrayan la necesidad de reconceptualizar estos trastornos mediante unos criterios diagnósticos que reflejen adecuadamente tanto la variedad de problemas relacionados con la alimentación infantil, como la cantidad de agentes implicados en dicho proceso (el niño, los padres, su interacción y el contexto en el que dicha interacción se da).
La prevalencia de problemas leves de alimentación en la infancia difiere entre estudios, posiblemente debido a diferencias tanto en las definiciones utilizadas, como en los grupos de edad estudiados y en las personas que informan (Chatoor, Ganiban, Harrison y Hirsch, 2000; Bryant-Waugh, Markham, Kreipe y Walsh, 2010). La frecuencia de estos problemas es más elevada en los menores de 2 años, cifrándose en más de un 40% (Manikam y Perman, 2000) el porcentaje de niños pequeños que experimentan dificultades a la hora de comer. En general, en la literatura se considera que los problemas leves de alimentación afectan a entre el 20% y 30% de los niños (Jacobi, Agras, Bryson y Hammer, 2003; McDermott, Mamun, Najman y cols., 2008), aunque estas cifras se incrementan ligeramente (cercanas al 33%) en niños con problemas de desarrollo (Babbitt, Hoch, Coe y cols., 1994).
Sin embargo, la prevalencia del trastorno de ingestión alimentaria, es decir de los casos en que la alteración afecta de forma significativa a la ganancia de peso, es mucho menor en los niños sin otro tipo de problemas, con cifras que oscilan entre el 3% y el 10% (Skuse, Reilly y Wolke, 1994; Wilensky, Ginsberbg, Altanan y cols., 1996; APA, 2000/2002, Manikam & Perman 2000; Esparó, Cañáis, Jane y cols., 2004). Por el contrario, esta prevalencia llega a ser muy elevada en el caso de niños con discapacidad física (26% - 90%) o con retraso mental (23% - 43%), según los datos aportados por Kerwin (2003). Finalmente, señalar que en estudios de seguimiento se comprueba la existencia de una estrecha relación entre problemas de alimentación en la infancia con prematuridad, bajo peso al nacer y menor duración de la lactancia materna (Ünlü, Aras, Eminagaoglu y cols., 2007; Óstberg y Hagelin, 2010).
Las alteraciones del comportamiento relacionados con la alimentación alcanzan a una amplia variedad de conductas: negarse a comer, comer sólo algún tipo de alimento o forma de preparación, rechazar alimentos sólidos, formación de «bolos» tras la masticación prolongada de la carne, dificultad para tragar, escupir los alimentos que no le gustan, comer demasiado lento o demasiado rápido, vomitar después de comer, levantarse continuamente de la mesa, tirar la comida, jugar mientras se come, llorar, gritar, etc. Una vez descartados los problemas médicos como responsables de estos problemas, lo normal es encontrar que pueden ser explicados fácilmente según los principios del aprendizaje: son instaurados por condicionamiento (clásico, operante o vicario) y mantenidos, en la mayor parte de las ocasiones, por las contingencias de reforzamiento (ej. la atención selectiva de los padres).
En la mayor parte de los casos, se comprueba que estos comportamientos disruptivos durante la comida se dan de forma selectiva en las comidas que los niños realizan en su domicilio, frente a las que hacen en la guardería o colegio. En este sentido, un trabajo reciente (Didehbani, Kelly, Austin y Wiechmann, 2011) documenta la ocurrencia de un incremento significativo en las negativas infantiles cuando son sus padres quienes les dan la comida, negativas que no se producen cuando es el personal quien da de comer al niño. De forma paralela se observa un incremento en el nivel de estrés parental cuando los padres pasan, de simplemente observar cómo dan de comer a sus hijos, a ser ellos quienes los alimentan. Lo que este tipo de trabajos viene a demostrar, como ya se ha señalado, es que buena parte de los problemas infantiles con la alimentación son debidos a problemas de aprendizaje, o entrenamiento inadecuado en palabras de Linscheid (1992), y que, por consiguiente, podrían ser solventados utilizando estrategias de modificación de conducta como las que se describen en este capítulo.
Siguiendo la clasificación de Gavino (1995; 2002) se van a describir tres de los problemas más frecuentes en la alimentación infantil, que a su vez encuadran la mayoría de las alteraciones previamente señaladas: la negación y rechazo de alimentos, los problemas con el tiempo que el niño tarda en comer y los vómitos.
