El tratamiento de los problemas de alimentación en la infancia suele basarse, en gran medida, en procedimientos conductuales. De hecho las intervenciones conductuales, tanto aplicadas de forma aislada como en combinación con otras estrategias de tratamiento, son consideradas como empíricamente validados para el tratamiento de los niños con problemas severos de alimentación (Kerwin, 1999; 2003), llegándose incluso a señalar (Sharp, Jaques, Morton y Herzinger, 2010), que este tipo de intervención es el único tratamiento con un apoyo empírico bien documentado para los trastornos pediátricos de alimentación.
En general, puede afirmarse que las técnicas de control de contingencias (reforzamiento, extinción, moldeamiento, coste de respuesta, principio de Premack, etc.), son las más utilizadas en este ámbito, sin embargo, las estrategias específicas a utilizar en un caso dado dependerán del análisis de las relaciones funcionales que se observan en dicho caso. Como señala Hulmán (2006), puesto que las causas del rechazo de alimentos pueden ser múltiples, en todo caso es importante recordar que la selección del tratamiento apropiado en estos problemas debe depender básicamente del análisis funcional que se realice en cada caso.
En los problemas leves de alimentación, y siempre que previamente se haya descartado la existencia de cualquier problema orgánico susceptible de tratamiento médico, la intervención suele basarse únicamente en procedimientos conductuales, aplicados por los padres (previamente entrenados) y en su propia casa (Brown, Spencer y Swift, 2002; Najdowski, Wallace, Reagon, Penrod y cols., 2010). La importancia de contar con la participación conjunta de ambos padres (padre y madre) en el tratamiento de este tipo de problemas, ha sido también resaltada por algunos autores (Atzaba-Poria, Meiri, Millikovsky y cols., 2010).
Estos últimos aspectos, que el peso de la intervención recaiga en los padres y que ésta se realice en la propia casa, son aspectos comunes a la mayoría de las intervenciones en este ámbito, ya que se trata de problemas que se dan en los niños pequeños, normalmente en menores de 7 años, y que ocurren en el hogar y varias veces al día. Por estos motivos suele ser necesario que los padres adquieran una nueva conceptualización (no culpabilizadora pero sí responsable) del problema de su hijo como algo adquirido que, por consiguiente, puede ser modificable. Para ello, además de transmitirles algunos conocimientos básicos sobre alimentación y nutrición, se les debe hacer partícipes de los objetivos de la intervención y entrenar de forma específica en el manejo de las estrategias que ellos, como principales agentes de cambio de la conducta problema, deben aplicar (Olivares, Alcázar y Méndez, 2002). Asimismo, como estos mismos autores señalan, en muchos casos es necesario intervenir sobre las creencias erróneas de los padres sobre la alimentación del niño (cantidad, tipo, variedad de alimentos, etc.) y sobre el grado de autonomía que éste debe tener para su edad. Junto a ello, en algunos casos puede ser necesario intervenir sobre el nivel de ansiedad de los padres que, como ha quedado demostrado en algunas investigaciones, puede incrementarse significativamente ante los problemas de alimentación de sus hijos (Didehbani y cols., 2011).
1. Negación y rechazo de alimentos
La intervención en estos casos debe dirigirse a conseguir que, de forma paulatina, el niño acepte aquellos alimentos o formas de preparación que hasta ahora había rechazado. Para ello, tras realizarse un estudio detallado de las pautas de alimentación del niño, de las situaciones en las que se dan y de las ganancias secundarias que puede estar consiguiendo con dichas pautas (ej. atención, juego, etc.), lo más adecuado suele ser el diseño de un programa de reforzamiento diferencial en el que, entre otras estrategias, los padres aprendan a reforzar las aproximaciones graduales a la conducta deseada (comer el alimento o forma de preparación rechazados) y la extinción (retirada de atención) de la conducta de rechazo. Tras cada pequeña aproximación a la conducta deseada debe premiarse al niño, además de con refuerzo social (elogios, mimos, etc.) con algún otro refuerzo de su agrado que se haya pactado previamente.
En los casos en que el rechazo se produce por el sabor de los alimentos, una estrategia que puede ser de utilidad es mezclar el alimento rechazado (ej. puré de verduras) con un alimento del agrado del niño y que pueda enmascarar su sabor (ej. yogur). La mezcla de alimentos con sabores diferentes es una estrategia que sólo debe considerarse de forma transitoria, como un instrumento para instaurar el alimento rechazado. En estos casos es necesario ir incrementando de forma gradual la proporción del alimento cuyo sabor se rechazaba previamente, hasta conseguir que finalmente llegue a comerlo sin mezclar.
