El progresismo americano fue un movimiento algo difuso y heterogéneo que a principios del siglo XX influyó en medidas legislativas puestas en marcha por los presidentes Theodore Roosevelt (republicano) y Woodrow Wilson (demócrata). Entre ellas estaban la regulación de la jornada laboral, del trabajo infantil y del derecho de huelga, así como otras destinadas a extender la educación pública, frenar los monopolios, proteger a los consumidores, preservar el medio ambiente y extender derechos civiles y servicios públicos.
Los progresistas reaccionaban contra fenómenos típicos del capitalismo de entonces, ligados a lo que se solía denominar «la cuestión social» (la existencia de grandes masas de clases bajas depauperadas y los conflictos sociales consiguientes). Eran fenómenos como la corrupción, la plutocracia, la exclusión social, la explotación laboral, la pobreza, el analfabetismo, las desigualdades... Aparte de razones morales, los progresistas tenían razones políticas para desear reformas. La cuestión social hacía peligrar la democracia estadounidense. Una democracia requiere que la gente participe en los asuntos públicos, pero esa participación era imposible pedírsela a las grandes masas del proletariado industrial, que bastante tenían con buscarse la vida.
Dewey fue uno de los máximos representantes del progresismo e incluso el progresista por excelencia. Otro progresista, apenas conocido, fue Arland D. Weeks (1871-1936), un autor poco relevante desde el punto de vista teórico e institucional pero enormemente representantivo de lo que era un intelectual progresista norteamericano de su tiempo. Se da la circunstancia de que Weeks (1917) escribió el único libro de la época en cuyo título aparecen en el mismo sintagma las palabras «psicología» y «ciudadanía»: Psicología de la ciudadanía. Este libro refleja a la perfección la manera en que muchos reformistas sociales acudían a la psicología y la ciencia moderna —especialmente el evolucionismo y la sociología— para justificar sus propuestas de reforma social. A lo largo de sus páginas, el autor reclamaba una gestión científica de la sociedad, basada en los conocimientos de la época sobre la naturaleza humana, entendida ésta según el típico esquema funcionalista de los instintos, los hábitos y la inteligencia, al que ya hemos aludido. Weeks planteaba una especie de utopía democrática en la que todos los ciudadanos estuvieran formados para elegir a quienes debían tomar las decisiones políticas basándose en criterios científicos y de puesta a prueba y corrección de las reformas, igual que los sujetos ponen a prueba y corrigen sus acciones según las consecuencias de las mismas. De diferentes maneras, los funcionalistas y los conductistas llevaron a efecto esa utopía.