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El interés actual por los resultados y efectos terapéuticos, la validación empírica de los tratamientos psicológicos y la preocupación por la práctica clínica apoyada en la evidencia científica ha tenido eco significativo en el ámbito de las intervenciones terapéuticas desarrolladas con niños y adolescentes. Si bien, los avances en esta dirección han sido más lentos y moderados que en el caso de los tratamientos aplicados a adultos. Así se reconocía en uno de los informes publicados por el Grupo de Trabajo encargado de la promoción y difusión de los procedimientos psicológicos (Task Force on Promotion and Disemination of Psychological Procedures) constituido por la división 12 de la Sociedad de Psicología Clínica (Asociación Americana de Psicología) (Chambless y cols., 1998) en el que se indicaba que la atención se había centrado mayormente en la identificación y divulgación de tratamientos con apoyo empírico de adultos, en detrimento, entre otros, de las tratamientos con niños.

En las últimas décadas además de las revisiones tradiciones ocupadas en trastornos específicos (Rosa, Iniesta y Rosa, 2012), la cuestión de los resultados terapéuticos y el interés por establecer qué tratamientos son eficaces respecto a qué trastornos han seguido dos líneas de actuación claras en este contexto:

  1. realización de distintos metaánalisis interesados por los efectos de las intervenciones en general (De los Reyes y Kazdin, 2009), la terapia de conducta en particular, tal como han revisado Sánchez-Meca, Méndez, Olivares, Espada, Inglés y Rosa (2002) o, entre otros aspectos, la participación de los padres en los tratamientos (Dowell y Ogles, 2010), y
  2. identificación de los tratamientos que cuentan con apoyo empírico (Chorpita et al., 2002; Kazdin y Weisz, 2003).

Con este propósito las publicaciones científicas han editado números específicos sobre la temática. En nuestro país, la revista Psicología Conductual publicó en 2002 un monográfico dirigido por Méndez, Olivares y Sánchez-Meca sobre los tratamientos psicológicos eficaces para los trastornos interiorizados en estas edades.

No cabe duda que la elaboración en 1993 y posterior publicación del informe Task Force on Promotion and Dissemination of Psychological Procedures, contribuyó a incrementar la preocupación general por evaluar los efectos terapéuticos, el impacto, general y específico, que origina el tratamiento psicológico, así como los factores que mediatizan los resultados clínicos. En dicho informe se establece la distinción entre tratamientos bien establecidos (eficaces) (TAE) y tratamientos probablemente eficaces y se precisa, asimismo, cuales son los criterios que deben cumplir los tratamientos evaluados para su consideración en una u otra categoría. En el caso de los tratamientos infantiles a las razones ampliamente divulgadas para avanzar en esa dirección se añade, específicamente, la necesidad de ofrecer a las familias información respecto a qué tratamiento resulta recomendable en cada caso atendiendo al trastorno mental identificado en el menor. Cuestión más relevante, si cabe, en relación a aquellos trastornos respecto a los cuales el tratamiento cuenta entre sus opciones destacadas la administración de fármacos, como es el caso del Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH).

No fue hasta finales de la década, en 1998, tras las publicación de los distintos informes del Grupo de trabajo creado por la División 12 (Sociedad de Psicología Clínica) cuando la división 53 (Psicología Clínica en la Infancia y Adolescencia) de la Asociación Americana de Psicología inició una revisión y actualización de los tratamientos con apoyo empírico (TAE) para los niños y jóvenes con distintos problemas de salud mental. Las recomendaciones de tratamiento fueron publicadas en Julio de 2007 en Journal of Clinical Psychology, en un número monográfico dedicado a la práctica clínica basada en la evidencia. La publicación de los distintos listados de tratamientos con apoyo empírico parece cumplir con varios objetivos:

  1. Informar y divulgar entre los profesionales, usuarios, familiares y proveedores de servicios sanitarios los tratamientos eficaces recomendados para los distintos trastornos, con el propósito de favorecer la toma de decisiones previa al inicio y aplicación de las intervenciones terapéuticos en estas edades,
  2. Formar a los estudiantes y profesionales en los tratamientos que cuentan con apoyo científico,
  3. Asegurar la práctica clínica acorde con los tratamientos eficaces, respecto a los cuales se dispone de manuales de aplicación.

