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La relación entre la medicina y la psicopatología ha sido al menos tan tortuosa como la relación entre la fisiología y la psicología que examinaremos más adelante. Los fenómenos psicopatológicos casi siempre han casado mal con los saberes médicos del momento y, en la historia, su carácter de enfermedad ha sido tan cuestionado por los médicos co mo por los sociólogos y los psicólogos. El estudio de los fenó me nos psicopatológicos en el período que comprende desde los inicios el siglo xvii hasta finales del XIX no ha ajustado bien con las teorías y prácticas investigadoras de la medicina, a pesar de que han sido los modelos médicos los que más peso y prestigio social han poseído. A pesar de ello, ya en el siglo xvii, en el que se dieron espectaculares avances en los conocimientos de la fisiología y anatomía, la posición ocupada por el estudio de la locura en los tratados de medicina fue secundaria y desproporcionada en relación con lo acuciante de la situación del ejército de pobres y enfermos que recorría Europa (a veces hasta el 30 % de la población) y que poblaba, poco a poco, los hôpitaux generaux, petits maisons, ospedales, workhouses y madhouses europeas (Dörner, 1969).

Para médicos entusiastas como Zilboorg y Henry, era una desilusión encontrarse con que en los tratados médicos de estos siglos: «La enfermedad mental sólo ocupa un lugar secundario en sus sistemas de medicina... Parecía que la medicina se alejaba deliberadamente de la enfermedad mental... Evidentemente la tradición demonológica era aún fuerte en el espíritu de siglo XVII... El médico del siglo XVII era no sólo un erudito empírico; era un estudioso de libros. Conocía bien la atmósfera que rodeaba a las camas y la digna quietud de su biblioteca o gabinete de estudio o la estremecedora aspereza de la sala de disección. Pero no conocía nada de los calabozos y prisiones donde se mantenía a la mayoría de los enfermos mentales con esposas y cadenas, ni se sentía atraído por el patíbulo o la hoguera» (Zilboorg y Henry 1941). Ruiz Ogara (1982) afirma, por el contrario, que la interpretación médica de la locura, su consideración como enfermedad, se fue consolidando en el siglo XVII, y aduce como prueba que en los textos médicos de la época se atendiese a los trastornos psíquicos. En apoyo a estas divergentes opiniones ambos se refieren a la obra de Félix Platter, sólo que Zilboorg y Henry la señalan como excepción y Ruiz Ogara como ejemplo.

En el XVII el afianzamiento de la concepción de la locura como enfermedad fue intermitente, y es fácil encontrar tanto autores de la época que defendían esta concepción, como autores que no la tenían en cuenta ni siquiera como posibilidad. Esto, unido a que la extensión de la denominación de «enfermedad» —y con ella la adjudicación de la locura al campo médico— se basaba en una concepción poco cuidadosa, hizo que junto con el concepto de «enfermedad nerviosa» apareciesen casi los mismos problemas que los modelos psicopatológicos médicos han tenido y siguen teniendo en la actualidad.

Argumentaremos un poco todo esto para el período histórico que va desde el siglo XVII hasta comienzos del XIX, permitiéndonos ciertas licencias con las continuidades temporales para seguir con más facilidad el desarrollo de las diversas líneas temáticas en las distintas épocas y países.

A. Las teorías anatomopatológicas de la locura: antecedentes y desarrollo

Decíamos que la consideración de la locura como enfermedad fue intermitente. Realmente, la concepción demonológica de la Edad Media no terminó ni con el fin de los procesos generalizados por brujería y posesión demoníaca, ni con el intento de Weyer de «desteologizarla». Esta concepción siguió siendo una forma usual de entender la locura, incluso para médicos prestigiosos como Willis, precursor de las teorías anatomopatológicas de la locura, que hacían de ella una enfermedad. Willis (1621-1675), uno de los más famosos neuroanatomistas de su tiempo, considerado por Cullen (1769) como el primero en afirmar el origen nervioso de algunas enfermedades (citado en López Piñero y Morales Meseguer, 1970), clasificó como enfermedades nerviosas a la epilepsia y otras enfermedades convulsivas, incluidas la histeria y la hipocondría. Según Zilboorg y Henry (1941), sus aportaciones al estudio de la neurología, su propuesta teórica y su práctica divergían notablemente, ya que creía en los demonios y se inclinaba más a golpear a los enfermos mentales, o a considerarlos poseídos por el diablo, que a tratarlos como a enfermos. Decía Willis: «Son necesarios la disciplina, las amenazas, los grillos y los golpes tanto como el tratamiento médico... Verdaderamente nada es más necesario y eficaz para la recuperación de estas personas que obligarlas a respetar y a temer la intimidación. Por este método, el espíritu que se contiene por la restricción es inducido a abandonar su arrogancia e ideas rebeldes y pronto se torna manso y ordenado. Por esto los maníacos se recuperan a menudo mucho más pronto si les aplican torturas y tormentos en un cobertizo en lugar de medicamentos» (Willis, 1681; citado en Zilboorg y Henry, 1941).

La exposición de la obra médica de Willis ha sido vista desde prismas muy diferentes. Los historiadores subrayan su vertiente vitalista (Zilboorg y Henry, 1941) tanto como sus teorías mecanicistas (Dörner, 1969) o la complejidad de su postura, defensora de algún tipo de causalidad no-mecánica (Canguilhem, 1955). Para Dörner (1969), Willis parte de una visión mecánica de la teoría de los espíritus según la cual los espíritus animales que hay en los órganos sensoriales son sacudidos por el objeto externo que los empuja hacia adentro, produciendo así la sensación. El centro de conexión de estos movimientos, que avanzan o retroceden por los nervios en forma de ondas y son impulsados mecánicamente, es el sensus comunis, localizado en el centro del cerebro, que no sólo produce la percepción, sino que también abre camino a la imaginación, fantasía y memoria. Desde el sensus comunis, que despierta los impulsos y la corriente motora, los espíritus de los nervios son entonces impulsados de nuevo hacia afuera. La actividad neurológica de los espíritus está animada por el alma corporal (vital y sensitiva), formada por la fina y activa materia del centro del cerebro, y recubierta por el alma racional. Según Dörner (1969), es con esta perspectiva con la que introduce Willis en medicina el estudio de los procesos nerviosos bajo el título de Psycheology.