1. Negación y rechazo de alimentos
Es normal que a lo largo de la infancia el niño manifieste tanto sus preferencias como su rechazo por ciertos sabores y alimentos o por alguna forma de preparación. Como se ha detallado más arriba, estas preferencias y rechazos suelen ir evolucionando con los años, pasando por diferentes texturas, gamas de alimentos, olores y sabores a lo largo de la primera infancia. El problema se presenta en aquellos niños que, a pesar de tener edad de comer todo tipo de alimentos y formas de preparación, se niegan a comer algunos, a comerlos si no están triturados, o se niegan a comer en algunos lugares determinados (por ejemplo el comedor escolar), o no comen si no se dan determinadas circunstancias (como jugar o ver la TV mientras come).
En algunos casos el rechazo corresponde a preferencias reales por sabores o texturas (p.ej. el sabor de las alcachofas o la textura de la coliflor), que pueden ser eliminados de la dieta del niño, y sustituidos por otro tipo de alimentos, sin que afecte a sus necesidades nutricionales. Sin embargo, en muchos casos este rechazo afecta a una amplia gama de alimentos (verduras, carnes, pescados, etc.) que no pueden ser eliminados en su totalidad de la dieta del niño. Como señala Saldaña (2001), en los niños más pequeños la variedad de alimentos que normalmente ingieren suele limitarse a tres o cuatro tipos de alimentos. Sin embargo, y a pesar de esta limitación, la ingesta calórica total puede ser suficiente para el adecuado desarrollo físico y psicosocial del niño. Cuando estas limitaciones persisten con la edad, el patrón de ingesta selectiva puede llegar a suponer una alteración de la conducta alimentaria que necesita ser tratada.
Muchos de los rechazos selectivos son aprendidos mediante modelado. Por ejemplo, si alguien de su familia no come nunca pescado porque no le gusta y se le sustituye por otro alimento, el niño puede aprender a pedir el mismo trato. En otros casos el rechazo se puede deber a experiencias negativas con dicho alimento (ej. clavarse una espina) vividas en primera persona o bien de forma vicaria (oír a alguien contar un episodio similar).
Uno de los rechazos más frecuentes es el de los alimentos sólidos, que normalmente aparece ante los primeros intentos de pasar de los purés a los alimentos sin triturar. Suele ser más frecuente en niños de bajo peso, aunque habitualmente en los límites de la normalidad, y de escaso apetito, a los que no suele importarles pasar un tiempo sin comer (Gavino, 1995; 2002). En estos casos es frecuente observar que el rechazo del niño (ej. a masticar carne) es fruto de costumbres establecidas por la madre (ej. triturar la carne en el puré) para conseguir que el niño coma más cantidad y más rápido; pero que una vez instauradas resultan muy difíciles de erradicar. Este comportamiento normalmente se instaura y mantiene por las contingencias de reforzamiento. Así, inicialmente lo normal es que los padres, cuando comprueban que el niño ya tiene capacidad para masticar, vayan intentando introducir alimentos sólidos.
Estos primeros intentos en muchos casos son aversivos para ambos: para el niño, porque le cuesta más esfuerzo o se atraganta; para la madre, porque tarda más tiempo en darle de comer, tiene que aguantar las protestas del niño y además come menos cantidad, lo que evidentemente preocupa a la madre por la pérdida de peso del niño. Por eso, cuando se vuelve a dar al niño el alimento triturado y éste no sólo lo acepta sino que come rápidamente toda la cantidad, sin problemas ni protestas, este comportamiento queda reforzado negativamente (para ambos) y su mantenimiento asegurado.
Es raro que el niño se niegue totalmente a comer y cuando sucede suele ser una negativa transitoria. En algunas ocasiones, especialmente tras un proceso de enfermedad, es normal observar un período, más o menos largo, de disminución del apetito. Cuando en estas circunstancias se obliga a que el niño coma sin hambre, puede aprender que comer es una actividad desagradable, lo que producirá reacciones de evitación ante la comida (del Barrio, 1995). Lo que es más frecuente es que el niño se niegue a comer en determinadas circunstancias (ej. si no se lo da la madre, si no ve mientras tanto los dibujos, etc.); nuevamente nos encontramos ante un problema que es mantenido por aprendizaje operante: la conducta de comer queda reforzada por la atención que recibe de la madre, o por la diversión que supone el juego o el programa de TV.
2. Tiempo que se tarda en comer
El tiempo que el niño tarda en comer depende, entre otras variables, del hambre que tenga, de lo apetitosa que le resulte la comida, de la cantidad y tipo de comida, de la edad del niño, de su habilidad para manejar los cubiertos, etc. No existe un tiempo estándar que pueda considerarse adecuado para todos los niños, pero una media entre treinta y cuarenta minutos, para una comida con dos platos, parece una duración adecuada (Gavino, 1995; 2002). En todo caso será necesario valorar si el tiempo real empleado en comer es un problema en sí mismo (para el niño) o se trata de un problema sólo para los padres porque disponen de poco tiempo para la comida o porque la lentitud o rapidez de su hijo contrasta con las costumbres familiares. Las dos pautas extremas, comer demasiado lento o comer excesivamente rápido, pueden por tanto convertirse en problemáticas para los padres cuando el niño come en casa, e incluso para los profesores o cuidadores cuando el niño come en el comedor escolar.
