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Para poder comprender los procesos neurofisiológicos que subyacen a una conducta tan compleja como es la de la ingesta es conveniente conocer de manera general cómo funciona el sistema digestivo y los procesos metabólicos que permiten obtener a los organismos la energía que requieren para su funcionamiento.

El metabolismo energético es el conjunto de reacciones bioquímicas que se producen en el organismo para generar la energía necesaria que le permita crecer y desarrollarse al inicio de la vida y, posteriormente, mantener los órganos y tejidos corporales que lo integran para que puedan llevar a cabo sus funciones con normalidad. Y para que esto ocurra, se debe conseguir un balance energético adecuado que, en situaciones óptimas debería suponer que la cantidad de energía que se obtuviera mediante la dieta fuera igual al gasto de energía que se produce.

Dentro del proceso metabólico cabe destacar dos tipos de reacciones, las anabólicas, mediante las cuales se sintetizan y acumulan compuestos, para lo que se requiere aporte de energía, y las catabólicas, a través de las cuales esos compuestos se descomponen para obtener la energía que las células necesitan. La tasa o el índice metabólico, medido a través del consumo de oxígeno, hace referencia al gasto energético que se está produciendo, y este consumo depende de las circunstancias del medio, del ciclo alimentario en el que se encuentre el sujeto y de la actividad que esté desarrollando en un momento determinado. El parámetro que se utiliza como referencia del metabolismo energético es la tasa metabólica basal, que refleja el gasto energético mínimo que se necesita para el mantenimiento del organismo. Esta tasa metabólica se mide cuando la persona está en reposo en un ambiente neutro, estable en términos de factores ambientales, sobre todo de temperatura. Para poder hacerse una idea de las demandas energéticas del organismo, es importante señalar que solo para el mantenimiento del metabolismo basal el cuerpo dedica entre el 45% y el 70% de la energía que genera, dependiendo de la edad, género, peso y composición corporal; el resto es la que se necesita para desarrollar las actividades diarias. Por tanto, pa ra mantener una tasa metabólica estable, cuando las actividades desarrolladas impliquen un mayor gasto energético, sería necesario aportar un mayor número de calorías a través de la dieta, y cuando la actividad dis mi nuye sería necesario restringir ese número de calorías. A pesar de que es habitual la referencia a los requerimientos de energía y aporte calórico diarios, estos parámetros son muy cambiantes en periodos de tiempo cortos y en general parece más acertado considerar estas referencias como la media diaria obtenida de los requerimientos de toda una semana. (Henry, 2005; Thomson et al., 2008; FAO/WHO/ONU, 2001).

El organismo consigue el combustible para sus reacciones bioquímicas de los alimentos que ingiere, pero para poder utilizarlos primero necesita descomponerlos en nutrientes simples que las células del cuerpo puedan utilizar. Los nutrientes que ingerimos a través de la dieta se pueden dividir en 5 grupos: hidratos de carbono, lípidos, proteínas, vitaminas y minerales. Los tres primeros son los que proporcionan básicamente la energía necesaria para las células, ya que en último término todos son susceptibles de transformarse en glucosa, el principal combustible utilizado por las células para llevar a cabo sus funciones fisiológicas. A pesar de que los lípidos son los nutrientes que más energía directa aportan al organismo (9 kcal/g), los hidratos de carbono (4 kcal/g) son los que más energía proporcionan en conjunto. Las proteínas son moléculas complejas, principales constituyentes de los tejidos corporales, que desempeñan funciones especializadas al actuar como enzimas, modulando las reacciones celulares, o como anticuerpos, elementos esenciales del sistema inmunitario. Los componentes básicos de las proteínas son los aminoácidos de los cuales solo existen 20 tipos diferentes. Únicamente 11 de estos aminoácidos pueden ser sintetizados por el organismo, los otros nueve no los puede sintetizar o no los produce en cantidades suficientes. Aunque los 20 aminoácidos son esenciales para el funcionamiento de las células, a los que el organismo puede producir se les ha denominado «aminoácidos no esenciales» mientras que a aquellos que se han de ingerir a través de la dieta se les ha denominado «aminoácidos esenciales» (ver cuadro 1).