En el rechazo de alimentos la utilización del principio de Premack ha demostrado ser eficaz (Brown y cols., 2002). De forma específica se trataría de hacer contingente la ingesta de una porción del alimento favorito del niño (ej. una cucharada de yogur) con otra de la comida rechazada (ej. una cucharada de puré). Es decir, se le da su alimento favorito, sólo si previamente ingiere el que rechaza. En este caso también debe ir incrementándose, de forma progresiva la cantidad del alimento previamente rechazado (ej. una cucharada de yogur tras 5 de puré).
Vemos, en definitiva, que el reforzamiento de las conductas adecuadas junto a la extinción de las inadecuadas es la alternativa terapéutica de primera elección en los problemas de rechazo de alimentos. Sin embargo, en algunos casos estas estrategias resultan insuficientes para vencer la resistencia a alimentarse que presentan ciertos niños. En estos casos puede (y debe) intentarse estrategias más invasivas, como la guía física para iniciar la respuesta de comer, o incluso la prevención de la respuesta de escape, lo que en este ámbito se conoce como NRS (non-removal of the spoon), y que consiste en acercar la cuchara a los labios del menor y no retirarla durante un periodo de tiempo prefijado (inicialmente unos 5 segundos, luego gradualmente el tiempo de espera se irá incrementando). Mientras la cuchara permanece junto a los labios del niño se le puede instigar a que abra la boca, con frases adecuadas (ej. «toma un poco»). En los casos más severos, el NRS puede ser el instrumento inicial para conseguir que el niño entre en contacto con el alimento rechazado, pero en todo caso el mecanismo responsable del incremento del consumo de la nueva comida a lo largo del tratamiento es el reforzamiento, tanto el social, como el propio reforzamiento que, de forma natural, comienza a instaurarse cuando el niño entra en contacto con las propiedades reforzantes de la comida (Penrod y VanDalen, 2010).
En todo caso, es muy importante que los padres reciban instrucciones detalladas y preferiblemente por escrito, adecuadamente adaptadas al problema concreto de su hijo. Un ejemplo de las instrucciones generales que propone Gavino (1995; 2002) son:
- Buscar la comida del día en la que la madre/padre puedan dedicarle todo el tiempo.
- Combinar el alimento con otros alimentos que enmascaren su sabor. Progresivamente debe irse aumentado el sabor del alimento rechazado.
- Un procedimiento alternativo es hacer que por cada pequeña cantidad del alimento previamente rechazado que tome, darle a continuación y de forma inmediata (contingentemente) una pequeña cantidad de un alimento que le gusta mucho.
- Debe reforzarse de forma sistemática cualquier intento mediante elogios, caricias, o aquello que los padres conozcan gusta mucho al niño.
- Cualquier negativa a comer, tanto verbal como gestual, debe acompañarse de retirada de atención.
- Debe consultarse con el pediatra si existe algún problema porque el niño no coma todo lo que debiera en una comida. Si no hay problema, pasado un tiempo prudencial (el que suele emplear para comer un niño de su edad o el que suele tardar para comer otros alimentos de consistencia similar) se le retira la comida y no se le vuelve a dar hasta la siguiente comida.
- Progresivamente y con el mismo sistema se va haciendo lo mismo en otros momentos del día, dejando para el final aquellas comidas en las que se dispone de poco tiempo
Una de las formas de rechazo más frecuentes, como ya se ha comentado, es el rechazo a comer alimentos sólidos. En estos casos las pautas de intervención que señala Gavino (1995; 2002) son similares a las descritas en la Tabla 4., pero adaptadas a este problema. También es conveniente recomendar a los padres que empiecen la intervención con la comida del día a la que puedan dedicar más tiempo. Se debe seleccionar alguno de los alimentos que más le gustan al niño y ofrecerle pequeñas cantidades, sin triturar. Es muy importante que se refuerce, efusivamente y de forma contingente, cualquier intento del niño por comer el alimento sólido. Suele ser adecuado el refuerzo verbal, mediante frases relativas a lo mayor que es por comer comida de mayores, o lo grande que se va a hacer. También es adecuado recompensar al niño, de forma inmediata, con algún refuerzo material muy apetecible para él y que no pueda conseguir de ninguna otra forma. Por el contrario, ante cualquier negativa a comer (ya sea verbal o gestual), debe retirarse la atención. Pasado un tiempo prudencial se le retira la comida que quede en el plato y no se le vuelve a ofrecer hasta la comida siguiente, cuidando de no darle nada de comida entre horas. Esta medida siempre tiene que haberse consultado previamente con el pediatra. De forma progresiva, se deben ir introduciendo los alimentos que le gustan menos y hacer extensivo el procedimiento a todas las comidas.
