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La psicología comparada es el estudio de las actividades de todos los seres vivos, esto es, del ser humano y los demás animales. El adjetivo «comparada» denota la intención de relacionar y contrastar las capacidades psicológicas de las diferentes especies. Como es de suponer, el motor de la psicología comparada moderna fue el darwinismo. Aunque la comparación entre la mente animal y la humana tenía una larga tradición histórica, con Darwin cobró un nuevo impulso. Se suponía que la continuidad evolutiva entre animales y seres humanos debía ser también una continuidad psicológica.

La psicología comparada se fundó en Gran Bretaña a partir del darwinismo y, tras cruzar el Atlántico, fue uno de los ingredientes que contribuyeron al surgimiento del funcionalismo norteamericano. No en vano constituía un intento de dilucidar la relación entre evolución y psicología, que era una de las preocupaciones del funcionalismo. Básicamente, la psicología comparada pretendía hacer con la psicología lo mismo que los biólogos hacían con la anatomía o la fisiología: definir los niveles de complejidad de su objeto de estudio —estructuras orgánicas en un caso y funciones en otro— tal y como han ido desarrollándose a lo largo de la evolución. Con ello contribuían a que las actividades psicológicas dejaran de considerarse cosas (facultades, dadas de una vez por todas y que, por tanto, se poseen o no se poseen) y se considerasen actividades o procesos (funciones, construidas progresivamente y que, por tanto, se pueden poseer en diversos grados). Esto favorecía la defensa de la continuidad entre los animales y los humanos. Por ejemplo, si la inteligencia no es una cosa sino un conjunto de funciones, entonces carece de sentido pensar que los seres humanos la poseemos y los animales no la poseen. Lo que hay que analizar es, más bien, cómo ha surgido evolutivamente y en qué grado o de qué manera son inteligentes unas u otras especies. Así lo planteaban algunos psicológicos comparados.

A continuación trataremos brevemente a algunos de los principales psicólogos comparados clásicos.

De Darwin a George J. Romanes (1848-1894). El método «anécdotico»

El biólogo británico George John Romanes, amigo de Darwin, fue el primer continuador de éste en el estudio de la inteligencia animal. Darwin mismo había realizado observaciones sobre el comportamiento de los animales y había usado la distinción entre instintos, hábitos e inteligencia, aunque nunca llegó a publicar las notas tomadas a partir de esas observaciones. Fue Romanes, profesor en el University College de Londres y miembro de la Royal Society, quien prosiguió con ellas. De hecho, la intención de Romanes era recopilar todas las observaciones posibles sobre el comportamiento animal —de Darwin y de otras personas «de reconocida competencia»— para sistematizarlas y realizar a partir de ellas inferencias teóricas sobre la mente de los animales, hasta llegar a elaborar una teoría de la evolución psicológica, o sea, una psicología comparada completa. Sin embargo, la cantidad de datos era tal que los publicó solos en un libro titulado Inteligencia animal (Romanes, 1882). Lo hizo con recelo porque temía que se recibiera su libro como uno más de los que en la época describían anécdotas —a menudo inverosímiles— sobre las habilidades de animales domésticos y salvajes.

El recelo no era infundado. Que publicara dos años después un libro más teórico (Romanes, 1884) no impidió que el nombre de Romanes pasara a la historia de la psicología ligado a la etiqueta de «método anecdótico», más bien peyorativa. En efecto, en Inteligencia animal Romanes se basada en observaciones casuales y dispersas, procedentes de la vida cotidiana y no de situaciones controladas con un cierto rigor metodológico. En ese sentido, su método era anecdótico. Por ejemplo, recogía la información de una mujer cuyas hermanas pequeñas daban diariamente azúcar a una tijereta que subía cada mañana por la misma cortina «con la aparente intención de obtener su desayuno» (Romanes, 1882, p. 229).

Además, muchos rechazaron las ideas de Romanes sobre la mente animal porque, según ellos, caían en el antropomorfismo, esto es, en la atribución de características psicológicas humanas a los animales. Romanes afirmaba que, en la medida en que la conducta de un animal se pareciera a la humana, era legítimo inferir que poseía capacidades mentales complejas. No cabía hacer otra cosa si se adoptaba una perspectiva evolucionista, puesto que tanto los animales como los seres humanos formamos parte de la misma cadena evolutiva. Ese era su punto de vista teórico, pero sus críticos relacionaban el antropomorfismo con el método anecdótico y suponían que, sin una metodología rigurosa, la antropomorfización de los animales es poco menos que inevitable. Ciertamente, a veces Romanes incurría en excesos como afirmar que los perros y los monos eran capaces de ser hipócritas.