Dörner también afirma que el sistema neuropsicológico de Willis barrió las explicaciones químicohumorales tradicionales, de forma que con él las enfermedades se entienden como producidas por sacudidas mecánicas procedentes de objetos externos. La locura, en las formas en que no era perceptible daño material, procedía de que los espíritus nerviosos, sólo reconocibles por sus efectos, habían sido afectados. Pero curiosamente, un casi contemporáneo suyo, Calmail, describe la propuesta de Willis diciendo que para él «el sistema nervioso del enfermo mental se parece a un laboratorio en el cual varios líquidos alterados por malos fermentos obran incesantemente en el espíritu y perturban el equilibrio» (Calmail, 1677; citado en Zilboorg y Henry, 1941). Canguilhem, en su extensa revisión de la obra de Willis (Canguilhem, 1955), afirma que la acción nerviosa no fue nunca en Willis exclusivamente mecánica, pues a lo largo de su obra conserva metáforas explicativas de actividad volcánica y explosiva. Serían estas metáforas las que, según la lectura de Canguilhem, dan significado a los trabajos de Willis: un precursor real de la teoría de la acción refleja.

Las diversas versiones de las teorías de Willis se complican al exponer sus doctrinas sobre la histeria, la melancolía y la manía (madness). Para Canguilhem (1955), Willis estaba interesado sobre todo por el movimiento muscular y sus patologías. Le interesaba la rigidez tetánica, la contracción histérica, la agitación coreica, las «afecciones que se dicen histéricas e hipocondríacas» (como reza el título de un apéndice de su Opera Omnia [1681]) y encuadrarlas en su teoría sobre los espíritus de los nervios y su relación con los músculos. En cambio, la melancolía, menos interesante desde el punto de vista muscular, la enmarca en las teorías químicas tradicionales, atribuyéndola tanto a los espíritus nerviosos como al corazón. La manía, en cambio, es considerada por él como más periférica y consecuencia de otras formas. La propuesta investigadora e innovadora de Willis sólo cubriría el campo de las afecciones motoras; a la tradición, pertenecería el resto.

Decíamos antes que, al basarse en una concepción poco cuidadosa de enfermedad, el concepto de enfermedad nerviosa había resultado problemático en el ámbito de las teorías médicas de la época. Su definición y el uso explicativo que se daba al concepto dieron lugar a polémicas que aún pueden rastrearse en las actuales teorías psicopatológicas. Frente a la rica caracterización de las enfermedades, que los avances en las investigaciones biológicas de los siglos XVIII y comienzos del XIX iban permitiendo, la de las enfermedades nerviosas o neurosis (denominaciones a veces sinónimas y a veces no, según los autores) se quedaba en una pobre referencia al sistema nervioso o en una mera caracterización negativa. Cullen (1710-1790), prestigioso médico escocés, mediante ambos expedientes, una vaga referencia al sistema nervioso y una caracterización negativa, da el calificativo de enfermedades nerviosas o neurosis: «A todas las afecciones preternaturales del sentido y del movimiento, en las que la pirexia no constituye de ningún modo una parte de la enfermedad primitiva; y a todas las que no dependen de una afección local de los órganos, sino de una afección más general del sistema nervioso y de las potencias de donde dependen más especialmente el sentido y el movimiento» (Cullen, 1789; citado en López Piñero y Morales Meseguer, 1970).

Robert Whytt (1714-1766), por su parte, habla de los desórdenes nerviosos como «una debilidad poco común o un sentimiento depravado o antinatural en algunos órganos del cuerpo» o «una delicadeza y sensibilidad extremas en todo el sistema nervioso» (Whytt, 1765; compilado en Robinson, 1978). Otra definición, vaga pero positiva, es la de Reil (1759-1813), que habla de la enfermedad mental como una fiebre en que están alteradas las propiedades y funciones de los nervios. En la obra de Good (1817), las enfermedades mentales están producidas por la alteración de las funciones nerviosas; y en la de Foville (1799-1878), son enfermedades que a juzgar por sus síntomas residen en alguna parte del sistema nervioso sin que se produzca alteración estructural.

Esta pobreza de criterios resultó problemática para los teóricos de la época, pero también lo fueron los procesos etiológicos supuestos, enfrentados a los poderosos modelos que, hasta la mitad del siglo XIX, contribuyeron al desarrollo de las especialidades médicas: las primeras concepciones anatómicas de la locura, por un lado (precursoras de lo que Laín Entralgo [1978] denomina el empirismo anatomopatológico), y los inicios de la mentalidad fisiopatológica que, salvo raras excepciones, se apoyaban en una concepción vitalista de los organismos en aquella época.

Las propuestas anatómicas ilustradas, que culminarán en los grandes tratados alemanes de psiquiatría del empirismo anatomopatológico del siglo XIX, con sus postulados básicos de localización y reducción de la enfermedad a lo anatómico, chocaban con las iniciales concepciones de la neurosis y de las enfermedades nerviosas. La investigación de las bases anatómicas de las enfermedades en los siglos XVI, XVII y XVIII estaba basada sobre todo en trabajos provenientes de autopsias. Ejemplos de ello son el Sepulchretum de T. Bonnet (1620-1689), la obra de G. B. Morgagni (1682-1771) y los trabajos de Th. Willis. En estos estudios, inicialmente, se trataba de utilizar los resultados del examen anatomopatológico de cadáveres para encontrar la lesión causante de la muerte y así conocer también la causa de la enfermedad que la había ocasionado. A partir de este conocimiento diagnóstico se trataba de fundar el saber clínico en el diagnóstico anatómico del paciente vivo.

En la caracterización anatomopatológica de las enfermedades nerviosas, que se inicia a finales del siglo XVIII y principios del XIX, eran las escuelas francesa y alemana las más influyentes. Una, defensora de una caracterización lesional negativa; la otra, de una caracterización positiva más acorde con lo postulado para las demás enfermedades.

