El inicio de cualquier intervención cognitivo-conductual en los niños va precedido siempre de un proceso de evaluación que implicará la utilización de entrevistas y pruebas diversas a los niños, padres y adultos implicados en el problema. Este proceso de evaluación, podrá ser más o menos largo en función de la información pertinente y su grado de especificidad, pero siempre deberá ser lo suficientemente exhaustivo como para poder lograr una detallada descripción de los problemas, sus relaciones funcionales e implicaciones evolutivas y sociales. No obstante, no todos los problemas consultados ni todos los niños o adolescentes evaluados van a requerir una intervención psicológica. Normalmente, los niños son remitidos a tratamiento por los adultos, en unos casos porque la conducta resulta incomoda para las personas que conviven con el niño, en otros porque el comportamiento que presenta en niño suscita inquietud, bien por el malestar que le causa en ese momento, o bien por el malestar que se anticipa. Los padres pueden ponerse en contacto con un profesional en algunos casos tratando de obtener información fidedigna acerca de los criterios de normalidad o anormalidad del proceso evolutivo de su hijo, y en otros, buscando feedback sobre las pautas educativas que están poniendo en marcha y los resultados que pueden esperar de dichas prácticas. En ciertas ocasiones, el contacto terapéutico puede también estar motivado por el deseo de conseguir optimizar un proceso educativo que no está ofreciendo especiales dificultades. Algunas de estas consultas no suelen requerir un tratamiento sistematizado y suelen resolverse en pocas sesiones mediante un proceso psicoeducativo dirigido a los padres.
De los contactos establecidos, solamente un pequeño porcentaje se ajustará a problemas clínicos relevantes, siendo la mayor parte de los casos consultas sobre comportamientos disruptivos que entran dentro de la normalidad, pero que por diferentes motivos han superado la capacidad de control de los padres. En cualquier caso, el proceso de evaluación debe ponerse en marcha sin menospreciar la problemática que inicialmente pueda ser expuesta por los padres, pues es posible que a medida que el contacto terapéutico se haga más cercano salgan a la luz problemas adicionales o de mayor intensidad.
En general, se solicita tratamiento psicológico con más frecuencia por excesos conductuales, como hiperactividad o agresividad, que por déficit conductual, como timidez o retraimiento social. Se corre aquí el riesgo de que la ayuda solicitada se realice no tanto pensando en el niño, sino en el adulto que se siente molesto con la situación. Por tanto, un punto prioritario ante una petición de intervención sobre un niño será establecer, durante el proceso de evaluación, quién va a ser el beneficiado por la intervención, es decir, decidir si realmente la ayuda terapéutica que se solicita es buena para el niño, pues no es infrecuente que la prioridad de los adultos que solicitan tratamiento sea su propio beneficio (Maciá, 2002). En ningún caso es ético o aceptable diseñar una intervención cuyo resultado no vaya a ser positivo para el niño, otra cosa es cómo tratar el problema que afecta a los padres o implicados y que debe ser abordado sin para ello manipular el desarrollo normal del niño.
Queda claro que, desde el inicio del contacto terapéutico, el psicólogo deberá tomar diversas decisiones que se refieren tanto a la consideración de los problemas consultados como anomalías, su importancia relativa en el contexto evolutivo y social del niño y la pertinencia, así como la viabilidad de un programa de intervención. Una propuesta de intervención no puede venir determinada sólo por la existencia o no de alteraciones, sino que las actitudes de los adultos y los niños hacia la asistencia psicológica, la disponibilidad de recursos o las repercusiones de la intervención sobre el desarrollo del menor, son aspectos a tener en cuenta antes de tomar una decisión.
1. Valoración de la conducta del niño
La Terapia de Conducta en general, y del mismo modo en el caso de los niños, supone la existencia de un continuo entre las conductas adaptadas y desadaptadas, adecuadas e inadecuadas, normales y anormales; además, un comportamiento puede ser adecuado en un contexto específico e inadecuado en otro contexto diferente. La determinación del grado de anormalidad de una conducta no siempre es fácil, y en el caso concreto de los niños y adolescentes requerirá tomar en consideración un cúmulo de variables mayor que en el caso de los adultos, pues las variables relacionadas con el momento del desarrollo que presenta el niño o adolescente son un marco de referencia ineludible, que determina tanto la elección de métodos y procedimientos, como la consideración de una conducta como problema o no.
La valoración del comportamiento del niño como problemático o no se hará, por tanto, tomando como referencia criterios evolutivos y de adaptación social, es decir, se trata de establecer hasta qué punto la conducta del niño se ajusta a la norma evolutiva y social teniendo en cuenta tres aspectos fundamentales:
- desviación respecto a los estándares evolutivos de su edad,
- desviación en relación a su grupo de iguales, y
- desviación en relación a su propio desarrollo evolutivo o social (cambios extremos en el comportamiento en relación con la conducta habitual) (Mash y Terdal, 2007).
