El desarrollo psicológico normal es un proceso determinado por la interacción de factores diversos (biológicos, psicológicos y socioculturales) que alcanzan mayor o menor relevancia en función de su intensidad, cualidad y momento del desarrollo en el que ejerce su influencia. Por un lado, el proceso educativo que lleva al desarrollo psicológico normal toma como referente ineludible el desarrollo cognitivo. A su vez, las pautas educativas sólo alcanzan su valor en la medida en la que favorecen el desarrollo intelectual y cultural de las personas. Pero, además, lo que pensamos (plano cognitivo) depende a su vez de lo que sentimos y deseamos (planos emocional y motivacional). A su vez los factores sociales son parte esencial del conocimiento (la cognición social) y de su adquisición (Matthys y Lochman, 2010).
Los logros y progresos que van constituyendo lo que entendemos por desarrollo normal son el resultado de la conjunción e interrelación de funciones y actividades psíquicas diversas que, en interacción con el entorno (microcontexto -familia, amigos, escuela- y macrocontexto -nivel socioeconómico, cultura-), van a ir conformando el perfil cognitivo y la personalidad del niño (Rodríguez Sacristán y cols., 2002). El terapeuta, por tanto, debe tener presente las variables relacionadas con la edad, tanto en lo que concierne a la elección de métodos y técnicas adaptadas al niño, como en lo que se refiere a la consideración del comportamiento que está motivando la demanda. Se puede correr el riesgo de que la ayuda solicitada, casi siempre procedente de los padres, no se haga pensando en el niño, sino en el adulto que se siente incómodo con la situación (Friedberg y McClure, 2005). Por tanto, es una cuestión clave decidir si el problema que se describe realmente puede considerarse una anormalidad o desajuste y qué beneficios va a proporcionar una intervención psicológica al niño.
Algunos comportamientos disruptivos pueden considerarse normales durante el curso del desarrollo de un individuo. Entre los «problemas» leves más característicos de las distintas fases de la infancia y la adolescencia podemos señalar los siguientes: durante el primer año de vida, las alteraciones más comunes tienen que ver con el desarrollo motor y la respuesta a la estimulación ambiental y social; durante los tres primeros años de vida, y coincidiendo con el comienzo de la escolarización, los principales problemas tienen que ver con el seguimiento de órdenes verbales y con la demora de la gratificación. En esta edad, aparecen también las primeras conductas agresivas, las dificultades del sueño, los terrores nocturnos o las pesadillas, la ansiedad, etc. Entre los seis y los doce años, es frecuente encontrar dificultades de adaptación social o académica, problemas de aprendizaje, mantenimiento de la atención y desobediencia. Durante la adolescencia, los principales escollos del desarrollo tienen que ver con el consumo de sustancias adictivas, las relaciones entre pares de iguales y / o problemas de conducta. En definitiva, a medida que aumenta la edad disminuyen las conductas como rabietas, miedos o impulsividad, y, en su lugar, aumentan los problemas académicos y de interacción social y los problemas graves de conducta. A modo de síntesis, parece que la evidencia señala que los problemas exteriorizados, resultado de un control deficiente y que se manifiestan con conductas dirigidas hacia los demás, mantienen una mayor estabilidad a lo largo del desarrollo que los problemas interiorizados, los cuales son debido a un elevado control (Mash y Graham, 2001; Tur, Mestre y del Barrio, 2004).