A la escuela francesa pertenece Philippe Pinel (17451826), imposible de olvidar en cualquier tratamiento histórico de la psicopatología y tan importante por sus teorías y su trabajo práctico sobre la alienación como por la trascendencia social que tuvieron sus propuestas. Dörner (1969) ve la obra de Pinel como un fruto de la Revolución Francesa. Mezcla de elementos del vitalismo y del sensismo de Condillac, de la fe roussoniana en la naturaleza y la educación moral, y de elementos de la reforma romántica inglesa, de la constante discusión, médica y filosófica, en el círculo de «los ideólogos» (Cabanis, Desttut de Tracy...) secundada por su decidido trabajo práctico con los locos pobres que le separa de los médicos de su época. El término «locos pobres» lo defiende Dörner (1969) para subrayar la diferencia entre el interés investigador y terapéutico que los médicos tenían por sus pacientes de las horas de consulta y los locos de los Hôpitaux Generaux, o las madhouses. Los primeros eran gente privilegiada económicamente que sufría de «bazo», de «vapores», de «english malady», histeria o hipocondría; mientras que los segundos eran el ejército de pobres, a veces visto como peligroso, que sufría demencias y psicosis graves, y cuyo internamiento corría a cargo del Estado.

Distinto del de Pinel, sin duda, tenía que ser el trabajo de autores como Reil, que prefirió elaborar sus teorías sin tener que realizar la desagradable tarea de observar a los locos en sus «cárceles»; o el de Langermann, que lejos de apoyarse en experiencias con locos «visibles» reflexiona sobre la literatura existente acerca de ellos. No nos vamos a ocupar aquí de lo que añade el concepto de alienación de Pinel al concepto de enfermedad nerviosa, ni de sus propuestas de analizar no sólo las ideas, sino también los afectos morales, ni de su propuesta de tratamiento moral, sino de la sede que las alienaciones tienen para él en el sistema nervioso.

En la Nosographie Philosophique (1798) de Pinel, las especies morbosas reciben un apoyo anatomopatológico que no tienen las neurosis. Cualquier lesión estructural excluye el diagnóstico de neurosis, por lo que se entiende que a medida que la investigación anatomopatológica vaya descubriendo las lesiones específicas, el número de neurosis se irá reduciendo. Su clasificación de las neurosis, definidas éstas como alteraciones de la sensibilidad y el movimiento, distingue entre neurosis de los sentidos, neurosis de las funciones cerebrales, neurosis de los órganos de la locomoción y la voz, neurosis de la nutrición y neurosis afrodisíacas. Las neurosis no pueden aprehenderse desde la lesión anatomopatológica, pero, como el resto de las enfermedades, sí poseen un apoyo lesional. La salida de Pinel al problema de la localización anatómica es una caracterización lesional negativa. La Sección III de su Traité Médico-Philosophique sur L’aliénation Mentale ou la Manie comienza con la pregunta «¿consiste la manía en una lesión orgánica del cerebro?». La respuesta es un rechazo de las conclusiones de Bonnet, Morgagni, Meckel y, sobre todo, de Greading, que «ha disecado mucho para ver si podía adquirir algunas luces sobre la naturaleza de esta enfermedad» (Pinel, 1801). Los resultados de muchas disecciones muestran que no hay ninguna lesión orgánica, al menos en los treinta y seis cadáveres de locos analizados bajo la supervisión de Pinel, que se distinga de las que se observa en cadáveres de sujetos muertos por epilepsia, apoplejía, calenturas atáxicas o convulsiones. Argumenta, pues, que no hay relación entre las diversas especies de la manía y alteraciones anatómicas, excepto en la idiocia, señalando además que en las investigaciones de Greading, Haslam y Chiarugi (1739-1820) se habían analizado el cerebro y las membranas de locos que habían muerto de enfermedades accidentales y ajenas a su estado. La localización anatómica no podía ayudar a Pinel, y en el capítulo «División de la enajenación mental en distintas especies» hace referencia a la necesidad de estudiar la «obras de nuestros psicologistas modernos Locke, Harris, Condillac, Smith, Stewart y otros» (Pinel 1801). En sus criterios de diagnóstico diferencial de la manía sin delirio, habla de la fun ción del entendimiento, del juicio, de la percepción, la imaginación y la memoria: las tradicionales categorías normativas del análisis filosófico de la época.

Al comenzar a hablar de Pinel hemos hecho referencia al círculo de «los ideólogos», un grupo de intelectuales que partía del método del análisis de Condillac y perseguía una mayor fundamentación de la locura en la física. Pertenece a ese grupo Cabanis, a quien López Piñero y Morales Meseguer (1970), Dörner (1969) y Zilboorg y Henry (1941) presentan solamente como un político de la Revolución. Robinson (1978), en cambio, en su exposición de la teoría de Cabanis, nos muestra una visión que nosotros creemos más acorde con su obra.

Para Cabanis la biología suministra la base para cualquier moral y cualquier psicología. Critica el dualismo metafísico y afirma que las leyes biológicas pueden ser distintas de las leyes que gobiernan la materia inanimada, pero que no pueden estar fuera del campo de investigación. Cita como sus predecesores filosóficos a Locke, Bacon, Hobbes, Reid y Condillac. Los procesos biológicos, para Cabanis, son complejos y dinámicos y pueden ser conformados por leyes diferentes de las estáticas y mecánicas establecidas para las ciencias físicas. Pese a su programa inicial, Cabanis no reduce la biología a la física. En sus escritos hace referencia a las variables del desarrollo, las diferencias entre especies, la herencia y las influencias sociales. Siguiendo a Cuvier (17691832) (pero algo más alejado de los psicólogos filosóficos que él) dirige su atención a las funciones adaptativas del instinto (tema éste en el que se separa de Condillac), a las de la conducta y al estudio de cómo estas funciones están influidas por fuerzas hedonistas. Según Robinson (1978), podría decirse que, en este aspecto, Cabanis anticipa la mayor parte de lo que hoy llamamos neoconductismo: «Para el análisis fundamental de los fenómenos de los que los psicólogos han extraído la abstracta noción de moral, debe mostrarse que —lejos de presentar cualquier cosa sobrenatural— la influencia de la mente sobre lo físico, o sobre las condiciones y facultades de los órganos, emerge de las leyes generales de la organización biológica y de los principios de la función biológica» (Cabanis, 1823). El programa estaba escrito: Cabanis adopta un modelo médico, no excesivamente dogmático, sólo para luchar contra alternativas más especulativas. Taine, Ribot (1839-1916), y toda la psicología médica francesa del siglo XIX, le seguirán, aunque la evidencia a favor de un modelo médico esté lejos de ser convincente.