En general, el grado de desviación sobre la norma se establecerá a partir del análisis topográfico de la conducta problema (forma, intensidad, frecuencia y duración). Otras propuestas plantean como criterios para considerar una conducta inadecuada una combinación de elementos topográficos y contextúales:
- que la conducta se presente con la suficiente frecuencia, intensidad, duración e inadecuación a la situación;
- que el niño, su medio o ambos resulten perjudicados con dicha conducta;
- que la conducta impida la adaptación y evolución saludables del niño (Weisz y Kazdin, 2010).
Estos criterios van orientando de forma general las áreas de evaluación que deben ser tenidas en cuenta a la hora de valorar el grado de anormalidad, desajuste e impacto de la conducta de un niño.
2. Viabilidad del tratamiento
Cualquier intervención o estrategia terapéutica debe ir encaminada a conseguir una mayor adaptación y bienestar en el niño, sin embargo, sería ingenuo pensar que estas intervenciones, por sencillas y bienintencionadas que sean, no pueden acarrear costes y desventajas sobre el entorno familiar y del propio niño. Es apropiado, por tanto, el análisis coste-beneficio de la intervención y anticipar el alcance de los beneficios esperados antes de tomar cualquier decisión al respecto (Moreno, 2002).
La disponibilidad de recursos para llevar a cabo la intervención requerida constituye uno de los elementos a tener en cuenta. Estos recursos se refieren tanto a los recursos materiales como al apoyo y compromiso de los adultos implicados. No cabe duda de que la conformidad y el trabajo de las personas cercanas al niño constituyen agentes destacados del éxito del tratamiento. Una medida de este compromiso puede encontrarse durante el proceso de evaluación, a través de sus ideas y actitudes sobre lo que significa una intervención psicológica, cumplimiento de compromisos, ofrecimiento de información o simplemente disponibilidad de tiempo para acompañar al niño e involucrarse en la evaluación. No tiene sentido proponer un programa de intervención cuando el proceso de evaluación ya ha resultado difícil. En otros casos, es labor del terapeuta anticipar a los implicados el coste que a corto plazo tendrá la intervención, preparando a los padres para los momentos críticos y dotándoles de estrategias que les permitan afrontar esas molestias sin sorpresa ni desesperación.
La decisión sobre la oportunidad de una intervención, aunque sean unas sencillas pautas conductuales, no siempre es fácil (Moreno, 2002). En estos casos es útil guiar la toma de decisiones mediante el planteamiento de algunos interrogantes, cuyas respuestas van a implicar pautas de actuación concretas del profesional en este momento del proceso.
3. Contenidos de la evaluación
Comentábamos al inicio de este apartado la necesidad de realizar siempre una evaluación exhaustiva que sondee todos aquellos factores que pudiesen tener alguna implicación en el problema. La evaluación comprensiva de un problema de comportamiento en niños o adolescentes debe incluir los siguientes aspectos:
- Descripciones objetivas de los problemas y síntomas actuales.
- Historia del problema: comienzo, periodos de mejoría o remisión, recaídas, cronificación, etc.
- Información acerca de la salud general del niño, las enfermedades y los tratamientos (médicos y psicológicos).
- Historial psicológico de los padres y de la familia.
- Información acerca del desarrollo del niño: psicomotor, intelectual, social, emocional, etc.
- Información sobre su rendimiento académico.
- Información acerca de sus pautas de interacción en la escuela y con sus amigos.
- Información acerca de sus relaciones familiares: padres, hermanos, abuelos, primos, etc.
- Pruebas especiales (por ejemplo, inteligencia, evaluación del lenguaje y del habla, potencial de aprendizaje, auto-concepto, etc).
Los instrumentos para conseguir la información en cada una de estas áreas son diversos, aunque tendrá especial peso la entrevista con los padres y sobre todo con el niño o adolescente quien nos aportará su forma de percibir el problema. Kendall (2011) recoge a modo de guión la estructura general del protocolo a seguir para desarrollar la entrevista en niños. El protocolo distingue nueve apartados con objetivos precisos y cuestiones específicas a detallar. Los momentos iniciales están dedicados a la presentación del entrevistador, exposición del propósito de la entrevista, cuestiones sobre confidencialidad o anonimato, etc. Posteriormente se pasa a la descripción de la conducta problema, su historia, así como indagaciones sobre el estado físico y psicológico del paciente, avanzando posteriormente hacia la historia personal del niño y su funcionamiento actual, espacios que necesariamente habrá que explorar y completar con la información de los padres.
