De la antropología comparada a las ciencias humanas
Con una pregunta semejante a la que había realizado Kant acerca del ser humano en su antropología pragmática, Wilhelm von Humboldt se adentraría en 1795 en el Plan de una antropología comparada entendida como una teoría del conocimiento del ser humano a través de una investigación empírica de las formas individuales en que se despliega la Humanidad en la historia. Hermano del naturalista Alexander von Humboldt (1769-1859), Wilhelm se relacionó con las figuras más importantes del mundo político, científico, filosófico, literario de su tiempo, entre las que destacan Friedrich Schiller (1759-1805) y Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832).
Su primer contacto con la filosofía fue a través del movimiento ilustrado en Berlín, en torno al racionalismo de Leibniz y a la filosofía crítica de Kant, que le marcará definitivamente (Quillien, 2015). Esta formación la completaría con estudios de filología clásica, profundizando en el estudio del mundo antiguo, momento en el que se acerca al romanticismo al tiempo que se mantiene ajeno al idealismo objetivo de Hegel. A partir de entonces su trabajo filosófico se orienta en la dirección de una antropología (comparada) que se presenta como un esfuerzo para comprender a los individuos, los pueblos, las culturas, las civilizaciones y el destino mismo de la Humanidad (Di Cesare, 1999). De las diferentes formas de actividad en las que puede manifestarse el espíritu humano, el lenguaje sería para Humboldt la manifestación clave para adentrarse en nuestra naturaleza. Su investigación sobre el lenguaje, por la que se le conoce fundamentalmente, se da así en el seno de esta ciencia general del ser humano.
Humboldt presupone una capacidad humana para penetrar en el psiquismo de los otros a partir de signos exteriores como la literatura o las obras de arte. Esta capacidad nos permitiría salir en cierto modo de nosotros mismos para acercarnos a los demás y comprenderlos. La comprensión se dibujaría así como el objetivo y el método mismo de las ciencias humanas, frente a la explicación, propia de las ciencias naturales. Sobre esta distinción, que señala la dificultad para subsumir los fenómenos humanos bajo leyes universales y subraya la importancia de los aspectos individuales, incidirían más adelante otros autores, como Wilhelm Dilthey (1833-1911).
En línea con este proyecto antropológico, que aspira a realizar el ideal humanista de comprensión de la alteridad (Rupp-Eisenreich, 1990), Humboldt apostará en su reforma universitaria por la promoción de la filología, que a través de su trabajo con la literatura y otros textos se acercaba al conocimiento de otros mundos. La filología que se desarrolla entonces trabajará sobre este modelo humanista humboldtiano, que iba mucho más allá de la estricta erudición y crítica textual.
Filología, historia, etnología y lingüística
El campo de la llamada filología clásica, centrado en las formas de vida de la Antigüedad, se había revitalizado extraordinariamente al calor de la nueva filosofía de la historia, en la que se habían implicado desde los románticos de primera generación hasta los filósofos idealistas y el propio Humboldt. Tradicionalmente limitada al estudio formal de textos, la filología ampliaba su objeto y método para abarcar otro tipo de fenómenos culturales o institucionales (económicos, jurídicos, religiosos, artísticos, etc.) con el fin de comprender el conjunto de una cultura (como el mundo griego, por ejemplo). Recogiendo la tradición de la crítica e interpretación de textos, donde destaca la figura de Friedrich Schleiermacher (1768-1834), así como la investigación sobre las objetivaciones del espíritu humano, la filología se presentaba como una ciencia integradora cuyo fin último era la comprensión de épocas o civilizaciones diferentes (Rupp-Eisenreich, 1990). Esta especie de ciencia matriz articuló en sus inicios una buena parte de lo que después, con la especialización, se convertiría en una multiplicidad de ciencias humanas, culturales y sociales (Turner, 2014).