La Asociación Americana de Psicología tomó la iniciativa en tal sentido, de manera que en la página web de la División 53 es posible consultar el último listado de tratamientos eficaces actualizado en Julio de 2010, una breve descripción de su contenido y acceder a los manuales correspondientes a los tratamientos recomendados según el diagnóstico específico.

Desde la publicación de los primeros informes y listados elaborados por la División 12, otras organizaciones profesiones han publicado listados de tratamientos eficaces y directrices encaminadas a favorecer la práctica clínica basada en la evidencia. En el ámbito de la infancia y adolescencia destaca la Asociación Americana de Pediatría (AAP) que en el año 2010 publicó un listado de los tratamientos psicosociales recomendados para ciertos trastornos (Véase Tabla 2) (www.aap.org/mentalhealth). En un intento por aproximar las evidencias científicas a la práctica clínica y facilitar a profesionales y padres la decisión sobre las posibles intervenciones, la propuesta de la AAP establece cinco niveles diferenciados según la fundamentación científica de los tratamientos disponibles para distintos trastornos. A saber:

  • Nivel 1: Tratamientos con Mejor apoyo científico.
  • Nivel 2: Tratamientos con Buen apoyo científico.
  • Nivel 3: Tratamientos con Moderado Apoyo científico.
  • Nivel 4: Tratamientos que cuentan con Mínimo apoyo científico.
  • Nivel 5: Intervenciones que carecen de evidencia científica.

Este listado representa ciertos avances respecto a la propuesta de la APA al incluir y divulgar, además de los tratamientos eficaces o probablemente eficaces, aquellas intervenciones que hasta la fecha y respecto a los trastornos mencionados, carecen de evidencia empírica, representado pues, un paso avanzado para aproximar la investigación y la práctica basada en fundamentación científica.

Ambas Organizaciones profesionales coinciden en los trastornos respecto a los cuales se dispone de tratamientos con evidencia científica, la única excepción se refiere al trastorno bipolar, no incluido en el listado de la Asociación Americana de Pediatría (AAP).

Tabla 2. Listado de Problemas y Trastornos Psicológicos de niños y adolescentes respecto a los cuales, según la Asociación Americana de Psicología (APA) y la Asociación Americana de Pediatría (AAP) se recomiendan tratamientos con evidencia empírica

Asociación Americana de Psicología (APA) (2010) Asociación Americana de Pediatría (AAP) (2010)
Ansiedad general. Rechazo al colegio Ansiedad y Conductas de Evitación
Trastorno Obsesivo-Compulsivo Atención y Ctas. Hiperactivas (Déficit atención con hiperactividad)
Trastorno de Estrés Post-traumático Trastornos del Espectro Autista
Fobia Social Delincuencia y Conducta Disruptiva
Fobia específica Depresión
Depresión Trastornos de la Alimentación
TDAH Manía
Problemas de Conducta Disruptiva: Comportamientos Desafiantes y Oposicionistas Abuso de Sustancias
Abuso de Sustancias Suicidio
Anorexia Nerviosa Estrés post-traumático
Bulimia Nerviosa  
Trastorno Bipolar  
Autismo  

Respecto a los tratamientos recomendados, la propuesta de la Asociación Americana de Pediatría (AAP) muestra que, entre todos los tratamientos incluidos, la terapia cognitivo conductual es la opción terapéutica que cuenta con más apoyo científico. A excepción de los casos de manía, suicidio y abuso de sustancias, respecto al resto de los trastornos la terapia cognitivo conductual aparece con el Nivel 1: Mejor apoyo científico. Asimismo, su nivel es Bueno (Nivel 2) cuando se trata de los trastornos de la alimentación. En el caso de manía, suicidio no se han establecido tratamientos que cuenten con mejor apoyo científico (Nivel 1), sin embargo, la terapia de familia está clasificada en este nivel cuando se trata de abuso de sustancias.