Se incluye también el diagnóstico o conceptualización del problema a partir de la información recogida, así como la comunicación de estos datos mediante un informe.
La información de la entrevista dirigirá la exploración adicional que se deba realizar mediante pruebas específicas como cuestionarios, inventarios, auto-informes, tests de capacidades cognitivas, pruebas neuropsicológicas, registros observacionales, auto-registros, etc. A partir de esta amplia información se elabora una formulación del problema que describa las conductas disruptivas o disfuncionales del niño y ofrezca una explicación a los padres y al niño en términos que ellos puedan comprender. Los aspectos biológicos, psicológicos y sociales del problema se combinan en dicha formulación con las necesidades de desarrollo, los datos del historial y capacidades del niño o adolescente. Esta información debe ser transmitida a los implicados, dedicando el tiempo suficiente para contestar las preguntas de los padres y del niño o adolescente. Una consulta psicológica puede generar inquietud e incertidumbre, emociones que deben ser identificadas y controladas mediante una exposición clara, precisa y adaptada a las necesidades y capacidades de los implicados.
Los padres suelen acudir a las evaluaciones con muchas inquietudes, algunas de las más frecuentes son:
- ¿Es normal mi hijo? ¿Soy yo normal? ¿Tengo yo la culpa?
- ¿Es ridículo que me preocupe?
- ¿Puede usted ayudarnos? ¿Puede ayudar a mi hijo?
- ¿Qué está mal? ¿Cuál es el diagnóstico?
- ¿Necesita mi hijo evaluación adicional (pruebas médicas, psicológicas, etc.)?
- ¿Cuáles son sus recomendaciones? ¿Cómo puede ayudar la familia?
- ¿Necesita mi hijo tratamiento? ¿Necesito yo tratamiento?
La contestación a estas preguntas aportará a los padres tranquilidad, confianza y seguridad, promoviendo de esta forma una actitud positiva y una conducta orientada a objetivos que será muy útil a la hora de emprender cualquier estrategia de intervención.
Una vez realizada la evaluación, suelen ser pocos los casos en los que existe un único comportamiento susceptible de intervención, por el contrario, es frecuente que sean varias las conductas sobre las que hay que actuar. Es preciso, por tanto, establecer criterios que permitan decidir cuál va a ser el orden o prioridad para la actuación terapéutica (Maciá, 2002):
- En primer lugar, parece claro que es necesario intervenir de forma inmediata sobre aquellos comportamientos que puedan resultar peligrosos para el niño o sus allegados (p.ej. conductas agresivas, auto-lesivas o que puedan implicar daño físico).
- En segundo lugar, una vez descartado el peligro físico, parece conveniente elegir como objetivo comportamientos que puedan tener un efecto positivo sobre otras conductas con las que están relacionados (p.ej. implantar conductas de autocuidado puede beneficiar la calidad de las relaciones sociales que establezca un adolescente).
- En tercer lugar, es importante corregir comportamientos que no cumplen las normas sociales (p.ej. control de esfínteres inadecuado al contexto, conductas disruptivas durante la comida).
- En cuarto lugar, escoger comportamientos que se requieren para el desarrollo de otros repertorios de conducta (ej. incremento de la atención para promover la conducta de estudio).
- En quinto lugar, se pasaría a seleccionar aquellas conductas cuyo desarrollo influirá de manera positiva en la adaptación del niño (p.e. habilidades de resolución de problemas).
- Sexto, ocuparían este lugar conductas que alteren el sistema de contingencias (ej. implantar intercambios de refuerzos positivos entre padres e hijos).
- Por último, abordaríamos comportamientos clave para el desarrollo del niño (ej. conductas de juego, auto-cuidado o independencia personal).
Una vez seleccionadas las conductas, se diseñaría el procedimiento de intervención que permitiese su modificación (implantación, eliminación, reducción o incremento).
En definitiva, y a modo de resumen y guía del proceso de evaluación, el terapeuta de conducta debe tomar en consideración en este punto del proceso terapéutico los siguientes aspectos (Godoy, 1993):
- el grado de malestar que el comportamiento produce al paciente y a terceras personas,
- facilidad para modificar y conseguir algunos cambios rápidos y reforzantes que estimulen la colaboración ulterior de los implicados,
- posibilidad de generalización y mantenimiento de los cambios terapéuticos que se puedan conseguir,
- evaluar si el problema consiste en una cadena conductual; en este caso comenzar por la primera conducta,
- seleccionar aquel comportamiento que requiera y permita una intervención rápida, con efectos globales.