Alejados de los ideólogos, médicos como Georget (1795-1828), de la escuela de Esquirol, opinaron como Pinel que el concepto de neurosis iría desapareciendo con el descubrimiento de las lesiones específicas. Más aún, Georget critica a Pinel diciendo que el 90 % de sus «neurosis» ya habían sido aclaradas por los estudios anatomoclínicos; pero conserva el nombre de enfermedades nerviosas o neurosis para denominar un reducto de enfermedades como la catalepsia, la locura, la gastralgia, la hipocondría, la histeria, etc., caracterizadas por la ausencia de lesión. El panorama no era alentador para los anatomoclínicos franceses. James Cowles Prichard (1786-1848), estudiando los intentos de los alienistas franceses de aplicar el método de la correlación clínico-patológica a la locura, dictamina el fracaso en su Treatise on Insanity de 1835: «hay demasiados casos en que la locura no puede correlacionarse con anomalías estructurales del cerebro y del sistema nervioso» (citado en Bynum, 1985).

Tras el fracaso del intento de los anatomopatólogos de dar una base anatómica a las neurosis, proliferan los intentos de mantener un criterio de caracterización positiva, ya sea desde propuestas fisiopatológicas o desde propuestas anatomoclínicas: Foville (1799-1878) propone la localización funcional de las neurosis en un marco intermedio entre el pensamiento anatomoclínico y el fisiopatológico; el austríaco Rosenthal (1836-1915) inicia el estudio de la irritación espinal, y, por último, Jaccoud (1826-1887) se interesa por la localización de las neurosis a partir de la interpretación funcional de los síntomas. Pero, ¿qué ocurrió con la escuela alemana? Todos los historiadores de la medicina y de la locura señalan que las peculiaridades de la medicina romántica alemana la separan del resto de la tradición europea. Schönlein (1793-1864) y su escuela representan el tránsito de la medicina romántica de los Naturphilosophen al período anatomoclínico. Para Schönlein (que inicialmente se sintió atraído por las ideas de la Naturphilosophie) las neuronosen tienen su localización en las diferentes partes del sistema nervioso y podían ser somáticas o psíquicas, según que las alteraciones de la actividad nerviosa afectasen a la vida orgánica o a la psíquica (aunque a estas últimas no les dedique especial atención). Schönlein, como la escuela francesa, mantenía que toda especie morbosa en la que se determinase una lesión anatómica perdía su condición de neurosis. Para las neuronosen somáticas, por ejemplo, la lesión debía estar situada en el sistema nervioso vegetativo y a partir de ahí la descripción se volvía clínica y no lesional.

También en la escuela alemana la caracterización «positiva» se iba desgarrando, y la postura de Canstatt por la radical importancia que daba a la localización y a la formulación anatómica de las entidades nosológicas es buena muestra de ello. Kart Canstatt, discípulo de Schönlein, distingue entre enfermedades neurológicas y enfermedades nerviosas y cree que estas últimas no son fenómenos de los que se pueda dar una definición estricta. Por ello, se contenta con hablar de cuadros clínicos que denotan una alteración de la vida nerviosa de etiología muy diversa (hiperemia, alteración de los tubérculos, tumores...) y manifestaciones clínicas idénticas. La pena fue que Canstatt y Schönlein se abstuvieron de comprobar directamente la existencia de lesiones, ni diversas como proponía el primero, ni concretas y específicas como postulaba el segundo. Poco a poco, la defensa de una caracterización lesional positiva para las neurosis se va muriendo en Alemania, y en el volumen complementario del Handbuch de Canstatt (1854), a cargo de Henoch (1820-1910) tras la muerte del primer autor, ya se puede leer: «¿A qué corresponde el concepto de neurosis, de enfermedad nerviosa?... nos vemos obligados a reconocer aquí que no disponemos de ninguna alteración de la estructura accesible a nuestros aparatos y sentidos» (Canstatt, 1843-1854; citado en López Piñero y Morales Meseguer, 1970).

B. La mentalidad fisiopatológica

Según Laín Entralgo (1978), en el siglo XVIII la fisiología empezó a entenderse como el estudio científico de los movimientos y funciones de los seres vivos, siendo los trabajos de Fernel (1497-1558), Servet (1511-1553) y Harvey (15781657) sus antecedentes; pero, como disciplina, la fisiología habría comenzado a perfilarse con von Haller (1708-1777) y Spallanzani (1729-1799), y se constituiría como tal sólo a lo largo del siglo XIX. En un primer momento, bajo el anterior signo del vitalismo —excepto en Holbach (1723-1789) y La Mettrie (1709-1751)— y luego, con un enfoque físicoquímico y evolucionista. Veamos primero los antecedentes y el período vitalista.

En Gran Bretaña, sufrir de los nervios sólo fue posible con la llegada del siglo XVII, pues hasta entonces, y desde la época hipocrática, ser nervioso era ser fuerte y vigoroso. Si en nuestra exposición la primera introducción del carácter médico de lo nervioso comienza por el ya citado Willis, cincuenta años después de su muerte los nervios pasan a primer plano y con Cheyne (1733) y su english malady la disposición nerviosa tiene carácter nacional. Mas fueron Whytt y Cullen quienes más claramente elevaron al sistema nervioso a la primera posición dentro de la fisiología, la patología y la nosología. Robert Whytt (1714-1766) decía que la mayor parte de las enfermedades dependen del sistema nervioso y, por tanto, deberían ser llamadas nerviosas, y esta tesis precede a la de Cullen con su neuralpatología. Cullen (1710-1790) comenzó agrandando el campo de las enfermedades nerviosas, que había sido acotado por Willis, Sydenham y Whytt para la histeria y la hipocondría, porque según él todas las enfermedades eran en cierta medida nerviosas. «Casi todas las enfermedades del cuerpo humano —dice en las First Lines of the Practice of Physick— consideradas bajo un cierto aspecto, podrían llamarse nerviosas; pero una denominación tan genérica de nada serviría; y por otra parte no parece conveniente limitar este término, aplicándolo como se ha hecho hasta aquí de un modo vago e inexacto a las afecciones histéricas e hipocondríacas, que ellas mismas de ningún modo se pueden definir con bastante exactitud» (Cullen, 1789; citado en López Piñero y Morales Meseguer, 1970).