Ahora bien, Romanes no se limitaba a recolectar ciegamente anécdotas sobre las supuestas hazañas de perros y gatos, muy populares en la época, sino que hasta cierto punto cuidaba la fiabilidad de sus fuentes de información y procuraba dar prioridad a los datos confirmados por varios observadores independientes. En cuanto al antropomorfismo, el primatólogo Frans De Waal (2001) ha reivindicado el valor heurístico del antropomorfismo moderado, basado en el hecho de que es inevitable realizar conjeturas sobre los procesos psicológicos de los animales, ya que vivimos en el mismo mundo que ellos y formamos parte de la misma naturaleza. El fundamento de esas conjeturas es nuestra relación práctica con los animales, que históricamente fue intensa en situaciones de caza y crianza. Como se ve, el argumento conserva un eco del que empleaba Romanes, para quien no había otro modo de interpretar las actividades de otras especies que el de considerarlas insertadas en el mismo proceso de evolución biológica al que nuestra propia especie se halla sometida.

El canon de C. Lloyd Morgan (1852-1936)

El británico Conwy Lloyd Morgan, profesor de la Universidad de Bristol, realizó un trabajo de observación más sistemático que el de Romanes, de quien fue discípulo. En lo metodológico, introdujo los diseños experimentales en el estudio del comportamiento animal, a fin de asentarlo sobre bases más firmes que las del método anecdótico. En lo teórico, aplicó el concepto de «ensayo y error» a la hora de explicar dicho comportamiento.

A Morgan se le suele recordar por formular un principio de parsimonia conceptual que expresó en forma de canon, es decir, de regla o modelo que pretendía servir como guía epistemológica a la hora de hacer psicología comparada y, especialmente, a la hora de interpretar el comportamiento de los animales de acuerdo con las categorías típicas del funcionalismo: instinto, hábito e inteligencia. ¿Cómo saber si un determinado comportamiento es fruto del instinto, el hábito o la inteligencia? Morgan deseaba ofrecer un criterio para responder a esta pregunta sin caer en el antropomorfismo y sin atribuir gratuitamente, por tanto, capacidades intelectuales superiores a los animales. Ese criterio pasó a la historia como el «canon de Morgan».

Según este canon, «en ningún caso podemos interpretar una acción como resultado del ejercicio de una facultad psíquica superior si se la puede interpretar como resultado del ejercicio de otra que se mantiene en un nivel inferior de la escala psicológica» (Morgan, 1894, p. 53).

Aunque el canon de Morgan se contextualizaba dentro de una crítica tanto al antropomorfismo como al reduccionismo mecanicista, las derivaciones más mecanicistas del funcionalismo y la psicología animal conductista se apropiaron a menudo de él usándolo como arma arrojadiza contra quienes se mantenían fieles a la psicología comparada más clásica o cercana al funcionalismo, a los que acusaban de atribuir capacidades intelectuales a los animales sin contar con base científica para ello (Costall, 1993; Fernández et al., 1994). No en vano el propio Morgan, en la segunda edición del libro en que había expuesto su canon, introdujo una cláusula en la que rechazaba expresamente su interpretación reduccionista (Morgan, 1903).

En cuanto a la idea de ensayo y error, se trataba de un concepto que, con ese u otros nombres (Baldwin solía hablar de «intentarlo otra vez»), era omnipresente en el funcionalismo y la psicología comparada. Se refería al hecho de que la actividad psicológica consiste en una puesta a prueba y corrección de hábitos. Ahora bien, esto también podía entenderse de dos maneras, una más funcional y otra más mecánica. Según la interpretación funcional, los ensayos son tanteos. Parten de un sistema de acciones en marcha y dependen de los propósitos del sujeto. Por lo tanto, difícilmente puede hablarse de errores en sentido estricto. Un comportamiento quizá sea erróneo para un observador externo (por ejemplo, para un humano que sabe cómo se abre una portilla y observa a un perro intentarlo), pero para el sujeto es una forma de acercarse al objetivo. Según la interpretación mecanicista, en cambio, el ensayo y error es un proceso ciego, donde los ensayos no son más que respuestas azarosas que casi siempre fallan y a veces, sin embargo, tienen la suerte de acertar, en cuyo caso quedan seleccionadas por el ambiente, sin que la actividad del sujeto propiamente dicha intervenga para nada (el perro intentando abrir la portilla sería como un autómata desprovisto de inteligencia que se mueve sin ton ni son hasta que acierta por casualidad; carecería de propósitos, de un sistema de acciones funcionales).

