Durante un largo período de tiempo tanto la comunidad científica como el público en general creyeron en el mito del niño feliz. Desde la perspectiva del hombre de la calle, la niñez siempre se ha identificado con un periodo feliz de la vida; los niños no tienen razones para deprimirse, ya que la depresión es un problema de adultos, vinculado a los problemas de pareja, el paro, los problemas laborales, el divorcio, etc. Es más, muchos adultos comentan actualmente que a los niños de hoy en día, en las sociedades desarrolladas como la española, no les falta de nada, lo tienen todo: juguetes, ordenadores, videoconsolas, ropas de marca, e incluso teléfonos móviles, por lo que aún tendrían menos razones para deprimirse. Durante décadas la comunidad científica también compartió ese mito, aunque por razones diferentes.
Así, aunque a principios del siglo xx, varios psiquiatras y paidopsiquiatras europeos habían llamado la atención sobre el fenómeno de la depresión infantil, ésta desaparece de la literatura científica alrededor de los años 30 cuando las teorías psicoanalíticas ortodoxas dominan la psicopatología infantil y se niegan a admitir las depresiones en la infancia. La visión psicoanalítica ortodoxa de la depresión requiere el desarrollo de un yo y un superyó bien estructurados y, por tanto, no es posible que se dé en la infancia.
Las únicas excepciones a esta posición fueron los trabajos de dos psicoanalistas heterodoxos, Spitz y Bowlby, quienes estudiaron los efectos negativos de la separación materna en los niños pequeños, efectos que conformaban un síndrome caracterizado por llanto, retraimiento, desinterés, apatía, descenso del apetito, mayor morbilidad y estancamiento en el desarrollo físico, y al que denominaron «hospitalismo» o «depresión anaclítica», respectivamente.
En los años 60 la comunidad científica vuelve a hablar de depresión infantil, pero se la considera formada por un conjunto de síntomas que no son propiamente depresivos (ej. fobias, enuresis, dolores de cabeza, fracaso escolar, conductas delictivas) y a los que se califica de «equivalentes depresivos». Se propuso entonces el concepto de «depresión enmascarada», fundamentado esencialmente en un criterio a posteriori —que tales síntomas respondieran a un fármaco «antidepresivo»—, y que llevó a una situación caótica en la que, prácticamente, se podía considerar cualquier conducta anómala como un síntoma depresivo, sin que se pudieran establecer criterios a priori adecuados para discernir la depresión de otros trastornos infantiles.
A partir de 1970 la aceptación de la depresión infantil como concepto científico es casi unánime, y las divergencias teóricas se centran entre aquellos autores que consideran que es equiparable a la del adulto y, por tanto, se puede diagnosticar y evaluar con los mismos criterios e instrumentos, y aquellos otros, fundamentalmente psicopatólogos del desarrollo, que sugieren que los síntomas depresivos varían según la edad y, por consiguiente, los criterios para la depresión del adulto no serían aplicables a los niños.
Con la publicación en 1980 de la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-III) de la Asociación Americana de Psiquiatría, se consolida la opinión de que los síntomas esenciales de la depresión son similares en niños, adolescentes y adultos, aunque la edad modifica la frecuencia de algunos síntomas y cómo se expresan. A partir de ese momento y, sobre todo, durante los últimos 20 años, la investigación dirigida a la búsqueda de tratamientos psicológicos y farmacológicos eficaces para la depresión infantil y adolescente crece de manera importante en número y calidad, de forma que ha permitido que en los últimos 10 años se publicaran más de una docena de revisiones metaanalíticas (ej. Cuijpers, Muñoz, Clarke y Lewinsohn, 2009; Compton y cols., 2004; Hazell y cols., 2005; Jureidini y cols., 2004; Méndez y cols., 2002; Michael y Crowley, 2002; National Collaborating Centre for Mental Health, 2005; Tsapakis, Soldani, Tondo y Baldessarini, 2008; Úsala, Clavenna, Zuddas y Bonati, 2008; Watanabe, Hunot, Omori, Churchill y Furukawa, 2007; Whittington y cols., 2004) y que se puedan alcanzar hoy en día algunas conclusiones con un aval empírico relativamente sólido.
La primera de estas conclusiones es que actualmente existen tratamientos eficaces para la depresión infantil y adolescente. La segunda es que, entre dichos tratamientos, el de primera elección es, actualmente, el psicológico, en particular, la terapia cognitivo-conductual (David-Ferdon y Kaslow, 2008; Watanabe y cols., 2007). La tercera conclusión es que no está totalmente demostrada la eficacia de ningún tratamiento farmacológico para la depresión infantil o adolescente, puesto que, incluso en aquellos medicamentos que manifiestan algunos indicios de eficacia (ej. la fluoxetina), no está claro que dicha eficacia se extienda a todos los grupos de edad (ej. en niños de entre 5 y 11 años de edad) o que en todos los grupos de edad los beneficios superen a los riesgos derivados de sus efectos secundarios (Jureidini y cols., 2004; Tsapakis y cols., 2008; Whittington y cols., 2004). En concreto, entre estos efectos secundarios, varios metaanálisis han documentado la posibilidad de un aumento significativo del riesgo de ideas e intentos de suicidio en niños y adolescentes (Dubicka, Hadley, Roberts y Harrington, 2006; Hetrick, Merry, McKenzie, Sindahl y Proctor, 2008; Kaizar, Greenhouse, Seltman y Kelleher, 2006).
En este capítulo abordaremos la aplicación de la terapia de conducta en la depresión infantil y adolescente, no sin antes describir brevemente dicho trastorno, sus modelos explicativos y su evaluación, así como la situación actual de su tratamiento.