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En los últimos 30 años se han producido muchos avances en el tratamiento de la depresión infantil y adolescente, siendo el principal el que hoy en día podemos afirmar que contamos con varios programas de tratamiento y varias técnicas dentro de la terapia de conducta que se han mostrado eficaces para reducir de forma clínicamente significativa la sintomatología depresiva de los menores.

No obstante, siguen pendientes algunas cuestiones importantes. Por ejemplo, todos los estudios clínicos sobre el tratamiento psicológico o farmacológico de la depresión infantil y adolescente, incluyendo los estudios sobre la terapia de conducta, han encontrado una alta tasa de recaídas, lo que sugiere la necesidad de implementar estrategias que hagan mayor hincapié en la prevención de dichas recaídas o la necesidad de llevar a cabo tratamientos de mantenimiento que incluyan sesiones de seguimiento para revisar y fomentar que las habilidades adquiridas se generalizan y, por tanto, se mantienen los efectos beneficiosos de la terapia. Uno de los pocos estudios sobre este tipo de tratamiento de mantenimiento en depresión infantil y adolescente, sugiere que sesiones mensuales de terapia de conducta pueden prevenir de manera importante la depresión en los adolescentes (Kroll, Harrington, Jayson, Fraser y Gowers, 1996).

Por otro lado, los adolescentes responden mejor al tratamiento psicológico que los niños más pequeños. Este es un dato que debería dar que pensar. La terapia de conducta emplea estrategias y técnicas cognitivas herederas de las teorías y terapias cognitivas de la depresión adulta, y a lo mejor están más pensados para los procesos cognitivos de los adolescentes que para el tipo de pensamiento de los niños. Analizar diferentes alternativas y diseñar tratamientos específicos para los niños sigue siendo un reto. Quizás una solución en los niños pasaría por poner en marcha componentes más conductuales como, por ejemplo, técnicas de activación conductual (programación de actividades) y de manejo de las contingencias, y simplificar al máximo los componentes cognitivos.

De manera más general, sería deseable que la investigación sobre la depresión infantil y adolescente abandonara esa excesiva dependencia de los modelos y tratamientos utilizados para la depresión en adultos y, por tanto, que los programas de tratamiento para la depresión infantil y adolescente incorporen componentes terapéuticos que reflejen y aborden mejor las circunstancias reales de la vida de los niños y adolescentes. Como señalan Stark y cols. (1994), independientemente de que los síntomas de los trastornos emocionales sean o no los mismos en los niños y en los adultos, las vidas de los niños y de los adultos son bien distintas. Por ejemplo, los niños son mucho más dependientes y están expuestos de un modo más continuo y diario a las influencias de sus padres y de su familia, que lo están los adultos. En consecuencia, los niños se ven expuestos de una forma más continuada y diaria que los adultos a los factores familiares que pueden estar contribuyendo o manteniendo su trastorno depresivo como, por ejemplo, las actitudes disfuncionales de sus padres y los patrones desadaptativos de interacción con ellos. Asimismo, los niños están expuestos diariamente a las posibles consecuencias negativas derivadas de sus problemas de habilidades sociales, mientras que los adultos pueden organizar su vida de forma que puedan evitar contactos familiares y sociales de los cuales se deriven consecuencias negativas debido a su falta de habilidades sociales. Por ejemplo, un niño con déficit de habilidades sociales puede recibir consecuencias negativas de sus compañeros de clase de forma casi diaria, mientras que un adulto con el mismo déficit puede encontrar un trabajo que requiera un contacto mínimo con otras personas.

En una dirección complementaria, las intervenciones futuras en la depresión infantil y adolescente deberán diseñar estrategias, procedimientos y técnicas que despierten y mantengan la motivación de los menores por la terapia. A tenor de los datos ofrecidos por las investigaciones, parece inexcusable el abordaje terapéutico de los aspectos cognitivos en los trastornos depresivos de niños y adolescentes. Pero las técnicas que actualmente se utilizan para modificar esos aspectos están excesivamente basadas en procedimientos lógicoverbales, los cuales, amén de su posible dificultad para muchos menores, especialmente para niños más pequeños, son aburridos para todos ellos. El desinterés resultante puede conducir a una terminación prematura de la terapia o a la posibilidad de que el menor no se beneficie completamente del tratamiento. Por tanto, sería deseable que los investigadores y profesionales desarrollaran otras estrategias y procedimientos basados en juegos, historias y actividades, ajustadas a la edad y el contexto sociocultural del menor, para poner en marcha las técnicas correspondientes. En este sentido, el programa de tratamiento para los trastornos depresivos en niños y adolescentes propuesto por Méndez (1998) puede servir como un buen elemento de referencia en España.

Finalmente, señalar que el número de niños y adolescentes con trastorno distímico o con depresiones leves o moderadas que no llegan a cumplir los criterios diagnósticos de los trastornos distímico y depresivo mayor (depresiones que según los diagnósticos experimentales del DSM-IV podrían considerarse trastornos depresivos menores) supera con creces el número de menores con trastorno depresivo mayor. Sin embargo, la mayoría de la investigación psicopatológica y terapéutica se ha centrado en estos últimos, asumiendo que un tratamiento eficaz para un trastorno depresivo más grave, también debería ser eficaz para los más leves. Claramente, la búsqueda de tratamientos específicos para la distimia y para los trastornos depresivos menores deberá ser una prioridad de la investigación terapéutica con niños y adolescentes en los próximos años.

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