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El sueño es uno de los estados más comunes en la vida de cualquier ser humano ya que, en condiciones normales, pasamos cerca de un tercio de ella durmiendo. Como función corporal básica, la misión del sueño es la de recuperar el desgaste producido por la actividad realizada durante la vigilia, recuperación que compensa tanto el cansancio y la fatiga física como la psíquica.

Prueba de esta compensación homeostática sería el rebrote de sueño que suele observarse tras un periodo de privación de éste (Wilson y Nutt, 2010). El tiempo de sueño necesario sufre grandes variaciones a lo largo del desarrollo evolutivo; así, mientras que un recién nacido pasa durmiendo las tres cuartas partes del día, en los primeros meses de vida se va produciendo un descenso en el número total de horas de sueño de modo que, por ejemplo, a los 6 meses el bebé duerme poco más del 50% del tiempo. Este descenso, de forma mucho menos acusada, se prolonga durante la infancia, adolescencia y hasta aproximadamente los 20 años, momento a partir del que se mantiene, más o menos constante, hasta la edad senil (Buela-Casal y Sierra, 1994; 2001).

Las necesidades individuales de sueño del niño, al igual que sucede en los adultos, varían ampliamente de unas personas a otras. De hecho, ya desde la infancia se observan las preferencias individuales de cada niño por dormir más o menos horas, e incluso por trasnochar o madrugar. Además, debemos considerar que el sueño del niño, como señalan Lozano y Rodríguez (2000), es vulnerable y frágil, por lo que puede verse afectado por factores tan diversos como su estado de salud, la alimentación, las preocupaciones, los estados emocionales, la fatiga física o mental, el ritmo de vida, etc. Las alteraciones o trastornos del sueño frecuentemente son la señal de que algo no marcha bien en la vida del niño. Normalmente interfieren en la vida familiar por lo que son fácilmente detectados por los padres, bien por las propias quejas del niño (como en los problemas de insomnio), bien por el comportamiento alterado de éste (como en el sonambulismo o en los terrores nocturnos). Otras veces, sin embargo, los problemas de sueño pueden pasar desapercibidos tanto a los padres como al propio niño, siendo detectables a través de síntomas como el cansancio del niño, su adormilamiento durante todo el día o su bajo rendimiento en la escuela (Comeche, Díaz y Mas, 2002).

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