Dada la neurogénesis de fondo de todas las enfermedades, hay que reservar el calificativo de enfermedades nerviosas o neurosis: «A todas las afecciones preternaturales del sentido y del movimiento, en las que la pirexia no constituye de ningún modo una parte de la enfermedad primitiva; y a todas las que no dependen de una afección local de los órganos, sino de una afección más general del sistema nervioso y de las potencias de donde dependen más especialmente el sentido y el movimiento» (Cullen, 1789). Las aportaciones de este escocés con su neuralpatología (todas las enfermedades son nerviosas) y su nosología de enfermedades, construida al modo botánico (en la que por primera vez aparece el término neurosis), se difundieron ampliamente entre los médicos europeos.

Primero alumno y luego rival de Cullen, el médico escocés Brown (1735-1788) estudió y transformó los conceptos de irritabilidad de Glisson (1696-1777) y de sensibilidad e irritabilidad de van Haller (1708-1777) provenientes de sus experimentos fisiológicos. Haller entendía por irritabilidad la propiedad que ciertos órganos poseen, en especial los músculos, de responder mediante contracción a un estímulo cualquiera; y por sensibilidad la propiedad específica de respuesta del tejido nervioso. Separándose de los solidistas y fluidistas, Brown afirma que la enfermedad es sólo una desviación por exceso o por defecto de la intensidad propia de la salud. Para él la vida se mantiene en base a una fuerza vital total, la excitability (traducida a veces por «excitabilidad» y otras por «incitabilidad»): la capacidad de ser afectado y reaccionar ante las estimulaciones. La enfermedad y la salud son cuestión de grado. Toda enfermedad es esténica (incitamiento excesivo) o asténica (incitamiento defectuoso), bien por falta de estímulo (astenia directa), bien por agotamiento del organismo ante su exceso (astenia indirecta). La manía sería de tipo esténico y estaría condicionada por un defecto cerebral o por una estimulación demasiado fuerte (las pasiones); la epilepsia o apoplejía serían astenias indirectas y la melancolía sería astenia directa, ya por estimulación débil o por debilidad propia. El concepto de neurosis desaparece en su obra.

El brownismo ejerció una fuerte influencia en América —a través de la influencia de Broussais sobre Benjamin Rush (1745-1813)— y en toda Europa —con el mismo Broussais, Reil y los naturphilosophen—, con la curiosa excepción de Gran Bretaña. En Francia, Broussais (1772-1838), amigo de Gall y de Comte, propuso una medicina fisiológica construida mediante conceptos de estirpe browniana (irritation, abirritation y subirritation) sobre un aserto anatomopatológico precipitado, que decía que en casi todos los cadáveres podían hallarse lesiones de gastroenteritis, y un esquema fisiopatológico que iba desde la irritación anormal del tubo digestivo por una causa externa, una hiperemia local, hasta una gastroenteritis primaria con una ulterior acción nosógena de ésta, por simpatía, en otras regiones del organismo. En ese marco, la locura es concebida como la irritación funcional inflamatoria del órgano del instinto y la inteligencia (es decir, del cerebro —frenológicamente concebido—) previa a una lesión estructural.

Las teorías de Broussais pronto se desacreditaron en Francia y fueron sustituidas por los trabajos sobre localización funcional positiva de Foville y Jaccoud, ya comentados, y por la perspectiva degeneracionista que se expondrá en el siguiente apartado.

La evolución inglesa fue distinta, ya que el brownismo casi no tuvo influencia en la medicina de la época. En Gran Bretaña, la perspectiva funcional fue una constante en el estudio de las enfermedades nerviosas, comenzando con la búsqueda de un principio unitario regulador de la fisiología de los organismos, centrándose cada vez más en el sistema nervioso. El término neurosis desapareció casi totalmente de la literatura inglesa y no volvió a tomar auge hasta su «psicologización» en la segunda mitad del XIX (López Piñero y Morales Meseguer, 1970), y las cuestiones antes planteadas bajo el rótulo de neurosis pasaron a desarrollarse bajo rótulos tales como irritación espinal (Brown, Player, Travers), o enfermedades nerviosas funcionales reflejas (Hall) en pleno interés por la investigación de las funciones de la médula espinal y el papel de la acción refleja. Al mismo tiempo, relata Bynum, la neurología y la psiquiatría intercambian sus clientes: «En 1800 los médicos de los nervios trataban las enfermedades funcionales del sistema nervioso, mientras que los psiquiatras confiaban en la subrayada naturaleza orgánica de las enfermedades que les concernían. Al final del siglo, los roles se habían invertido: los médicos de los nervios (neurólogos) se ocupaban primordialmente por las enfermedades orgánicas, mientras que los psiquiatras habían aceptado la realidad de la enfermedad mental y eran los médicos de los pacientes nerviosos» (Bynum, 1985).

Esta inversión obedece, no sólo a los fracasos anteriores y los avances de la medicina, sino también a los populares movimientos hipnóticos (que dan lugar a trabajos como los de Mesmer, Braid, Carpenter y Hans Tuke, entre otros), la aparición de los primeros trabajos psicoanalíticos y sobre todo los avances en la concepción de lo psicológico que culminan en la independización de la psicología respecto de la filosofía y la fisiología. Sobre todo esto dirigiremos nuestra atención más adelante, después de examinar otra influyente alternativa etiológica que se desarrolla en el siglo XIX: la teoría de la degeneración.