La concepción del ensayo y error que manejaba Morgan (1900) estaba más cerca de la interpretación funcional. Obviamente, no la expresaba tal y como acabamos de hacerlo nosotros, de una manera así de explícita, pero sí consideraba el ensayo y error como una forma de inteligencia práctica irreductible a un puro mecanismo de asociación automática entre estímulos y respuestas. Eso sí, a su juicio esa inteligencia práctica no era de índole racional, pues la racionalidad la reservaba a los humanos. De hecho, Morgan describía una gradación de tipos de actividad psicológica de menor a mayor complejidad, desde las propias de los organismos más simples hasta las específicamente humanas. En última instancia, el canon debería servir para asignar a cada cual lo suyo, es decir, para ubicar a cada individuo en el nivel evolutivo de complejidad psicológica correspondiente a su especie, ni más ni menos.

¿Mecanismo o función? Jacques Loeb (1859-1924) frente a Herbert S. Jennings (1868-1947)

Jacques Loeb fue un biólogo alemán que, tras trabajar en las universidades de Wurzburgo y Estrasburgo, se trasladó a los Estados Unidos en 1892 para ser profesor en la Universidad de Chicago. Más tarde se iría a la de California y, después, al Instituto de Investigación Médica Rockefeller de Nueva York. Tomó de la botánica el concepto de «tropismo» y lo aplicó al estudio del comportamiento animal, especialmente al de los organismos «inferiores», esto es, microorganismos como las amebas o los paramecios, que en la época se llamaban infusiorios porque los primeros que se observaron procedían de infusiones de heno. Los tropismos son movimientos automáticos y estereotipados de las plantas en respuesta a la estimulación física (por ejemplo, los fototropismos consisten en que la luz hace que el desarrollo celular del tallo sea desigual según la orientación de la planta y ello provoca que éste se incline hacia la fuente de estimulación lumínica).

Loeb afirmaba que los microorganismos actuaban por tropismos, con movimientos fijos, no modificables. Afirmaba asimismo que todo el comportamiento animal y humano podría explicarse reduciéndolo a tropismos. Este autor defendía abiertamente una concepción mecanicista de la biología y la psicología. Manifestaba su esperanza de que «el conjunto de todos los fenómenos vitales [pudiera] ser inequívocamente explicado en términos físico-químicos», de modo que «nuestra vida social y ética [quedara asentada] sobre bases científicas y nuestras normas de conducta [se armonizaran] con los resultados de la biología científica» (Loeb, 1912, p. 3). Como vemos, Loeb estaba identificando ciencia con mecanicismo y estaba apostando por una explicación mecanicista de la vida que incluyera tanto los hechos biológicos como el comportamiento de los animales y el ser humano, y que además nos dijera conforme a qué valores y criterios morales debemos vivir.

El zoólogo norteamericano Herbert Spencer Jennings, que siendo estudiante había asistido con mucho interés a un curso de John Dewey, trabajó en diversas instituciones de enseñanza antes de recalar en la Johns Hopkins University el año 1906. Descontento con la perspectiva reduccionista de Loeb, recurrió a un concepto de ensayo y error similar al de Morgan y lo aplicó al estudio de animales «inferiores», en concreto invertebrados y unicelulares como los paramecios. También recurrió al concepto de reacción circular de Baldwin, que hemos visto más arriba. Jennings (1904) mostraba que el comportamiento los organismos más simples incluía procesos de ajuste contextual al entorno —o sea, aprendizaje— en función de la estimulación encontrada en él (gradientes de concentraciones químicas, intensidades lumínicas, presencia de otros microorganismos...). Los paramecios ponían a prueba diferentes movimientos y los más exitosos adaptativamente los repetían con mayor frecuencia. Además, a veces conservaban ese aprendizaje durante un tiempo, lo que les ahorraba tener que probar de nuevo todos los movimientos, erróneos y exitosos.