La nueva filología histórica y cultural encontró su máxima expresión en la figura de Ernst Boeckh (1785-1867), cuyo modelo puede entenderse como la realización del pensamiento humboldtiano (Rupp-Eisenreich, 1990). Figura de autoridad del momento junto a Hegel (1770-1831) en la Universidad de Berlín, Boeckh mantendrá con él un importante intercambio intelectual. La filosofía hegeliana del espíritu, con la que Humboldt se había mostrado más reticente, tendría en efecto una influencia importante en el desarrollo de esta filología de nuevo cuño.
Ahora bien, como Humboldt, lo que Boeckh reivindicaba era una síntesis del trabajo filosófico-conceptual y la investigación empírica. Para que la filosofía pudiera trabajar a partir de los conceptos, necesitaba conocer los fenómenos, y era justamente la filología la que los estudiaba.
Boeckh aspiraba así a fundar la filología como ciencia complementaria de la filosofía especulativa. Uno de sus esfuerzos más importantes fue la publicación de una magna Enciclopedia de las Ciencias de la Antigüedad (1807) donde trató de organizar y sistematizar las diferentes disciplinas filológicas. Ahí definió la «filología clásica» como la ciencia que estudia el espíritu tal y como se manifestó en la Antigüedad, es decir, en los pueblos orientales, en el mundo griego y en el romano (Bravo, 1968).
Esta nueva filología jugará un rol decisivo en la investigación histórica, sobre la Antigüedad y en general. Al relato político y militar predominante hasta entonces venían a incorporarse aquellos fenómenos de estudio de los que la filología, como historia del espíritu, había empezado a ocuparse (Bravo, 1968). Johann Gustav Droysen (1808-1884), discípulo de Boeckh y alumno de Hegel, con sus trabajos sobre el helenismo, sería uno de los máximos representantes de esa historia. Con la introducción de estos nuevos objetos culturales, la historia no sólo se acercaba a un tratamiento más metódico (análisis de la validez de las fuentes, contenidos y explicación de los hechos) sino que se multiplicaba en una variedad de disciplinas históricas. Se desarrollaban entonces, junto a los tradicionales relatos de reyes y batallas, una historia del arte, del derecho, de la literatura, de la religión, etc. Todo ello ocurría, por cierto, en el marco de las conquistas napoleónicas y el consiguiente auge de los nacionalismos, al servicio de los cuales se fomentó una historia de las naciones. El recurso al pasado servía así para legitimar la propia idea de nación como una comunidad que comparte una historia y una cultura. El fomento de una conciencia nacional alemana era de hecho uno de los objetivos de esta historiografía, representada entre otros por Leopold von Ranke (1795-1886), con obras como su Historia de los pueblos románicos y germánicos de 1824. Ranke es conocido además por su cruzada metodológica, que insiste en el tratamiento científico del pasado y de los hechos históricos como datos objetivos, independientes de la mirada del investigador (Fontana, 1999).
El esfuerzo de síntesis que guiaba inicialmente la investigación histórica, en todo caso, no tardaría en difuminarse. Como ocurrió con la filología misma, se imponía cada vez más un trabajo fundamentalmente empírico, de detalle, tan inabarcable como disperso. Si la filología se volvía hacia la crítica textual, abandonando el análisis de otros fenómenos culturales, la historia se iba a orientar también, bajo la influencia del positivismo, hacia la crítica de documentos, dejando hasta cierto punto de lado el trabajo más sintético, conceptual y teórico. La supuesta imparcialidad del investigador con respecto al pasado constituido como objeto de investigación científica, donde los hechos hablarían por sí mismos, aparecerá como uno de los rasgos fundamentales de la historiografía positivista alemana, que se convertirá una vez más en el modelo a seguir en otros países.
Junto a la filología y las ciencias históricas, en el siglo XIX se desarrolló otra incipiente disciplina, la etnología, que apuntaba a incluir la experiencia no europea en la historia universal. Su objeto se definía así por el estudio de los entonces llamados pueblos exóticos, naturales, salvajes o primitivos.