Cuando el niño come demasiado lento, este comportamiento puede darse sólo ante aquellos alimentos que le desagradan (ej. las verduras) o ante alimentos que le resulta difícil de tragar (ej. la carne). En este último caso, es frecuente que el niño prolongue el tiempo de masticación hasta que el alimento se convierte en una bola (o bolo) seca y difícil de tragar. Cuando se le intenta obligar a que trague la bola, pueden producirse arcadas e incluso vómitos, por lo que el comportamiento más frecuente es sacarse la bola de la boca y tirarla. Evidentemente este comportamiento se mantiene por las consecuencias: tragar la carne resulta aversivo para el niño, cuando se le fuerza a tragar aparecen las náuseas o el vómito, un nuevo acontecimiento aversivo para ambos (niño y madre), por lo que esta situación se evita permitiendo que el niño tire la bola, conducta que queda reforzada negativamente.
En otros casos la lentitud al comer sólo es una forma de reclamar la atención de los padres, que suele quedar mantenida por reforzamiento positivo al conseguir que la madre o cuidador acabe dando la comida al niño. El comportamiento de la madre (dar la comida al niño) pone fin a su problema de forma inmediata, por lo que queda reforzado negativamente, pero a largo plazo contribuye a su perpetuación ya que el niño no aprende a manejar los cubiertos y por ende a comer solo y a un ritmo adecuado.
De forma similar funcionan las actividades que se realizan para conseguir que el niño coma más deprisa. El niño sólo comerá rápido si se le entretiene mientras come jugando o viendo la TV (reforzamiento positivo), y los padres mantendrán la distracción para evitar que la comida se prolongue demasiado (reforzamiento negativo).
El otro comportamiento extremo, comer demasiado deprisa, aunque suele producir menos quejas de los padres ya que da menos problemas de inmediato, puede llegar a provocar vómitos o producir problemas gástricos a largo plazo. Este comportamiento puede producirse tanto porque el niño imita a alguna persona de su alrededor que come muy rápido, como porque la comida le resulta una actividad aburrida que le interrumpe cuando está realizando actividades como el juego, que le resultan más divertidas, por lo que comer rápido significa demorar lo menos posible la actividad apetitiva (Comeche, Díaz y Mas, 2002).
3. Vómitos
El vómito es una situación relativamente frecuente en la infancia que normalmente señala la presencia de una enfermedad, por lo que suele alarmar a los padres o cuidadores. Sin embargo, aun estando el niño sano, el vómito puede aparecer en el marco de algunos de los problemas de alimentación previamente citados. Por ejemplo, cuando el niño come demasiado deprisa; cuando rechaza un alimento y se le intenta obligar, a pesar de su negativa, a que lo coma; cuando come demasiado lento y se le «embucha» para que coma más deprisa; cuando tras hacer una bola con la comida se le insiste para que la trague. En la mayoría de estas situaciones el vómito suele poner fin al episodio ya que, al ser una situación alarmante para los padres, es normal que éstos abandonen sus intentos de forzar al niño para que coma. En estas circunstancias el niño detecta fácilmente el carácter alarmante que el vómito tiene para los padres y cuidadores y puede aprender a mantener esta conducta (aunque se haya eliminado la causa que inicialmente la provocó), sólo por el refuerzo que obtiene como consecuencia del vómito (ej. atención, recibir una alimentación especial, no ir a clase, etc.). Por otra parte, es necesario contemplar la posibilidad, mucho menos frecuente, de que el vómito se produzca como una reacción automática, sin que su ocurrencia suponga conseguir ninguna ganancia secundaria. Se trata de casos en los que el niño tiene tan incorporado el vómito a su repertorio que, vomita sin esfuerzo, e incluso sin pretenderlo (Gavino, 1995; 2002).
Los vómitos pueden aparecer también sin que previamente se haya dado ningún problema con la alimentación, simplemente como rechazo a alguna situación diferente de la comida, como es frecuente con el rechazo a asistir al colegio. En estos casos el niño puede haber aprendido, posiblemente de forma accidental, que después de vomitar no le llevan al colegio (situación desagradable para él). Al no acudir al colegio la ausencia queda reforzada negativamente (porque elimina la situación aversiva), con lo que el mantenimiento de la conducta que la originó (vomitar), queda asegurado y se repetirá, previsiblemente, en futuras ocasiones.