C. El hereditarismo y la teoría de la degeneración en el siglo XIX

Como decíamos, una de las vías dominantes para tratar de salir de las dificultades halladas en la concepción de la locura desde el campo médico en el siglo XIX fue otorgar un papel predominante a la herencia. Gente como Foville y Morel pensaban que los conflictos, la desmoralización y las vías muertas encontradas se debían a que la pregunta sobre el lazo de unión entre el cuerpo y la mente había sido formulada de forma incorrecta. La propuesta de Morel y Foville, entre otros, consistió en ver la insania como una manifestación mórbida de la inteligencia caracterizada por una lesión funcional difusa del sistema nervioso, relacionando así la patología con toda la economía animal y obviando cualquier separación firme entre mente y cuerpo. Es en ese marco en el cual el papel de la herencia patológica se vuelve crucial: «Es necesario buscar el elemento patológico, en un gran número de circunstancias, en otro orden de lesiones cerebrales funcionales. Este elemento es nada menos que la degeneración con la cual los individuos señalados hereditariamente están heridos invariablemente en el desarrollo normal del sistema nervioso... Es importante prescindir por un instante de la noción de sentido común atribuida a la palabra lesión, y entrar en el significado real de la palabra herencia en una manera particular» (Morel, 1866; citado en Dowbiggin, 1985).

En palabras de Dowbiggin (1985), «la herencia llegó a ser el nuevo punto de referencia y la base conceptual para la interpretación modificada de la lesión psiquiátrica». Es comprensible que Erwin Ackerknecht haya descrito la teoría de la degeneración hereditaria como «pseudosomaticista»: enfrentados con el creciente fracaso para descubrir daño cerebral estructural, y reticentes a librarse del somaticismo que las unía a la medicina y aseguraba su credibilidad como médicos científicos, los psiquiatras se remitieron a los «hechos» hereditarios, obviando el problema de las lesiones orgánicas inverificables.

La percepción de la herencia patológica cambió fundamentalmente en menos de una treintena de años. Si a mediados del siglo XIX interesaba sobre todo por los trabajos de Moreau, Morel, Lucas y Baillarger, en la década de los ochenta se había establecido la idea de que la herencia no era un concepto viable para una completa clasificación de los trastornos mentales y las alteraciones del sistema nervioso. Así, en Francia, entre 1868 y 1886, la teoría de la herencia patológica recibió el apoyo profesional a través de la Société Médico-psychologique. Fue éste el contexto en el que Charles Féré presentó su teoría de la «familia neuropática» en los Archivos de Neurología de 1884. La «familia neuropática» reunía los trastornos psíquicos, sensoriales y motores del sistema nervioso. Estas enfermedades, afirmaba Féré, constituían una familia indisolublemente unida por las leyes de la herencia (Dowbiggin, 1985). La «familia neuropática» justificaba la maleabilidad de los síntomas en las enfermedades del sistema nervioso. Cada alteración era capaz de manifestarse en la progenie como un trastorno completamente distinto, o incluso transformarse en el mismo individuo con el paso del tiempo. Se pensaba que la herencia tenía que ser acumulada antes de poder manifestarse en una forma característica. Esto significó que, en el caso de un alcohólico, por ejemplo, incluso si se podía comprobar que los padres y antecesores nunca habían estado afectados por neurosis, psicosis o disfunciones motoras, la causa principal de la enfermedad todavía era la herencia patológica, ya que era suficiente que hubieran sido muy excitables, «inventivos» o «entusiastas» para que se pudiese deducir una causa hereditaria.

Se puede decir que la herencia patológica fue, en gran medida, el prisma a través del cual se reflejaban las imágenes de la patología para los psiquiatras y neurólogos franceses de finales del siglo XIX. Que la evidencia de la herencia pareciera adecuada a los ojos de los patólogos mentales franceses, tenía más que ver con una propensión profundamente arraigada para aceptar las explicaciones hereditarias que con la evidencia misma. Y no faltaron voces para proclamarlo. Incluso una figura de la predisposición hereditaria como Wilhelm Griesinger tuvo que reconocer sus temblorosas bases epistemológicas. En la edición de 1861 de su Patología mental y terapéuticas advirtió a sus lectores acerca de las diferencias entre etiología y patogenia de la enfermedad. Etiología, decía, era únicamente la compilación empírica y estadística de ciertas circunstancias como la «predisposición hereditaria», que a menudo coincidía o precedía a la enfermedad. La patogenia, en cambio, explicaba la conexión fisiológica entre causa y efecto o el «acto mecánico». La predisposición hereditaria se fundaba únicamente en una relación empírica entre condiciones coincidentes de patología y no podía ser asignada al terreno más preciso de la patogenia, aunque algunos médicos lo hiciesen sin cuidado (Dowbiggin, 1985). Aunque el hereditarismo constituía una posición teórica respetable para los psiquiatras franceses, se caracterizaba por sus inconsistencias, incongruencias y pobre definición y escasa contribución al tratamiento de la locura y a la práctica medicopsicológica. La razón de su popularidad, según el cuidadoso análisis de Dowbiggin (1985), debe ser buscada en otras circunstancias que influían en la historia intelectual de la medicina mental: la desmoralización social y las divisiones doctrinales de la profesión.

Al enfrentarse con la hostilidad sociopolítica y los severos problemas intelectuales que nacían de mantener la orientación fisicalista de su profesión, los psiquiatras estaban comprensiblemente interesados en sostener su imagen de médicos. La teoría de la herencia patológica sirvió en la guerra del alienismo como arma intelectual con la que defender su respetabilidad medicocientífica. Recalcando el papel de la herencia en la enfermedad mental, los psiquiatras repetían tópicos de la medicina general y de las ciencias biológicas. El escaso rigor de su trabajo era algo a olvidar. En el fondo estaba el gran miedo de los patólogos mentales de que los recientes avances en anatomía patológica pusieran en cuestión su propia disciplina, creando dudas sobre su estatuto como una rama legítima de la medicina somática. Mientras la psicopatología estuviese implícita y explícitamente sembrada de criterios normativos conductuales y morales, el intento medicopsiquiátrico seguiría siendo vulnerable a las críticas.