La negativa a comer si no se dan determinadas circunstancias (juego, TV, atención de la madre, etc.) es también muy frecuente. La más preocupante para los padres, ya que implica su presencia y atención constante, es la negativa a comer solo, cuando el niño ya tiene edad para realizar esta conducta de forma autónoma. Un aspecto importante en estos casos es valorar si el niño tiene las habilidades necesarias para comer solo, y por tanto la negativa es una búsqueda de atención materna, o si ésta se debe a la dificultad que le supone comer él solo debido a un inadecuado aprendizaje de los hábitos de autonomía. En este último caso lo primero será entrenar a los padres para que instauren la cadena de conductas que supone comer solo, reforzando de forma adecuada cada paso de la cadena.
Instrucciones generales que, según Gavino (1995; 2002), deberían darse a los padres en estos casos:
- Ayude al niño a coger la cuchara (el tenedor o el cuchillo) y luego a llevárselo a la boca.
- Según el niño vaya dominando este movimiento, se le va dejando que sea él solo quien coja la cuchara y se la lleve a la boca.
- Reforzar cualquier intento que haga el niño de coger la cuchara y llevársela a la boca.
- Enseñarle a que vaya cogiendo pequeñas cantidades de comida y llevarlas a la boca.
- Entrenar el manejo de cada cubierto en función de las diferentes consistencias del alimento.
- Una vez que ha aprendido un paso, debe reforzarse sólo ese paso y no los anteriores.
- Si el niño se niega a coger el cubierto, no debe hacerse ningún comentario. Pasado un tiempo prudencial, se le retira la comida. En este caso es muy importante que no se le dé la comida, de lo contrario, los pasos conseguidos no servirían de nada.
Si no se estimula al niño para que poco a poco vaya manejando los cubiertos, aunque al principio lo haga torpemente y se ensucie mucho, es difícil que adquiera y consolide este hábito. No obstante pueden darse casos en que el niño sí haya adquirido los hábitos de autonomía y su negativa se deba a otros motivos, por ejemplo, que la comida suponga una interrupción de las actividades apetecibles para él (juego, ver TV, etc.). Si con la negativa consigue que sea la madre quien le vaya dando la comida, mientras él sigue jugando, el comportamiento negativista se va a seguir manteniendo porque ha quedado reforzado tanto de forma negativa (al suprimirse la situación desagradable) como positiva (al seguir realizando la actividad agradable).
En estos casos la intervención debe ir dirigida a reorganizar la contingencia comida-juego, utilizando la actividad reforzante como premio, sólo cuando el niño haya comido, él solo, una cantidad determinada de alimento. Conviene comenzar la intervención con una de las comidas en la que esta reorganización sea fácil de realizar. Un buen ejemplo es la merienda ya que puede darse al niño nada más regresar de la guardería o escuela y hacer contingente el acceso a la actividad lúdica, sólo cuando haya acabado de comer. Cualquier intento de comer de forma autónoma debe ser reforzado verbalmente, mientras se le recuerda que cuando acabe de comer, podrá disfrutar de la actividad lúdica que previamente se haya pactado. Por el contrario cualquier negativa debe ser acompañada de retirada de atención. Es conveniente que, de forma progresiva, se vaya extendiendo este aprendizaje a otras comidas más conflictivas. Asimismo es muy importante que paulatinamente se vaya incrementando (con cierta flexibilidad) el tiempo de demora entre la finalización de la comida y el acceso a la actividad lúdica, para ir acomodándose a las distintas situaciones de la vida real.
2. Tiempo que se tarda en comer
Que el niño tarde demasiado tiempo en comer es una de las quejas más frecuente entre los padres que consultan por los problemas de alimentación de sus hijos. Comer lento suele considerarse como una pauta saludable de alimentación; además, como ya se ha comentado, puesto que no existe un tiempo estándar que pueda considerarse como criterio adecuado de comparación en todos los casos, antes de iniciar una intervención para disminuir el tiempo que el niño tarda en comer, será necesario valorar si se trata de un comportamiento realmente problemático en sí mismo, o si el problema radica en que su lentitud al comer contrasta con las costumbres familiares o con el poco tiempo que los padres disponen para realizar la comida. En este último caso la intervención deberá ir encaminada a reorganizar dichas costumbres de modo que el niño pueda disponer de un tiempo adecuado a la hora de las comidas (Gavino, 1995; 2002).