La fundamentación empírica sobre la terapia cognitivo conductual en este ámbito es avalada por la División 53 de la Asociación Americana de Psicología. Según se expone, la evidencia empírica disponible para apoyar la eficacia de la terapia cognitivo conductual para el tratamiento de niños o adolescentes con una amplia gama de dificultades psicológicas, es mayor en comparación con otros planteamientos terapéuticos. Ahora bien, como reconoce esta Asociación (APA), el apoyo científico constatado de esta opción terapéutica varía según el trastorno y el formato de aplicación (tratamiento individual, grupal, etc.) empleado. No obstante, la terapia de conducta, es el tratamiento con más apoyo (eficaz) en el caso de los trastornos del comportamiento, tanto respecto al TDAH (Pelham y Fabiano, 2008) como en relación al Trastorno Negativista Desafiante y Trastorno Disocial (Eyberg, Nelson y Boggs, 2008). Por lo que se refiere a estos últimos trastornos la fundamentación científica se extiende a distintos formatos de aplicación (entrenamiento a padres y / o profesores). En relación al Trastorno Negativista Desafiante y Trastorno Disocial se considera probablemente eficaz el Entrenamiento en Control de la Ira, además de los Programas/protocolos estandarizados para el Entrenamiento Conductual de Padres junto con la Terapia Multisistémica. En la Tabla 3 pueden consultarse los programas recomendado por las dos Asociaciones Profesionales (APA y AAP, respectivamente), para tratar los problemas de conducta de niños y adolescentes.

Asimismo, la terapia familiar comparte el nivel de apoyo científico, como tratamiento eficaz, con las terapias cognitivo conductuales para los adolescentes con problemas de abuso de sustancias (Waldron y Turner, 2008) y es el único tratamiento eficaz en los casos de adolescentes con Anorexia Nerviosa (Keel y Haedt, 2008). La terapia de conducta, específicamente el método Lovaas, es en la actualidad el tratamiento eficaz para el autismo en el caso de niños pequeños (Rogers y Vismara, 2008).

La terapia cognitivo conductual cuenta con más apoyo científico cuando se trata de trastornos de ansiedad (síntomas de ansiedad, comportamiento de rechazo escolar) y se aplican en distintos formatos (individual, en grupo, contando con la participación de los padres y profesores, entrenamiento familiar en el manejo de la ansiedad). Por otro lado, los resultados de esta terapia son más favorables cuando se administran en casos de depresión de niños y adolescentes. Esta opción terapéutica se encuentra entre los tratamientos eficaces cuando se aplica en grupo sólo a niños o incluyendo también a padres, en el caso de menores con depresión. Cuando se trata de adolescentes, además de la terapia cognitivo conductual, la Psicoterapia Interpersonal constituye el tratamiento de elección, considerado eficaz (David-Ferndon y Kaslow, 2008).

De acuerdo con las indicaciones de la APA, en los casos de adolescentes con problemas de Abuso de Sustancias se recomienda, como tratamiento eficaz, la terapia cognitivo conductual administrada en grupo, así como la terapia de familia y la terapia multisistémica como tratamiento probablemente eficaz (Waldron y Turner, 2008). La terapia de familia reúne más evidencia científica, considerado como tratamiento eficaz, para casos de adolescentes con anorexia nerviosa (Keek y Haedt, 2008) y probablemente eficaz cuando los pacientes son niños y adolescentes con trastorno bipolar (Young y Fristad, 2007).

Por otro lado, el trabajo realizado por el grupo de la División 12 de la APA además de establecer y divulgar los tratamientos con apoyo empírico, proponiendo y actualizando listados de TAE, también tiene como objetivo acercar la práctica psicológica a los hallazgos científicos, de ahí los esfuerzos por consolidar en los últimos años el concepto de «práctica basada en la evidencia» (PBE).

Desde esta perspectiva se insiste en aunar la evidencia empírica de las intervenciones conocidas con la experiencia clínica del profesional y las peculiaridades y valores propios de los pacientes. El interés actual por superar la frontera entre investigación y práctica clínica en el ámbito de la salud mental se constata en el análisis de los estudios que analizan la implementación de la evidencia científica en los contextos de salud (McHugh y Barlow, 2010), y en el desarrollo de iniciativas como el Proyecto EBBP (http://www.ebbp.org/), financiado por los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos en colaboración con distintas Asociaciones Profesionales. Este proyecto tiene como finalidad proporcionar recursos y herramientas para que los profesionales de las áreas de salud aprendan, enseñen y apliquen la práctica basada en la evidencia, pues se considera que ésta constituye una competencia esencial para los profesionales de la salud en el actual siglo xxi, superando, de este modo, las dificultades que la práctica clínica conlleva tanto en el ámbito privado (Sevilla, 2011) como en el contexto de los servicios públicos (López, Martín y Garriga, 2012).