D. El mesmerismo y el descubrimiento del inconsciente

Cuando Franz Anton Mesmer (1734-1815) irrumpió en la escena de la medicina, aportó un método que no guardaba relación alguna con los planteamientos místicos o religiosos, y que satisfacía los requisitos de la era Ilustrada. Como ha dicho Ellenberger (1970), Mesmer dio el paso del exorcismo a la psicoterapia y, al igual que Colón, descubrió un nuevo mundo, el del inconsciente; pero permaneció el resto de su vida en el error acerca de la naturaleza real de su descubrimiento y, también como Colón, murió cruelmente decepcionado.

Su descubrimiento se produjo merced a la introducción de un nuevo «elemento terapéutico» durante el tratamiento de una joven que presentaba crisis resistentes y recurrentes, que Mesmer había intentado eliminar durante más de un año. Tenía conocimiento de que ciertos médicos ingleses trataban algunas enfermedades mediante imanes y pensó provocar una «corriente artificial» en su paciente. Le hizo tomar un preparado con hierro y le adhirió tres imanes: la muchacha comenzó a sentir extrañas corrientes que le recorrían el cuerpo hacia abajo, y paulatinamente sus síntomas fueron desapareciendo durante varias horas. Lo más importante de esta historia es la interpretación que Mesmer dio al hecho: supuso que tales efectos beneficiosos no podían ser producidos solamente por los imanes, sino que habían intervenido también otros elementos; es decir, que las «corrientes magnéticas» de su paciente estaban producidas por un fluido que ella había acumulado y al que llamó «magnetismo animal». El imán era, pensó, tan sólo un instrumento que reforzaba ese magnetismo y le daba una dirección. Más adelante, ya en París, descubriría que podía provocar los mismos efectos sin utilizar imanes.

En 1779 describió en 27 puntos lo fundamental de este nuevo sistema curativo. Sucintamente, según Ellenberger (1970), pueden resumirse en estos cuatro:

  1. hay un fluido físico que llena el universo y constituye el medio de unión entre el hombre, la tierra y los cuerpos celestiales, así como entre hombre y hombre;
  2. la enfermedad es la consecuencia de la distribución desigual de este fluido en el cuerpo humano; la recuperación se logra cuando se restaura el equilibrio original;
  3. con la ayuda de ciertas técnicas, ese fluido puede ser canalizado, adecuado y transmitido a otras personas, y
  4. de este modo se pueden provocar crisis en los pacientes y curar sus enfermedades.

Los postulados mesmerianos nunca fueron aceptados por los médicos respetables y respetados de su tiempo, lo que desde luego no impidió que sus doctrinas alcanzaran una popularidad de la que todavía hoy, a finales del siglo XX, podemos escuchar los ecos. De todos modos, la importancia de los planteamientos mesmerianos reside precisamente en anticipar la idea de salud como equilibrio y en la posibilidad de «transferencia» de capacidades entre dos personas.

Pero sería el marqués de Puysègur (1751-1825), según Richet (1884, citado en Ellenberger, 1970), el verdadero fundador del magnetismo y el precursor más evidente de lo que después se daría en denominar como el movimiento psicodinámico. Como en el caso de Mesmer, Puysègur basó todos sus descubrimientos en el estudio inicial de un caso: Victor Raice, un joven campesino que padecía una leve enfermedad respiratoria y al que le fue extraordinariamente sencillo «magnetizar». Lo peculiar de Victor fue que no mostró convulsiones ni movimientos espasmódicos, sino que cayó en un estado similar al sueño, aunque al mismo tiempo permanecía en vigilia, ya que podía responder a las preguntas con normalidad e incluso con mayor claridad y brillantez que en un estado «normal». Una vez superada la crisis, no recordaba nada de lo sucedido. En posteriores sesiones con Victor y con otros pacientes, Puysègur se dio cuenta, además, de que los pacientes podían hablar de sus enfermedades e incluso predecir su evolución y prescribir un tratamiento.

Como muy bien pudo detectar Puysègur, todos estos pacientes atravesaban dos momentos bien diferenciados: el primero se caracterizaba por un estado de aparente vigilia en el que se producía una relación especial con el «magnetizador» y que concluía con ausencia de recuerdo. Relacionó esta especie de sueño con el sonambulismo y de ahí que lo denominara «sonambulismo artificial». Tiempo después un neurólogo, Braid, lo llamaría hipnosis. El segundo momento se caracterizaba por la lucidez que mostraban algunos pacientes, en especial al hablar de su enfermedad. Aquí Puysègur aprendió algo más: por un lado, la capacidad del magnetizador para influir sobre el curso de la enfermedad de su paciente, aconsejándole sobre el camino a seguir; y por otro, la facilidad con la que el paciente podía hablar de sus problemas. En definitiva, había abierto el camino hacia el descubrimiento del inconsciente.