En los casos en que el niño realmente tarda demasiado en comer, es frecuente comprobar la ocurrencia de actividades distractoras durante la comida (jugar, ver la TV, etc.). Estas actividades, que inicialmente eran el recurso de los padres para dar la comida al niño mientras estaba entretenido, a la larga pasan a ser el elemento que distrae al niño de la actividad de comer y mantiene el problema.
Por este motivo, como señala Gavino (1995; 2002), en estos casos la intervención no necesita centrarse (al menos inicialmente) en disminuir el tiempo dedicado a la comida, sino en eliminar las actividades que entretienen al niño mientras come. Las pautas concretas a dar a los padres son:
- No dar al niño ningún alimento entre comidas.
- Procurar que no coma nada antes de empezar a comer.
- Deben preverse posibles peticiones o comportamientos que puedan interrumpir las comidas (lavarse las manos, ir al WC, pedir agua, etc.), procurando que los lleve a cabo antes de sentarse a la mesa.
- Utilizar algunas medidas de control estimular, fundamentalmente, eliminar o quitar de la mesa o de su alcance todos los que objetos que puedan distraer al niño.
- No responder (extinguir) a los comentarios de demanda de atención y / o comportamientos inadecuados (parar de comer, jugar con los cubiertos, etc.) que puedan tener lugar durante la comida.
- Si aun llevando a cabo los pasos anteriores es necesario reducir más el tiempo, puede hacerse lo siguiente:
- Durante la comida situar un reloj con alarma delante del niño.
- Empezar con un límite de tiempo ligeramente inferior al que normalmente requiere para comer o el menor que haya empleado en una comida similar.
- Informar al niño de que tendrá un determinado periodo de tiempo para comer, y que cuando ese tiempo se acabe sonará el reloj.
- Si se lo ha comido todo se le premiará con uno de los reforzadores que previamente se hayan acordado.
- Si cuando suena el reloj no ha terminado, se le retirará el plato de la mesa y no se le dará el premio.
- Durante el plazo establecido puede irse informando al niño, señalando el reloj, de cómo lo está haciendo. No deben hacerse otro tipo de comentarios durante las comidas.
- Las reducciones de tiempo deben ser muy graduales.
- Si ha comido dentro del límite, se le dará el reforzador pactado. Si no es así se le retira el plato sin hacer ningún comentario. En este caso, no podrá obtener el reforzador pactado por ninguna otra vía.
Como puede verse, cuando con las estrategias de control de estímulos no se haya conseguido la reducción de tiempo deseada, se debe aplicar un programa de reforzamiento en el que, entre otras estrategias, se pacta con el niño el tiempo límite que se va a emplear en comer, tiempo que se irá reduciendo de forma paulatina para ir aproximándolo al tiempo que se considere adecuado. Cuando el niño haya comido en el tiempo pactado recibirá el premio acordado. Si pasado el plazo no come todo el alimento, se retira éste sin prestar mayor atención, y asegurándose que de ninguna manera tendrá acceso al premio que no ha ganado.
En algunas ocasiones el excesivo tiempo que el niño tarda en comer puede deberse a dificultades para masticar y tragar la comida. En estos casos se debe instruir a los padres para que, ellos o el propio niño (según la edad y la destreza del niño), fraccionen el alimento en porciones muy pequeñas, asegurándose que sólo se introduce en la boca una porción cada vez. Es importante controlar que el niño no se meta otro trozo de comida en la boca hasta no haber tragado el anterior. Finalmente debe reforzarse al niño cada vez que consiga tragar, aunque al principio es conveniente reforzarle tan sólo por el intento.
Conviene empezar por alimentos que gusten al niño y que no cueste demasiado trabajo masticar y de forma progresiva ir introduciendo alimentos que cueste más trabajo masticar. También de forma paulatina debe irse incrementado el tamaño de los bocados que el niño se introduce cada vez en la boca (Gavino, 1995; 2002).
Para algunos niños la comida es una actividad aburrida que les impide seguir con sus juegos y entretenimientos favoritos. En esos casos es frecuente observar que el niño come muy rápido, para así poder continuar con la actividad lúdica que ha interrumpido la comida. La estrategia en estos casos suele consistir en pactar un tiempo mínimo (cada vez progresivamente más amplio) que el niño debe emplear para comer. Cuando come lento (o al menos se nota que lo intenta) y llega hasta el final del tiempo pactado, se premia al niño permitiéndole que acceda a alguna de sus actividades favoritas (juego, TV, etc.).