Desde luego, Jennings no creía que los paramecios pensaran. Lo que hacía era ser fiel al espíritu de la psicología comparada tal y como lo describimos hace un momento, cuando señalamos que los psicólogos comparados intentaban dejar de concebir las funciones psicológicas como cosas y pasar a concebirlas como procesos cuya complejidad varía a lo largo de la escala filogenética. Desde este punto de vista, y de acuerdo con la concepción funcionalista de las actividades psicológicas que también hemos resaltado anteriormente, Jennings mostraba que un mismo principio genérico de lo que es una función psicológica —el ensayo y error o la reacción circular— se podía emplear para describir multitud de fenómenos comportamentales distintos, incluyendo los de los organismos más simples. Para Jennings, en definitiva, los paramecios no son inteligentes en el sentido en que lo somos los humanos, pero sí poseen los rudimentos —las bases filogenéticas— de la inteligencia.

Jennings y Loeb representan bastante bien la diferencia entre una perspectiva funcional y otra mecanicista y reduccionista. Jennings interpretaba la actividad de los animales más simples acudiendo a conceptos que tradicionalmente se reservaban para la actividad de los animales «superiores» e incluso para la humana en exclusiva. Loeb, en cambio, hacía un recorrido inverso: buscaba los fenómenos vitales más simples, que más fácilmente se pudieran describir en términos mecánicos, y extendía ese principio explicativo a todos los animales, incluyendo el ser humano. Entre Jennings y Loeb hubo una enconada discusión que se saldó a favor del primero, quien mostró que, cuando menos, el comportamiento de los unicelulares era algo más complejo de lo que parecía.

Robert M. Yerkes (1876-1956) y la primatología

Roberts Mearns Yerkes, que trabajó en la Universidad de Harvard y el Boston Psychopathic Hospital, fue el padre de la primatología en Norteamérica —la primatología no es más que psicología comparada aplicada a primates—. Elaboró su perspectiva cuando las versiones más mecanicistas del funcionalismo estaban ganando terreno. De hecho, aunque tenía en común con ellos su actitud experimental, discrepó de ideas importantes de autores como Thorndike y Watson, que eran representativos de esas tendencias mecanicistas y les trataremos más adelante. Frente a ellos, que reducían toda la complejidad de las funciones psicológicas a un principio de aprendizaje único y general —como la ley del efecto o el condicionamiento—, Yerkes defendía la existencia de una escala filogenética de funciones psicológicas de complejidad creciente, en un sentido similar a Morgan. Reconocía en los animales funciones relativamente complejas, como las que permiten asociar imágenes e ideas o realizar juicios simples. Para estudiar estas funciones diseñó diversos aparatos en los que sometía a diferentes a animales a pruebas y tareas que debían resolver.

En 1929, Yerkes fundó en Florida un centro para estudiar la conducta de los primates, el Laboratory for Primate Biology. Su concepción de la psicología comparada en general y de la primatología en particular era, en cierto modo, utilitaria (Gómez-Soriano, 2006): los animales eran para él modelos con los que contrastar la especificidad psicológica humana. No le interesaban por sí mismos, sino como vía de acceso al estudio de la naturaleza humana. Eso sí, paradójicamente eso le llevó a defender a capa y espada la psicología comparada frente a los recortes de fondos con que su universidad la castigaba en favor de la investigación con sujetos humanos. Él argumentaba que ambas, psicología animal y humana, debían ir de la mano porque sin la primera no se entendía la segunda.

La primatología fue seguramente una de las áreas donde se mantuvo algo del espíritu de la psicología comparada clásica frente al predominio de la psicología animal conductista durante las décadas centrales del siglo XX . A diferencia de la psicología animal conductista, centrada en el laboratorio y casi en una sola especie —la rata blanca—, la primatología siguió utilizando la observación de los animales en su medio natural y, al menos, abría el espectro de especies a los simios. Desde los años sesenta rebrotó e incluso se popularizó merced al trabajo —auspiciado inicialmente por el paleoantropólogo anglo-keniata Louis Leakey (1903-1972)— de Jane Goodall (1971), Diane Foosey (1983) y Biruté Galdikas, quienes estudiaron in situ el comportamiento social de —respectivamente— chimpancés, gorilas y orangutanes.

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