Aproximar investigación y práctica clínica constituye una cuestión esencial en el ámbito de la salud mental infanto-juvenil, con repercusiones muy relevantes en el contexto de las intervenciones terapéuticas. Sin embargo, la realidad muestra que el distanciamiento persiste a pesar de los logros y avances conseguidos en las dos últimas décadas. El inicio y desarrollo del tratamiento infantil supone toma de decisiones complejas por parte del experto, no exentas de ciertos riesgos y limitaciones, de ahí que la cuestión de la PBE adquiera especial relieve en este ámbito, especialmente si se tiene en cuenta los siguientes aspectos:

1. Un buen número de menores con problemas de salud mental no reciben tratamiento alguno en los servicios especializados de salud mental, estimándose que esta situación afecta a cuatro de cada cinco niños que necesitan tratamiento (Méndez, Olivares y Sánchez, 2002).

2. Por otro lado, entre el 40%-60% de los niños que requieren tratamiento abandonan prematuramente la terapia (Kazdin, 1996). Se trata de niños que habiendo sido diagnosticados y derivados para inicio de tratamiento, rehusan comenzar o lo interrumpen cuando éste ha comenzado. Así ha quedado de manifiesto en una investigación realizada con muestras españolas, en la que han participado niños con edades comprendidas entre 5 y 12 años y diagnóstico de Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad y Trastorno Negativista Desafiante. En este caso el 37% de los niños diagnosticados abandonaron el tratamiento una vez iniciado. Llama la atención que el 21% no llegara a iniciar la terapia y más del 15% de los menores abandonaran tras las primeras sesiones (Moreno y Lora, 2006).

A estas razones se añaden cuestiones relacionadas con la práctica y ética profesional. Asumiendo que los profesionales de la psicología están obligados al respeto de normas éticas que conllevan a no hacer daño a los pacientes, la APA advierte que si existe evidencia empírica que avala la eficacia de u n determinado tratamiento recomendado para un niño o adolescente previamente diagnosticado con un trastorno o problema de salud mental específico, es éticamente irresponsable eludir la aplicación de dicho tratamiento al niño y a sus cuidadores.

4. Toma de decisión adoptada respecto al tipo de tratamiento idóneo según el caso. A los problemas señalados por Méndez, Olivares y Sánchez (2002), ignorar el malestar psicológico y los efectos asociados a las conductas problemáticas y estimar cualquier conducta anómala como señal de un problema clínico, se añaden la decisión sobre el tipo de tratamiento idóneo teniendo en cuenta el diagnóstico y las peculiaridades de cada caso. Al respecto, McLennan, Wathe, MacMillan y Lavis (2006) señalaban que, en el campo de la salud mental infantil, los errores más frecuentes y las deficiencias implicadas en la decisión sobre el tratamiento se centraban en las siguientes cuestiones:

  1. no aplicar los tratamientos que han demostrado apoyo científico,
  2. poner en práctica procedimientos que han demostrado resultar perjudiciales,
  3. aplicar procedimientos que no producen efectos y
  4. implementar enfoques terapéuticos que no han sido suficientemente estudiados.

En este sentido, adquiere especial relieve el debate actual acerca de las razones que sustentan el distanciamiento entre la investigación clínica y la práctica terapéutica, más pronunciado en el contexto de las intervenciones infantiles (Weisz, Jensen-Doss y Hawley, 2006).

Algunos de los factores implicados, en opinión de McLennan (2010), son los siguientes:

  1. exigencia de recursos elevados (coste, demanda de tiempo exigido, nivel de conocimientos del personal implicado, etc.) requeridos en la aplicación de las intervenciones basadas en la evidencia científica;
  2. escasa adecuación/adaptación de estas intervenciones a las necesidades de las poblaciones que requieren tratamiento. En tal sentido, se argumenta especialmente la participación de muestras análogas, no clínicas en las investigaciones y
  3. autonomía de los profesionales que toman decisiones determinantes en la elección de las intervenciones aplicadas finalmente.