Aunque como señala Britta Rupp-Eisenreich (1990) el modelo humboldtiano podría haber sido un referente, por su acento en las condiciones para hacer inteligibles conjuntos culturales no familiares, la etnología del momento se preocupó fundamentalmente por la recolección y clasificación de datos, de materiales propios de esos «pueblos naturales». Representada por figuras como Adolf Bastian (1826-1905) o Rudolf Virchow (1821-1902), esta disciplina aspiraba a hacerse con todo un material etnológico cuya pureza amenazaba con extinguirse por el contacto con el mundo occidental. Para Bastian, el tiempo de la teoría no había llegado. Antes bien, había que preservar todos esos datos para que nos permitieran constituir un registro integral de las ideas, del saber humano. La etnología apostaba así por un método empírico puramente inductivo, con un celo empirista propio igualmente de todas las demás disciplinas en que se apoyaba, como la anatomía, la fisiología y la propia lingüística, cuyo programa se plantea también como alternativa al modelo filológico humboldtiano.
La incipiente ciencia del lenguaje o lingüística, que se ocupaba del estudio de las lenguas, clásicas y orientales, seguía sobre todo el modelo de una gramática comparada. Representado por Franz Bopp (17911867), este modelo buscaba demostrar las afinidades estructurales entre las lenguas indo-europeas. El análisis del lenguaje, de sus etimologías y cambios gramaticales se asimilaba al trabajo de disección de un anatomista. Para Max Müller (1823-1900), formado con Bopp, el estudio del lenguaje constituía una ciencia de la estructura y del cambio semejante a una ciencia física. Dentro de la lingüística, en todo caso, una corriente minoritaria más fiel al modelo de Humboldt hacía del lenguaje una vía privilegiada para el estudio de la naturaleza humana en su totalidad e historicidad inseparable de la consideración de otras manifestaciones (Rupp-Eisenreich, 1990).
Esa corriente, que recogemos aquí por su relevancia en la historia de la psicología, sería liderada por Heymann Steinthal (1823-1899), que recogiendo la metodología hermenéutica de Schleiermacher y Boeckh construirá todo un sistema explicativo del espíritu humano y de sus objetivaciones. El proyecto, a su vez, sería reinterpretado a la luz de la psicología de Johann Friedrich Herbart (1776-1841), en la que sería introducido por su amigo y colaborador Moritz Lazarus (1824-1903) (Rupp-Eisenreich, 1990). El resultado adoptará la forma de una «psicología de los pueblos», piedra angular de ese sistema, que Lazarus y Steinthal pondrán en marcha a través de una ambiciosa apuesta editorial, la Revista de psicología de los pueblos y ciencia del lenguaje. En ella se encuentran los fundamentos intelectuales de uno de los primeros proyectos sistemáticos de la psicología en el siglo XIX, la psicología de los pueblos, prolongación de la psicología individual que extendía las categorías de la psicología herbartiana al estudio del hombre social e histórico en una «ciencia de los elementos y de las leyes de la vida espiritual de los pueblos» (Lessing, 2004). En su propia organización de las ciencias separaban las naturales, marcadas por la necesidad y la repetición, de las del espíritu, ligadas a la libertad y el progreso. La revista se dirigía a todos aquellos estudiosos de la vida histórica de los pueblos bajo cualquiera de sus aspectos, una historia que, según sus fundadores, podía entenderse a partir de leyes psicológicas generales. Tal disciplina constaría de una parte abstracta y general (la historia psicológica de los pueblos), que explicaría el espíritu a partir de los productos, y una parte concreta (la etnología psíquica), que estudiaría las formas específicas del espíritu. Sobre este proyecto volverían tanto Wilhelm Wundt, que lo consideraba complementario a la psicología experimental, como Wilhelm Dilthey, quien, con su psicología descriptiva y analítica, iría dando cada vez más peso al análisis de las objetivaciones del espíritu.