Cuadro 1. Aminoácidos necesarios para el cuerpo humano

Aminoácidos no Esenciales. Pueden ser sintetizados por el organismo Aminoácidos Esenciales. No pueden ser sintetizados por el organismo
Ácido aspártico Fenilalanina
Ácido glutámico Histidina
Alanina Isoleucina
Arginina Leucina
Aspargina Lisina
Cisteína Metionina
Glicina Treonina
Glutamina Triptófano
Prolina Valina
Serina  
Tirosina  

Los lípidos se ingieren a través de la dieta en forma de triglicéridos. Cada uno de ellos, con la participación de una molécula de agua, se descompone en sus elementos constituyentes, 3 ácidos grasos y 1 molécula de glicerol. Al igual que ocurre con los aminoácidos, también hay una serie de ácidos grasos esenciales, no sintetizados por el organismo, que han de obtenerse a través de la dieta, como es el caso de los ácidos omega 3 y omega 6.

Además de estos tres nutrientes, el organismo también ingiere a través de la dieta otros dos grupos de compuestos, las vitaminas y los minerales. A estos se les denomina micronutrientes porque, en comparación con los tres macronutrientes descritos, son necesarias únicamente cantidades pequeñas de estas sustancias para un correcto funcionamiento de las células. Se distinguen también de los macronutrientes en que estos dos elementos, vitaminas y minerales, no necesitan transformaciones posteriores tras su ingestión, ya que pueden actuar directamente sobre las células. A pesar de que las cantidades que se ingieren en la dieta de estos dos micronutrientes son pequeñas, su presencia es imprescindible. Las vitaminas desempeñan una función muy relevante en la liberación y aprovechamiento de la energía producida por los hidratos de carbono y los lípidos, además de participar en la construcción y mantenimiento de los tejidos corporales. Por su parte, los minerales, principalmente sodio, potasio, calcio, magnesio, cinc y hierro, son imprescindibles para la regulación del balance hídrico del organismo además de participar también en la producción de energía (Thomson et al., 2008; Asencio, 2012).

La conducta de ingesta no puede restringirse al mero proceso de alimentación como tal, puesto que tanto los estados previos como posteriores a la ingestión de nutrientes conforman los determinantes de esta conducta. Por qué las personas comienzan a comer o por qué dejan de hacerlo depende de muchas variables tanto externas como internas que serán analizadas en los próximos apartados, pero para poder comprender bien todos los aspectos de esta conducta es necesario conocer las características del sistema digestivo y su funcionamiento, al menos, de una manera general. Tal y como se explicaba en el apartado anterior, el organismo necesita mantener sus funciones en un punto de equilibrio y, para ello, la ingestión de alimentos y la energía que estos le proporcionan son fundamentales.

Cuando una persona siente hambre, come, y unas horas después, cuando vuelva a sentir hambre volverá a comer, por tanto, es importante conocer los procesos fisiológicos que se producen durante la ingestión de alimentos y los que tienen lugar durante la fase de ayuno.

Fase de absorción

El proceso de alimentación comienza con la ingestión de la comida a través de la boca y su llegada al estómago después de atravesar la faringe y el esófago. En el estómago comienza a producirse la digestión de los alimentos que continúa en el intestino delgado, siendo esta porción del intestino el lugar desde donde se realiza principalmente la absorción de los nutrientes, que pasan al sistema sanguíneo y linfático para ser transportados allá donde sean requeridos. La digestión finaliza en el intestino grueso, desde donde se eliminan todos los compuestos que no se han utilizado y que constituyen los residuos de todo este proceso.

Por tanto, una vez finalizada la digestión, los nutrientes transformados en sus elementos más simples han pasado a disposición de las células para sus reacciones metabólicas correspondientes, y los desechos se han eliminado. Pero no todo lo que se ingiere es utilizado en el momento por las células, por este motivo, resulta necesaria la existencia de algún almacén en el que las sustancias aprovechables por el organismo puedan permanecer para que en los momentos en los que el cuerpo necesite energía pueda disponer de ellos. De forma general, la glucosa se almacena principalmente en el hígado en forma de glucógeno, los ácidos grasos en el tejido adiposo en forma de triglicéridos y las proteínas quedan libres en el torrente sanguíneo o se acumulan en el hígado.

