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Los problemas de comportamiento infantil son un hecho cotidiano, que está alcanzado cotas crecientes de interés y atención en nuestra sociedad. Las familias están cada vez más sensibilizadas acerca de los problemas de conducta en los niños, como, por ejemplo, el fracaso escolar, el comportamiento agresivo, la desobediencia, los problemas de alimentación, de aprendizaje, etc. Como dato adicional, es un hecho bien reconocido que los problemas de comportamiento perturbador en la adolescencia y en la juventud, así como las conductas agresivas y delictivas, se han incrementado notablemente en estos últimos años, provocando una gran preocupación social por cómo revertir esta tendencia. El origen de estos graves desajustes puede encontrarse muchas veces en un desarrollo psicosocial deficiente, producto de unas pautas educativas desajustadas y una mayor disponibilidad y accesibilidad a modelos inadecuados (Nelson y cols., 2007; Skinner y cols., 2011). Estos factores promueven el mantenimiento o incremento de comportamientos disruptivos, en su origen quizá normales, y que en ciertos casos pueden alcanzar gran gravedad (Díaz-Sibaja, 2005; Goldstein y cols., 2005). De esta forma, el interés por la prevención de los desajustes comportamentales, así como la orientación adaptativa y positiva del comportamiento infantil en las distintas etapas del desarrollo, han adquirido en nuestros días una entidad más que suficiente para empezar a considerarse áreas prioritarias de investigación e intervención, tanto desde el punto de vista individual como comunitario.

El comportamiento normal en los niños depende de la edad, de la personalidad y del desarrollo físico y emocional del menor. En ciertos casos, el comportamiento de un niño puede ser considerado un problema si no cumple con las expectativas de la familia o si causa problemas de convivencia en ella. El comportamiento normal o adecuado usualmente está determinado por el punto de vista social, cultural y del desarrollo que se adopte, siendo normal la aparición de brotes de comportamiento disruptivo en ciertas fases del desarrollo infantil. Estas conductas perturbadoras pueden variar mucho en cualidad e intensidad. Conocer, por tanto, qué se puede esperar del niño en cada edad ayudará a determinar cuándo u n comportamiento no es normal y hasta qué punto necesita una intervención orientada por un profesional. No es posible llegar a entender el comportamiento desajustado del niño si no conocemos bien el desarrollo psicológico infantil. El punto de referencia de la normalidad es siempre imprescindible para calificar una posible anormalidad, pero en el caso de los niños, además, ambos desarrollos (el normal y el anormal) establecen una intensa e intrincada relación, de tal forma que puede resultar difícil diferenciar cuando termina uno y cuando empieza el otro. Las posibles anormalidades o desadaptaciones que podamos encontrar en el comportamiento infantil suelen estar enraizadas en el desarrollo normal del niño, el cuál pasa por la emisión de conductas interferentes y perturbadoras diversas y en distintas etapas de su crecimiento que deben ser corregidas (reducidas, moldeadas o eliminadas), reforzando a su vez el desarrollo de habilidades y competencias intelectuales, emocionales, sociales y personales que vayan favoreciendo la adaptación del niño al entorno.

Los niños al nacer no son simplemente hojas en blanco. Llegan al mundo con diferencias constitucionales bien definidas, tanto en rasgos físicos como de temperamento. Estas diferencias individuales van a influir en sus posibilidades de adaptación al medio y en la relación que los demás establezcan con ellos.

La identificación precoz de trastornos leves del comportamiento, así como la aceptación de estos hechos por parte de los padres, son cruciales a fin de elaborar un plan de acción para resolverlos a tiempo y evitar futuros desajustes sociales que, en casos extremos, pueden conducir hasta la delincuencia.

Quizá uno de los ejemplos que mejor pueda ilustrar la secuencia del desarrollo normal que se acaba de esbozar sea el del comportamiento agresivo. Actualmente, hay gran preocupación por la creciente incidencia del comportamiento violento entre niños y adolescentes (Emberley y Pelegrina, 2011). Los niños pueden mostrar comportamientos violentos desde la edad pre-escolar.

Ante estas conductas, los padres y otros adultos pueden preocuparse por el niño y ejercer medidas de control encaminadas a reducir su frecuencia, promoviendo comportamientos incompatibles o alternativos y aportando, además, modelos de comportamiento no agresivos. Sin embargo, también es posible que los padres esperen a que este tipo de comportamientos se vayan extinguiendo al crecer, o que consideren que no es el momento de ejercer ningún control sobre ese comportamiento (que puede resultar hasta gracioso) dada la edad o las condiciones que rodean al niño. Optar por la falta de intervención es siempre un craso error que llevaría al mantenimiento y probablemente incremento de las conductas agresivas, de tal forma que se generaría progresivamente un grave problema con consecuencias académicas, familiares, sociales y / o emocionales . El desarrollo normal en el humano requiere ineludiblemente de la puesta en marcha de técnicas y estrategias encaminadas a la eliminación o control de las conductas no adaptativas y al fomento de las adaptativas. Identificar que un comportamiento violento en el niño puede ser normal en ciertas fases de su desarrollo no implica el no poner en marcha estrategias de control, otra cosa es la pericia del profesional o la habilidad de los padres a la hora de generar formas de intervención más o menos adecuadas a cada niño y momento. Los comportamientos disruptivos no suelen desaparecer si no se promueven las contingencias ambientales oportunas.

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