Lo que conocemos como ciencia moderna se desarrolló a lo largo del siglo XVII a partir de una confianza en nuestra capacidad de conocer a través de nuestros sentidos y razonamiento. Con los avances de la astronomía, la química y la física se fue afianzando esa dignificación de nuestras capacidades, terminando por imponerse, frente al dualismo entre fe y razón propio de la filosofía medieval, la idea de que sólo había una forma de conocer el universo: la que seguía la vía de la observación sistemática y el razonamiento. Dicho conocimiento era además de carácter matemático, ya se refiriese a la materia, que gozaba de la armonía de los números y las leyes de la geometría, o al mundo espiritual.
Por otro lado, a la concepción ilustrada del mundo, matemática y mecanicista, venía a oponerse en los últimos años del siglo XVIII de la mano del romanticismo una concepción más vitalista u organicista de la realidad, rasgo fundamental de toda una filosofía de la naturaleza que influirá entre otras cosas en la imagen evolutiva de la misma. La influencia de esta concepción, muy importante en el mundo de la naturaleza donde sería el germen del evolucionismo darwiniano, fue sin embargo todavía mayor en el estudio del mundo espiritual. Las obras de la cultura humana, de fenómenos como el lenguaje, la poesía, el mito y la historia, pasaban a ser vistas, frente al objeto físico de las ciencias naturales y exactas, como objetos privilegiados de conocimiento (Cassirer, 1965). A este respecto, ya en 1725 Giambattista Vico (1668-1744) había proclamado los principios de una nueva ciencia, la Scienza Nuova, según la cual lo único que podemos conocer plenamente es aquello que la Humanidad misma ha creado. Por eso consideraba que el conocimiento de la naturaleza era un conocimiento inferior al que podemos tener de la sociedad y de la historia, entendida ésta como el proceso por el que el ser humano se crea a sí mismo. Este conocimiento aparecía como la vía fundamental para llegar al auto-conocimiento, considerado como el objetivo último de todo saber. Vico anticipaba así la distinción entre las ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften) y las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften) sobre la que incidirían después Herder y toda la historiografía alemana del XIX.
A finales del siglo XVIII se produce así un desplazamiento en la reflexión filosófica, que se empieza a transformar en la dirección de una antropología o ciencia general del ser humano, en la que el sujeto de conocimiento acaba por tomarse a sí mismo como objeto de estudio.
Como señala Karsenti (1997), esta ciencia humana supone en último término la culminación de una filosofía entendida como ciencia total de la realidad. El término mismo de «antropología» cuyo origen podemos situar en Kant, que se desarrollaría en una línea más próxima al romanticismo con Wilhelm von Humboldt (1769-1859), dando lugar a todo un modelo para el desarrollo de las ciencias humanas (articuladas en torno a la filología, como historia del espíritu humano), sería a su vez retomado por la filosofía francesa, con un claro compromiso práctico, al servicio de una refundación del orden social.
Tras la transformación sin precedentes que había supuesto la Revolución Francesa, los proyectos de reforma y reorganización social herederos del racionalismo ilustrado pondrán especialmente el acento en la dimensión social del individuo. Frente a la idea de sociedad como asociación y construcción artificial de individuos primitivamente separados que pactan voluntariamente unas normas para organizar la vida en común, se impone una concepción más orgánica, que considera al ser humano como ser social. Esta inquietud por la dimensión social del individuo adopta, en el caso francés, la forma de una «fisiología social», coronamiento de una ciencia de la naturaleza humana al servicio de los problemas de la sociedad, entendida como una totalidad orgánicamente estructurada. Esbozada por Henri Saint Simon (1760-1825), uno de los máximos representantes del primer socialismo, esta ciencia se desarrollará con Auguste Comte (1798-1857) de la mano de un planteamiento positivista que buscaba, siguiendo el ejemplo de las ciencias físicas y biológicas, desterrar el recurso a conceptos de carácter metafísico y atenerse a fenómenos directamente observables.
En tensión con la filosofía idealista alemana, se desarrollará también, en la segunda mitad del siglo XIX, otra de las propuestas que marcarán el estudio científico de la sociedad. Se trata del análisis crítico de las condiciones materiales (económicas, tecnológicas, etc.) que plantea Karl Marx (1818-1883), invirtiendo la relación entre realidad y espíritu propia del sistema hegeliano. Marx hará del espíritu un producto de la realidad, es decir, de nuestras condiciones materiales y sociales, poniendo así el acento en la dimensión social de la conciencia. La teoría marxista, que apunta a la transformación de dichas condiciones, se concibe así como una herramienta revolucionaria y emancipadora.
De este modo a lo largo del siglo XIX empiezan a cobrar entidad nuevas disciplinas en torno al estudio del ser humano en su dimensión social, desde diferentes miradas. Al desarrollo de estas disciplinas contribuirá la progresiva institucionalización de estos saberes en la universidad, que hasta el siglo XVIII se había mantenido, por lo general, anclada a la enseñanza medieval (las antiguas Facultades de Derecho, Medicina y Teología, a la que la filosofía había estado tradicionalmente sometida). Será sobre todo la reforma universitaria que lleve a cabo el Estado prusiano, en los primeros años del siglo XIX, la que marcará el paso de una nueva organización disciplinar, con un modelo orientado tanto a la difusión como a la creación de conocimientos. El modelo, diseñado en buena medida por Wilhelm von Humboldt al servicio de un proyecto de Estado, apostaba por la formación de personas cultivadas que pudieran contribuir a la vez a la formación de las nuevas generaciones, desde la enseñanza primaria hasta la universitaria. En este escenario las nuevas disciplinas, relativas tanto a las llamadas ciencias del espíritu (ciencias históricas, filología, lingüística, etnología...) como a las ciencias naturales (fisiología, química, biología, física...) —sin que exista aún una línea divisoria neta entre ellas—, irán reclamando progresivamente su autonomía.