Teniendo en cuenta estas razones, se advierte de las consecuencias adversas que conlleva la práctica en el ámbito de la salud mental con niños al margen de la fundamentación científica. Específicamente, la APA (https://sccap53.org/) subraya las siguientes cuestiones:

  • En comparación con la práctica basada en la evidencia, la aplicación de tratamientos que no estén apoyados en evidencia empírica conlleva riesgo más elevado de fracaso terapéutico. Además, la ausencia de mejoría se asocia con menor probabilidad de esfuerzos posteriores para buscar tratamiento psicológico durante toda la vida, disminuyendo de este modo, las expectativas del niño y sus padres/familiares respecto a la solución de los síntomas y problemas asociados.
  • En comparación con la práctica basada en la evidencia, la aplicación de tratamientos que no están basados en evidencia científica se ha asociado con un curso más prolongado de los síntomas y / o el aumento en la severidad de los mismos.
  • Además del sufrimiento clínicamente significativo, la persistencia de los síntomas característicos conlleva alteraciones en la adaptación personal y social del niño o adolescente (por ejemplo, fracaso escolar, rechazo de los iguales, etc.).

Es claro que hacer efectiva la práctica fundamentada en evidencia científica requiere atender a distintas variables y aspectos implicados, uno de ellos tiene que ver con la divulgación de los tratamientos empíricamente validados, la formación y el aprendizaje del profesional y el establecimiento de directrices que guíen y orienten al clínico en la aplicación de las intervenciones eficaces en el ámbito asistencial tanto privado como público. Por lo que se refiere al contexto de la salud mental de niños y adolescentes la divulgación de los tratamientos apoyados empíricamente (TAE) es objetivo de la APA, tal como se ha indicando anteriormente. Su página web facilita el enlace a los tratamientos con evidencia empírica, según los distintos trastornos (https://effectivechildtherapy.org/).

Además, con este propósito se han publicado distintos manuales que sistematizan y orientan acerca la aplicación de los tratamientos recomendados (Labrador, Echeburúa y Becoña, 2000). Otros, orientan al profesional según el trastorno específico (Nathan, Gorman y Salkind, 2002) y, atienden específicamente, a los trastornos diagnosticados en el caso de niños y / o adolescentes (Pérez, Fernández, Fernández y Amigo, 2003; Kazdin y Weisz, 2003).

Por otro lado, para facilitar la práctica clínica y asistencial según parámetros de evidencia científica en las últimas décadas se dispone de numerosas Guías de Práctica Clínica en el ámbito de la salud mental (Crespo, 2012). A éstas se añaden las directrices que, a modo de guía, facilitan la práctica protocolarizada y fundamentada de intervenciones específicas en el ámbito educativo (García et al., 2011). Estas guías tienen la finalidad de ayudar al profesional, sin sustituir sus conocimientos y habilidades clínicas, además, resultan de utilidad para la formación de profesionales, son estándar para evaluar la práctica clínica y sirven de referencia para los propios pacientes y familiares cuando han de decidir sobre el tratamiento idóneo. En nuestro país, el Sistema Nacional de Salud (https://portal.guiasalud.es/) ha editado varias Guías de Práctica Clínica referidas a problemas y trastornos en ámbito de la salud mental de niños y adolescentes y en atención primaria (Véase, Tabla 4).

Tabla 4. Relación de Guías de Práctica Clínica editadas por Sistema Nacional de Salud en relación a trastornos y problemas de niños y adolescentes.

Título Fecha Edición

Guía de Práctica Clínica sobre la Prevención y el Tratamiento de la Obesidad Infantojuvenil.

2009

Guía de Práctica Clínica sobre la Depresión Mayor en la Infancia y en la Adolescencia.

2009

Guía de Práctica Clínica sobre Trastornos de la Conducta Alimentaria.

2009

Guía de Práctica Clínica sobre el Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH) en Niños y Adolescentes.

2010
Guía de Práctica Clínica sobre Trastornos del Sueño en la Infancia y Adolescencia en Atención Primaria (Edición 2011). 2011
Guía de Práctica Clínica para el Tratamiento de la Depresión en Atención Primaria  2011

En otras ocasiones, ante la disparidad de resultados, opciones terapéuticas y modalidades de aplicación, como es el caso del tratamiento del TDAH, se han realizado esfuerzos por elaborar documentos de consenso que garanticen la práctica clínica acorde con las evidencias empíricas. Este es el caso de los documentos publicados en las últimas décadas sobre los Trastornos del Comportamiento en general y del TDAH en particular (Kutcher, Aman, Brooks, et al., 2004). En relación a este último cabe destacar la Guía de Práctica Clínica publicada recientemente por la Asociación Americana de Pediatría.

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