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Cada una de las emociones autoconscientes posee características específicas: surge ante un tipo particular de eventos, supone una experiencia subjetiva diferente y conlleva unas tendencias de acción, también diferentes. El orgullo se distingue nítidamente de la culpa y la vergüenza, pero la distinción entre estas dos últimas plantea bastantes problemas.

En una primera aproximación a los rasgos específicos de cada una de estas emociones, resulta muy útil el modelo propuesto por Michael Lewis.

Un primer proceso que interviene en la elicitación de estas emociones es la evaluación de las propias acciones, pensamientos o sentimientos como éxitos o fracasos en relación con una serie de estándares, reglas y metas. El éxito o fracaso percibido provoca la autorreflexión, la cual da lugar a un segundo proceso fundamental en la elicitación de estas emociones: la evaluación de las acciones, pensamientos y sentimientos como éxitos o fallos que dependen de uno mismo, es decir, la atribución interna de dichos éxitos y fallos. Esta atribución puede ser global o específica, es decir, la evaluación de éxito o fallo puede referirse al yo en su conjunto o únicamente a la acción, pensamiento o sentimiento concreto. Según la evaluación sea de éxito o fallo, global o específica, surgirá una u otra emoción.

A partir de este modelo, Lewis distingue cuatro emociones autoconscientes: la culpa, la vergüenza, el orgullo y una cuarta denominada hubris (arrogancia).

Así, la vergüenza es elicitada por una evaluación negativa del yo de carácter global. La culpa surge también cuando se da una evaluación negativa, pero en este caso la evaluación es específica, se focaliza en la acción y no se refiere al yo en su conjunto. El orgullo surge cuando la persona realiza una evaluación positiva centrada en una acción concreta, y por tanto, específica. Por último, Lewis propone el término griego hubris para designar una emoción que sería del resultado de una evaluación positiva del yo de carácter global.

4.1. Emociones provocadas por autoevaluaciones negativas: vergüenza y culpa

La vergüenza surge cuando se da una evaluación negativa del yo de carácter global. La experiencia fenomenológica de la persona que experimenta vergüenza es el deseo de esconderse, de desaparecer (“tierra, trágame”). Es un estado muy desagradable, que provoca la interrupción de la acción, una cierta confusión mental y cierta dificultad y torpeza para hablar. Físicamente, se manifiesta en una especie de encogimiento del cuerpo: la persona que siente vergüenza se encorva como si quisiera desaparecer de la mirada ajena. En la medida en que supone un ataque global al yo, la persona va a intentar librarse de este estado emocional. Pero ello no resulta tan fácil como reparar una acción concreta.

La culpa surge de una evaluación negativa del yo más específica, referida a una acción concreta. Desde el punto de vista fenomenológico, las personas que sienten culpa también experimentan dolor, pero, en este caso, el dolor tiene que ver con el objeto del daño que se ha hecho o con las causas de la acción realizada. En la medida en que el proceso cognitivo-atribucional se centra en la conducta y no en la globalidad del yo, la experiencia de culpa no es tan displacentera ni provoca tanta confusión como la vergüenza. Por otra parte, la culpa tampoco lleva a la interrupción de la acción. En cuanto a su expresión no verbal, mientras que en la vergüenza la persona se encorva en un esfuerzo por esconderse y desaparecer, en la culpa, la persona tendería más bien a moverse inquieta por el espacio, como si tratara de ver qué puede hacer para reparar su acción; además, en la culpa tampoco se da el rubor facial que aparece en muchas personas cuando experimenta vergüenza. Por último, las personas pueden librarse del estado emocional de culpa con relativa facilidad a través de la acción correctora, aunque ésta no siempre es viable.

En definitiva, según Lewis, la culpa, en principio, posee una intensidad negativa menor, es menos autodestructiva y, en la medida en que implica tendencias correctoras, se revela como una emoción más útil que la vergüenza.

4.2. Emociones provocadas por autoevaluaciones positivas: orgullo y hubris

El orgullo surge como consecuencia de la evaluación positiva de una acción propia. La experiencia fenomenológica de la persona que siente orgullo por algo (una acción, un pensamiento, un sentimiento) es de alegría, de satisfacción por ello. Al ser un estado positivo, placentero, la persona va a tratar de reproducirlo. El sujeto se halla absorto en la acción que le hace sentirse orgulloso. De este modo, el orgullo conlleva una tendencia a la reproducción de las acciones que lo suscitan.

“Hubris” designa una especie de orgullo exagerado. Surge como consecuencia de una evaluación positiva del yo de carácter global. En casos extremos se asocia al narcisismo. La experiencia fenomenológica del sujeto que siente hubris es muy positiva y reforzante; en este estado, al contrario que en el de la vergüenza, la persona se siente estupendamente, satisfecha consigo misma. Al ser un estado tan satisfactorio, la persona va a tratar de mantenerlo. Sin embargo, estos sentimientos pueden ser adictivos, por lo que la persona se ve impelida a reproducirlos a toda costa.

Las personas con hubris, en general, provocan rechazo en los demás. Ello es lógico, pues esta emoción puede resultar conflictiva en el terreno interpersonal. Además, dado el sentimiento de superioridad y el desdén hacia los demás asociados a este estado, la persona que experimenta hubris, con su modo de actuar, puede hacer que otras personas se sientan humilladas.

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