E. Lo moral y lo físico

A pesar de que desde el siglo XVII se propagó la idea de que la locura era una enfermedad del cerebro (a raíz de una clara toma de partido por el dualismo mente-cuerpo), la posición era más bien endeble y habitualmente se hacía referencia al ámbito moral (particularmente a las pasiones), tanto para buscar causas directas, como facilitadoras. También en los tratamientos se recoge este apoyo en lo moral y algunas veces, aunque menos, en lo psicológico. Según López Piñero y Morales Meseguer (1970), la disyuntiva en la que se movieron las doctrinas antropológicas hasta la mitad del siglo XIX en el tema de las pasiones provenía bien del estoicismo, bien del aristotelismo. Si los estoicos consideraban las pasiones, «pathos», como movimientos irracionales y contrarios a la naturaleza y la razón, para Aristóteles las pasiones no eran necesariamente enfermizas si se mantenían en su justo medio. En la Ilustración las pasiones tuvieron un importante papel en las teorías antropológicas de la época, compartidas por médicos, filósofos y escritores. Algunos médicos, como Boerhaave (1668-1738), Hoffmann (1660-1742) o Stahl (1660-1734), aun reconociendo el papel que las pasiones jugaban en los procesos patológicos, se guiaban por la máxima galénica de que el médico debía limitarse al conocimiento del cuerpo. Aunque la concepción de las pasiones como representaciones falsas o engañosas que pueden producir un juicio equivocado de la razón, derivada de la doctrina estoica, se encontraba también en Galeno, y la consideración de algunas pasiones como afecciones morbosas no era sino una réplica del concepto estoico de enfermedades del alma, el análisis y el tratamiento de semejantes afecciones no era competencia de los médicos, sino de los filósofos. Sin embargo, la mayor parte de los estudiosos de la locura no respetaban esta posición y, como señala Bynum (1985, p. 90), pese a que continuamente se declaraba la naturaleza orgánica de la misma, la declaración sólo se hacía «de boca para afuera». Lo mismo mantiene Foucault en su estudio sobre la locura en la época clásica, al señalar que en los intentos de definir la locura en especies naturales, al estilo botánico, se encontraron con la ética. Cuando se trataba de concretar el cuadro nosográfico del hombre concreto afectado por la locura, la resultante tenía el aspecto de una galería de retratos morales. En la organización de las enfermedades del espíritu, señala Foucault, «interviene tanto el análisis de las causas físicas, como el juicio moral, de modo que el éxito alcanzado en los demás ámbitos de la medicina se escapa en éste» (Foucault, 1964).

Si hasta este momento hemos puesto el acento en la exposición de las teorías sobre las causas orgánicas de la locura, con el objetivo de poner de relieve el desfase entre los intentos medicalizadores y los avances biomédicos de cada momento, también es necesario mostrar que en las obras de los mismos autores hay «otras causas» que, a posteriori, no pueden verse como médicas, so pena de desdibujar las fronteras entre los distintos campos científicos. Como señala Foucault (1964), mientras que las causas inmediatas o próximas hacían referencia a los mecanismos fisiológicos responsables de los síntomas (por ejemplo, la trayectoria y fuerza de los movimientos de los espíritus animales), las causas lejanas remitían por un lado a la condición antecedente biográfica (como por ejemplo las pasiones del alma) y por otro al mundo exterior, tanto físico (humedad, aire cálido) como social (las compañías, los vicios, las lecturas perniciosas, la libertad, el ocio, la obcecación religiosa, el estudio, la miseria y la soledad). Todas estas causas podían dar lugar a distintas formas de locura, por lo que, en definitiva, ésta se daba en el recinto de las causas morales.

Es acertado el comentario de Bynum (1985) al señalar que durante la Ilustración, las características del paciente nervioso que describían médicos y moralistas se mezclaban entre sí para elaborar las clasificaciones y los tratamientos del temperamento nervioso. Ejemplos de la constante mezcla de criterios fisiológicos, anatómicos, clínicos y morales son fáciles de encontrar. Un ejemplo paradigmático de las propuestas del siglo XVII, que aún no hemos mencionado, es el trabajo que Burton (1577-1640) escribió sobre la melancolía en 1621. Se considera que su obra, La Anatomía de la Melancolía, es el primer tratado sobre la depresión en el que no es la bilis, sino el desbordamiento de pasiones tales como la intención, la aprehensión, la imaginación violenta, la vergüenza, el miedo y la desgracia, las que determinan el estado melancólico. El tratamiento que propone Burton es la rectificación de las mismas, y las estrategias recomendadas son la apertura a un amigo de confianza, la alteración del curso de la vida, la diversión, la música y la compañía alegre (Brown, 1985). Así pues, junto a las formas de tratamiento médico nos encontramos con prácticas diversas que proponen una modificación del ambiente y las relaciones en que vive el alienado.

Un caso clínico de paciente melancólico de relevancia histórica es el de Samuel Johnson, nacido en 1709. El propio paciente era buen conocedor de los avances médicos de la época y escribió un ensayo sobre su propia melancolía (Porter, 1985). Su autoexploración está obviamente comprometida con la psicopatología de la época, y con el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke como modelo de funcionamiento mental normal. Según Johnson, la locura estaba localizada en la mente, invadida por las falsas ideas derivadas de las sensaciones erróneas, incorrectamente impelidas por el miedo u otras pasiones, formando un sistema ilógico. Johnson sitúa su locura en la mente y no en los humores o vapores del cuerpo, como hacían sus contemporáneos. Para su tratamiento sigue las recomendaciones del manual de Burton, relativas a no mantenerse solitario ni ocioso y buscar la ayuda de un amigo de confianza.

La mezcla de criterios médicos y morales también se encuentra en los trabajos de Battie, Whytt y Arnold, entre otros. Battie (1704-1776) acentúa el papel de los hábitos tanto en la original madness como en la consequential madness. Afirma que son el cerebro y los nervios los responsables de la sensación y, por tanto, de la locura (un estado anormal de la sensación); pero asume que la ciencia médica no puede realizar el tratamiento y que es la ciencia moral la que se debe encargar del mismo. Es más, para reducir a término medio las pasiones, en su moral management, que separa al paciente de su familia, se puede recurrir tanto al uso de narcóticos como a la excitación de la pasión opuesta: miedo contra ira, preocupación contra alegría, etc. (Dörner, 1969).

Aún más extrema es la propuesta de Arnold (1742-1816) de basar la medical insanity en la moral insanity. Por su parte, Whytt (1714-1766) introduce una valoración moral en su definición de la histeria como debilidad poco común o sentimiento depravado o antinatural en algunos órganos del cuerpo. La mezcla continúa en el siglo XIX. Th . Trotter, uno de los alumnos de Cullen, considera que las quejas nerviosas son enfermedades de las clases privilegiadas británicas: «moral y salud —dice Trotter— son igualmente comprometidas en este vórtex de abundancia y disipación» (Trotter, 1807; citado en Bynum, 1980).

En definitiva, son criterios morales los que orientan las principales reformas del tratamiento manicomial: la de William Tuke y sus descendientes, Henry, Samuel y Daniel Tuke, y las de Philippe Pinel (1745-1826), Benjamin Rush (1745-1813), W. Ch. Ellis, John Conolly (1794-1866) y Gardiner Hill (1811-1878).

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