Por el contrario, si finaliza su comida antes de la hora fijada, no se le permite levantarse de la mesa hasta que se cumpla el plazo y, de ninguna otra forma, se le permite que acceda a las actividades que se pactaron como premio. Junto a ello, es recomendable que los propios miembros de la familia, con los que el niño se siente a la mesa y por tanto le sirvan de modelo, coman también despacio y no se levanten de la mesa hasta que se cumpla la hora pactada.
3. Vómitos
El carácter alarmante de los vómitos hace que en este problema, más que en ninguno de los previamente citados, lo habitual sea que los padres comiencen por consultar con el pediatra. En todo caso, antes de iniciar la intervención psicológica en un problema de vómitos persistentes, es necesario que previamente se haya descartado la existencia de cualquier patología orgánica (ej. problemas gástricos) que fuera susceptible de tratamiento médico.
En los vómitos persistentes en la infancia, una vez descartado cualquier problema orgánico, lo más frecuente es observar la existencia de una relación funcional con determinadas situaciones, normalmente de rechazo (estén o no vinculadas con la comida), que suelen estar mantenidas por las ganancias secundarias (atención, evitación de obligaciones, etc.) que el niño recibe cuando se da el vómito. Por ello, la intervención, siempre basada en los resultados del análisis conductual, suele requerir la reorganización de las contingencias de reforzamiento.
Aunque, como se acaba de comentar, lo habitual es que el vómito esté funcionalmente relacionado con alguna situación, sin embargo no debe olvidarse la posibilidad (aunque sea muy poco frecuente) de que éste se haya independizado de la conducta que originalmente lo provocaba y ahora se produzca de forma automática. En estos casos lo que se observa es que las consecuencias del vómito ya no son reforzantes, sino neutras y frecuentemente desagradables, por lo que la intervención, no requiere la reorganización de las contingencias de reforzamiento sino que debe centrarse, como señala Gavino (1995; 2002), en enseñar al niño a detectar cualquier señal o indicio que anuncie la aparición del vómito automático y eliminar dicha señal mediante una acción contraria.
En la mayor parte de las ocasiones se aprecia que los vómitos persistentes están relacionados con algún problema de la alimentación (ej. rechazo del alimento sólido, asco ante algún sabor, comer demasiado rápido, etc.), por lo que al solucionar dicho problema, es normal que los vómitos desaparezcan.
No obstante, pueden darse situaciones en las que, una vez solucionados los problemas que originalmente los producían, los vómitos siguen manteniéndose por sus consecuencias. En estos casos es necesario indagar cuáles son exactamente las ganancias secundarias que el niño obtiene como consecuencia del vómito (ej. la atención y cuidados de los padres, recibir una alimentación especial, no ir a clase, etc.), ya que el problema sólo se solucionará cuando se elimine la contingencia entre vómito y ganancia secundaria.
Cuando los vómitos se producen como rechazo de una situación ajena a la comida, habitualmente la escuela, la intervención debe orientarse en dos vías, como señala Gavino (1995; 2002). Por una parte se deben indagar los motivos por los que la escuela es desagradable para el niño y tratarlos adecuadamente, ya que, al igual que en el caso anterior, al solucionar el problema escolar frecuentemente desaparecen los vómitos. De forma simultánea se debe abordar la conducta de evitación de la escuela, haciendo que el niño acuda al colegio, aunque previamente haya vomitado. Se trata de romper la contingencia vómito-evitación, de modo que la conducta de vómito se desvincule de sus consecuencias reforzantes (evitación de las obligaciones escolares) para el niño.
En los dos casos citados, es decir, cuando el vómito se mantiene por sus consecuencias, tanto si están relacionados con problemas de la alimentación como si se deben al rechazo de una situación diferente de la comida, es conveniente explicar a los padres que la situación se mantiene por aprendizaje, pero que esto no quiere decir que el niño manipule de forma intencionada (consciente) la situación. Para evitar una culpabilización innecesaria, e incluso contraproducente, es necesario que comprendan que se trata de un aprendizaje, como tantos en nuestra vida, que se mantienen de forma automática, por sus consecuencias reforzantes. Asimismo, es fácil motivar a los padres para el tratamiento si entienden que, siguiendo el procedimiento que se les va a indicar, el niño puede desprender la conducta inadecuada, y aprender en su lugar el comportamiento adecuado.