En el proceso de almacenamiento y recuperación de las sustancias que el organismo no utiliza en el momento de la digestión adquieren un protagonismo crucial dos glándulas que tienen funciones muy relacionas entre sí: el hígado y el páncreas. Ambas participan en la secreción de sustancias que facilitan la digestión y absorción de los alimentos, pero sus funciones más relevantes, en lo que se refiere a los mecanismos que controlan la conducta de ingesta son, en el caso del hígado, su función como almacén durante la fase de ayuno y, en el caso del páncreas, la síntesis de dos hormonas, la insulina y el glucagón, que libera a la sangre en los momentos en los que es necesaria su participación.

Como se ha explicado anteriormente, la glucosa es el combustible que utilizan las células para sus reacciones y es el componente más simple en el que se transforman los hidratos de carbono. Una característica importante en relación con la glucosa es que para ser utilizada por las células del cuerpo necesita de la presencia de insulina, con una única excepción, las neuronas son capaces de utilizar la glucosa directamente sin la participación de esta hormona.

Cuando comienza la digestión de los alimentos los niveles de glucosa en sangre incrementan y este aumento en los niveles de glucosa proporciona una señal al páncreas para que comience a secretar insulina.

Esta hormona tiene dos funciones principales, por una parte estimula la absorción y la utilización de la glucosa por las células y, por otra, permite la transformación de glucosa en glucógeno, compuesto que es almacenado principalmente en el hígado y también en los músculos. Por tanto, la insulina es esencial para que las células puedan disponer de la glucosa durante la fase de absorción de los alimentos y para poder depositar la glucosa que no es utilizada durante el proceso digestivo en los almacenes apropiados. Pero la capacidad de almacenamiento en hígado y músculos es limitada, por lo que cuando estos almacenes están repletos, la glucosa sobrante se transforma en ácidos grasos que se almacenan en forma de triglicéridos en los adipocitos, células que componen el tejido adiposo, y en los músculos.

Para que esta transformación y este almacenamiento se lleven a cabo también se requiere de la participación de la insulina. De esta manera, todos los nutrientes absorbidos durante la digestión se utilizan o quedan a disposición del organismo en los diferentes almacenes para futuras demandas de energía.

Fase de ayuno

Cuando los niveles de insulina vuelven a sus valores normales, los procesos de almacenamiento descritos anteriormente comienzan a ralentizarse hasta detenerse, comenzando en ese momento la fase de ayuno.

Conforme va pasando el tiempo y las células vuelven a necesitar aporte de glucosa, el páncreas comienza a secretar glucagón, cuya acción permite, por una parte, volver a transformar el glucógeno en glucosa que se libera al torrente sanguíneo y, por otra, facilitar la transformación de los triglicéridos almacenados en los músculos a ácidos grasos para ser liberados también a la circulación sanguínea. De esta forma, mientras no hay aporte de glucosa externo, el organismo puede reservar la glucosa que se libera del hígado para garantizar el funcionamiento del sistema nervioso central, dado que éste sí puede utilizar la glucosa en ausencia de insulina. Asímismo los ácidos grasos son empleados para la obtención de energía en otros tejidos, como los músculos, que en ausencia de glucosa pueden utilizarlos para obtener energía y garantizar su actividad.

Si el ayuno continúa y sigue sin llegar aporte externo de nutrientes, para mantener los niveles de energía necesarios para satisfacer las demandas de las actividades corporales diarias, las células utilizan como combustible principal los ácidos grasos obtenidos de la degradación de los triglicéridos que se habían almacenado en los adipocitos. Éste es un mecanismo de protección muy ventajoso, ya que le permite al organismo reservar la poca glucosa que puede obtener de otras reacciones para el adecuado funcionamiento del cerebro en situaciones de ayuno prolongado.

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